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Era lo que esperaba la vanidad de mi hombre. Se echó otra vez hacia atrás y empezó:

—La primera pregunta nos la hemos repetido ya muchas veces: ¿Por qué lord Edgware cambió de manera de pensar respecto al divorcio? Ese hecho sugiere dos ideas, una de las cuales ya la conoces tú. La segunda es ésta: ¿Qué ha ocurrido con esa carta? ¿A quién le interesa que lord Edgware y su mujer continúen unidos? Tercera pregunta: ¿Qué significa el cambio de expresión de su rostro, que advertiste al volverte para cerrar la puerta de la biblioteca ayer por la tarde? ¿Puedes contestarme tú a esto, Hastings?

Denegué con la cabeza y dije:

—No lo entiendo.

—¿Estás seguro de que no te lo imaginaste? A veces, amigo mío, tienes la imaginación un peu vive.

—No, no —moví la cabeza vigorosamente—; estoy seguro, no me equivoco.

—Bien, es otra cosa por explicar. La cuarta pregunta se refiere a las gafas. Si ni Jane Wilkinson ni Charlotte Adams las usaban, ¿qué hacían aquellas gafas en el monedero de Charlotte? Y va la quinta pregunta. ¿Quién y por qué telefoneó a la Chiswick para saber si Jane Wilkinson estaba o no allí? Estas cinco preguntas, Hastings, son mi tormento. Si pudiese responder a ellas, me encontraría mucho mejor. Si, al menos, se me ocurriese alguna hipótesis que me las explicase satisfactoriamente, mon amour propre no sufriría tanto.

Yo dije:

—Pues quedan todavía en pie algunos interrogantes más.

—¿Cuáles?

—En primer lugar, ¿quién propuso a Charlotte Adams aquella farsa? ¿Dónde estuvo ella la noche del crimen, antes y después de las diez? ¿Quién es ese D. que le regaló la cajita de oro?

—Eso está clarísimo —dijo Poirot—. No hay el menor enigma en tales preguntas. Son sencillamente cosas que ignoramos, pero que podemos conocer en cualquier momento. En cambio, las que yo he formulado, amigo mío, son de orden psicológico, de las que hacen trabajar las células grises.

—¡Poirot! —exclamé desesperado—. Te ruego que no sigas. Presiento que no podría soportarlas nuevamente. ¿No hablaste antes que teníamos que hacer cierta visita?

Poirot miró su reloj.

—Es verdad —dijo—; voy a telefonear y resolveré lo que sea conveniente.

Se marchó y volvió a los pocos momentos, diciendo:

—Vámonos. Todo va bien.

—¿Dónde vamos? —pregunté.

—A casa de sir Montagu Córner, en Chiswick. Quiero saber algo más acerca de esa llamada telefónica.

Capítulo XV

Sir Montagu Córner

Eran cerca de las diez cuando llegamos a la magnífica mansión de sir Montagu Córner, en Chiswick. Nos introdujeron en un vestíbulo de bellísimo artesonado. A la derecha vimos el comedor, cuya brillante mesa estaba alumbrada con candelabros.

—¿Tienen ustedes la bondad de seguirme?

El criado nos hizo subir una magnífica escalera y nos guió hasta una amplia habitación del primer piso.

—Monsieur Hércules Poirot —anunció.

Nos encontrábamos en una vasta y hermosa habitación. Las lámparas, cuidadosamente veladas, le daban un aspecto de acogedora antigüedad. En un ángulo, y cerca de una de las abiertas ventanas, había una mesa de bridge, alrededor de la cual estaban sentadas cuatro personas. Al entrar nosotros, una de ellas se levantó y vino a nuestro encuentro. Era sir Montagu Córner.

—Me alegro mucho de conocerle personalmente, monsieur Poirot.

Yo miré con interés al aristócrata. Tenía aspecto de verdadero judío, con sus ojos menudos e inteligentes y su tupé cuidadosamente arreglado. Era de estatura mediana (mediría metro sesenta y cinco, aproximadamente) y de afectuosos modales.

—Les presento a míster y a mistress Widburn...

—Ya nos conocemos —dijo orgullosamente mistress Widburn.

—...y a míster Ross —siguió haciendo presentaciones sir Montagu. El llamado Ross era un joven de unos veintidós años, de rostro simpático y rubios cabellos.

—Les pido mil perdones por haber interrumpido su juego —dijo Poirot.

—De ninguna manera. No habíamos hecho más que preparar las cartas.

—Tomará usted un poco de café, ¿verdad, monsieur Poirot?

Poirot se excusó, pero aceptó un coñac añejo, que nos fue servido en unas altísimas copas.

Cuando las hubimos vaciado, sir Montagu Córner empezó a hablar de distintas cosas, de pintura japonesa, de lacas chinas, de tapices persas, de los pintores impresionistas franceses, de música moderna y de las teorías de Einstein.

Cuándo terminó su peroración, se recostó en la butaca y paseó sobre el auditorio su bonachona mirada. Se le veía encantado de su gran talento. En la tenue luz parecía como una especie de genio medieval. A su alrededor veíanse por todas partes exquisitos detalles de arte y cultura.

—Ahora, sir Montagu —dijo Poirot—, si no fuera abusar de su bondad, quisiera que habláramos del asunto que ha motivado mi visita.

Sir Montagu movió la mano, diciendo:

—Pero eso no corre prisa. Además, hay tiempo de sobra para ello.

—Siempre hay tiempo para todo en esta casa —suspiró mistress Widburn—. ¡Se encuentra uno tan bien en ella!

—Yo —dijo sir Montagu— no viviría en Londres ni por un millón de libras. Tengo en esta casa una sensación de agradable apartamiento, de paz. ¡Ay!, de esa paz que hemos alejado de nosotros en estos tristes días de grosero materialismo.

Un impío pensamiento cruzó por mi mente. Me hizo el efecto de que si alguien se llegaba a sir Montagu y le ofrecía un millón de libras, aquel bendito apartamiento y aquella deliciosa paz se irían al diablo. Pero en seguida alejé de mí aquellas heréticas ideas.

—Después de todo, ¿qué es el dinero? —murmuró mistress Widburn.

—¡Ah! —murmuró pensativamente su marido, haciendo sonar distraídamente algunas monedas en su bolsillo.

—¡Archie! —dijo ceñudamente la señora.

—Perdonen ustedes —dijo el increpado Archie, y guardó silencio.

—Realmente —dijo Poirot—, hablar de un crimen en esta atmósfera de arte sería una falta imperdonable.

—Eso, no —aseguró sir Montagu, haciendo un gracioso movimiento con su mano—. Un crimen puede ser muy bien una obra de arte, y, desde luego, el detective, un artista. No hablo, claro está, de la Policía. Precisamente, hoy ha estado a visitarme un inspector, un tipo la mar de curioso. Figúrese que nunca había oído hablar de Benvenuto Cellini.

—Supongo que habrá venido para hablar de Jane Wilkinson, ¿verdad? —preguntó curiosamente mistress Widburn.

—Ha sido una verdadera suerte para esa señora haber estado anoche aquí —dijo Poirot.

—Así parece —asintió sir Montagu—. Estuve hablando con ella, y además de hermosa, es inteligente. Haré por ella cuanto pueda; aunque estaba dispuesta a ser su propia empresaria, parece que al fin seré yo quien se preocupe de su carrera.

—La verdad es que esa mujer tiene mucha suerte —dijo mistress Widburn—. Se hubiera muerto sin verse libre de su marido, y de pronto alguien va y le quita esa preocupación. Ahora sí que podrá casarse con el duque de Merton. Ese casamiento es la comidilla del día. Por cierto, que la madre del duque está indignadísima.

—Jane Wilkinson me produjo una excelente impresión —dijo sir Montagu—. Hizo algunas observaciones muy inteligentes sobre arte griego.

Sonreí. Me imaginaba a Jane diciendo: «Sí.» «No.» «Es realmente

maravilloso», con su calidad y mágica voz. Sir Montagu debía de ser de esas personas para quienes la suprema inteligencia consiste en seguir con gran atención y meticulosidad sus propias observaciones.