—Claro, una cosa así tiene que conocerse. El celoso sabueso no puede ignorarla —hizo una mueca. Luego abrió la puerta del comedor—. ¿Quieren beber algo antes de marcharse? —invitó, cortés.
Poirot rehusó y yo también; pero él se preparó una mezcla y siguió hablando:
—¡Por la asesina! —dijo alegremente—. En el corto espacio de una sola noche me ha convertido, de la desesperación de los acreedores, en la esperanza de los mercaderes. Ayer la ruina me pisaba los talones; hoy el mundo es mío. ¡Dios te bendiga, tía Jane! —vació el vaso. Luego, con un súbito cambio de maneras, habló a Poirot—: Ahora, seriamente, monsieur Poirot. ¿Qué hace usted aquí? Hace cuatro días que tía Jane decía dramáticamente: «¿Quién quiere librarme de ese maldito tirano?», y he aquí que ya lo está. Supongo que no habrá sido por mediación de usted. «El crimen perfecto», por Hércules Poirot, sabueso de la Policía.
—Estoy aquí esta tarde por indicación de Geraldine Marsh.
—Una discreta contestación, ¿verdad, monsieur Poirot? ¿Qué hace usted aquí realmente? Por una causa u otra, a usted le interesa la muerte de mi tío.
—Siempre me interesan los asesinatos.
—Pero usted no lo cometió. Es usted muy prudente. Debió aprender la cautela de mi tía. Cautela y algo de disimulo. Dispénseme que le llame tía Jane. Me divierte. ¿Vio usted la cara que puso la otra noche cuando la llamé así? No tenía la menor idea de quién era yo.
—En verité?
—Sí; me echaron de aquí tres meses antes que ella viniese —la fausta expresión de su rostro desapareció por un momento. Luego siguió alegremente—. Una mujer muy hermosa, pero nada perspicaz; el método que utilizó fue algo imperfecto, ¿no le parece?
Poirot se encogió de hombros y dijo:
—Es posible.
Ronald le miró curiosamente.
—Me parece que usted no cree en su culpabilidad. ¿Es que le ha flechado a usted también?
—Siento gran admiración por la belleza —dijo Poirot suavemente—. Pero también por la verdad —pronunció la última palabra muy lentamente, silabeando.
—¿Verdad?
—Tal vez no sepa usted, lord Edgware, que lady Edgware estaba en una fiesta, en Chiswick, durante el tiempo que dicen haberla visto aquí.
Ronald se mostró asombrado.
—Entonces, ¿fue a la fiesta, a pesar de todo? ¡Qué mujer! A las seis de la tarde aseguraba que nada del mundo la haría ir, y diez minutos después había ya cambiado de parecer. Está visto que cuando se planea un crimen, nunca puede uno confiar en que una mujer hará lo que dice. Por eso los crímenes mejor planeados fracasan. No, monsieur Poirot, no me estoy inculpando yo mismo. ¡Oh!, sí, no crea que no puedo leer lo que pasa por su cerebro. ¿Quién es, lógicamente, el más sospechoso? El muy conocido y pateado sobrino —se recostó en la silla, riendo entre dientes—. Le ahorraré un poco de materia gris, monsieur Poirot. No necesita usted buscar alguien que me viese con tía Jane cuando ella dijo que nunca, nunca, nunca saldría aquella noche, etcétera. Yo estaba allí. También se pregunta usted si en realidad el sobrino pateado vino aquí la última noche, disfrazado con un elegante traje de mujer y un sombrero de última moda.
Parecía divertirle la situación y nos miraba sonriente a los dos. Poirot, con la cabeza algo inclinada, le observaba atentamente. Yo me sentía molesto.
—Tengo un motivo —siguió lord Edgware—. ¡Ah, sí!, un gran motivo. Y voy a regalarle a usted una valiosa y magnífica información. Ayer por la mañana le pedí a mi tío que quería verle. ¿Para qué? Pues para pedirle dinero. Y salí sin que me diera nada, y aquella misma noche muere lord Edgware. Hermosa frase «Lord Edgware muere.» Estaría la mar de bien como título de un libro —se detuvo. Poirot siguió sin decir nada—. Estoy muy orgulloso con la atención con que me escucha usted, monsieur Poirot. El capitán Hastings me mira como si viera, o fuese a ver, un fantasma. Bien; ¿dónde estábamos? ¡Ah!, sí, hablábamos del sobrino pateado. Este sobrino, que durante algún tiempo fue aclamado por sus caracterizaciones femeninas, hace un supremo esfuerzo teatral, y con una vocecita de mujer se anuncia como lady Edgware, y pasa ante el mayordomo con menudos pasos. No inspira la menor sospecha. ¡Jane!, grita mi tío. ¡George!, contesto yo. Rodeo con mis brazos su cuello y le clavo mi cortaplumas en el cogote. Los demás detalles son de índole médica y no hay necesidad de explicarlos. La falsa mujer sale de la casa y... a la cama, después de un día bien aprovechado —se echó a reír y se preparó otro whisky con seltz—. Bien trabajado, ¿verdad? Pero ahora viene lo principal. ¡El desengaño!, pues llegamos a la coartada, monsieur Poirot —acabó de vaciar el vaso—. He encontrado a veces coartadas muy graciosas —continuó el joven—. Siempre que leo novelas detectivescas me fijo en las coartadas. La mía es de las excelentes. Tres excelencias, judías y todo. Hablando más claro: míster, mistress y miss Dortheimer. Son gente muy rica. Tienen un palco en Covent Garden. A ese palco invitan a jóvenes con esperanzas, y yo, monsieur Poirot, soy un joven con esperanzas. ¿Que si me gusta la ópera? Francamente, no. Pero me encantaba la excelente cena en Grosvenor Street, que suele precederla, y también me gusta un excelente piscolabis en cualquier lugar, a la salida, aunque tenga que bailar con Raquel Dortheimer y tenga un brazo deshecho durante dos días. Así, monsieur Poirot, mientras la vida de mi tío volaba a la eternidad, yo estaba diciéndole tonterías a la oreja incrustada de diamantes de la elegante (que Dios me perdone la mentira) Raquel, en un palco de Covent Garden. Su larga nariz judía temblaba de emoción. Ahora vea usted, monsieur Poirot, por qué he sido tan franco —se recostó en la silla—. Espero que no le habré aburrido. ¿Tiene usted que hacerme alguna pregunta?
—Le aseguro que no me ha aburrido usted —dijo Poirot—. Sin embargo, ya que es usted tan amable, quisiera hacerle una pregunta.
—Encantado.
—¿Cuánto tiempo hace, lord Edgware, que conoce usted a Charlotte Adams?
Esta pregunta era, sin duda, la que menos, esperaba el joven. Se levantó rápidamente y preguntó:
—¿Para qué quiere usted saber eso? ¿Qué tiene que ver con lo que hemos hablado?
—Una curiosidad como otra cualquiera. En cuanto a lo demás, se ha explicado usted tan bien, que no veo la necesidad de preguntarle nada.
Ronald le dirigió una rápida mirada. Estaba como si no pudiese creer en la amable conformidad de Poirot. Creo que habría preferido que éste fuese más suspicaz.
—¿Charlotte Adams? A ver... Déjeme pensar. Un año o poco más; la conocí el año pasado, cuando vino aquí por primera vez.
—¿La conocía usted bien?
—No es de la clase de muchachas que llegan a conocerse perfectamente, es demasiado reservada.
—¿Le gustaba a usted? Ronald le miró.
—Me gustaría saber por qué está usted tan interesado por esa señorita. ¿Es acaso porque estaba con ella la otra noche? Pues, sí, me gusta mucho. Es muy simpática.
Poirot movió afirmativamente la cabeza.
—Lo comprendo. Entonces estará usted desolado.
—¿Desolado? ¿Por qué?
—Porque ha muerto.
—¡Qué! —Ronald se puso en pie de un salto—. ¿Que Charlotte ha muerto? —estaba completamente anonadado por la noticia—. Se está usted burlando de mí, monsieur Poirot. Charlotte estaba perfectamente bien la última vez que la vi.
—¿Cuándo fue eso? —preguntó Poirot rápidamente.
—Creo que fue anteayer. No puedo recordarlo bien.
—Tout de méme, ha muerto.
—Ha tenido que ser terriblemente rápido. ¿Cómo ha sido? ¿Un accidente callejero? Poirot miró al techo.
—No; tomó una dosis excesiva de veronal.
—¡Oh! ¡Pobre muchacha! ¡Qué cosa tan horrible!
—N'est ce pas?
—Lo siento mucho. ¡Tan bien como le iban los asuntos! Iba a hacer venir a su hermanita y tenía un sinfín de planes. ¡Qué pena! Lo siento mucho más de lo que puedo decir.