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—Lord Edgware era un tipo muy raro —dijo míster Widburn—. Estoy seguro que ha dejado un sinfín de enemigos.

—¿Es verdad, monsieur Poirot, que alguien le clavó un cuchillo en la nuca? —preguntó mistress Widburn.

—Nada más cierto. Fue un trabajo realizado con la mayor destreza y eficacia, algo verdaderamente científico.

—Ya aparece en usted el artista, monsieur Poirot —dijo sir Montagu.

—Ahora le agradecería que tratásemos del objeto de mi visita —dijo Poirot—. Al parecer, llamaron por teléfono a lady Edgware mientras estaba cenando. Respecto a esa llamada, quisiera algunos informes y espero que me permitirá interrogar a sus criados.

—¡No faltaba más! Ross, ¿quiere hacer el favor de tocar usted mismo ese timbre? —y le indicó un pequeño botón que estaba al alcance de la mano del joven.

Inmediatamente apareció un criado. Era un hombre de cierta edad, de aspecto eclesiástico.

Sir Montagu le explicó lo que se esperaba de él. El sirviente se volvió hacia Poirot con atenta cortesía.

—¿Haría usted el favor de decirme quién contestó a la llamada telefónica? —preguntó mi amigo.

—Yo mismo. El teléfono está en el vestíbulo, en una cabina.

—La persona que llamó por teléfono, ¿con quién dijo que deseaba hablar, con lady Edgware o con miss Jane Wilkinson?.

—Con lady Edgware, señor.

—¿Me podría decir con exactitud cuáles fueron sus palabras?

El criado reflexionó un momento.

—Al ponerme al aparato, recuerdo que dije: «Dígame.» Una voz preguntó si era Chiswick 43434. Contesté afirmativamente. Entonces me dijeron que aguardase un momento. Inmediatamente, otra voz volvió a preguntar si era Chiswick 43434, y volví a decir que sí. Entonces me preguntó: «¿Está lady Edgware?» Yo contesté que la señora estaba cenando. La voz añadió: «¿Quiere hacer el favor de llamarla? Deseo hablar con ella» Fui al comedor a avisar a la señora, que se levantó y vino al teléfono.

—¿Y luego?

—Cogió el aparato y dijo: «Dígame. ¿Con quién hablo?» Luego la oí decir «Sí, muy bien; yo soy lady Edgware.» En aquel momento iba yo a retirarme, pero la señora me llamó y me dijo que habían cortado la comunicación, y añadió que al colgar el aparato se habían reído. Me preguntó si la persona que había telefoneado había dado su nombre. Le contesté que no. Eso fue todo.

—¿Cree usted, monsieur Poirot, que la llamada telefónica tiene que ver algo con el asesinato? —preguntó mistress Widburn.

—No se puede decir de momento. No es más que un detalle.

—A lo mejor fue alguien que quiso gastarle una broma; a mí me pasó una vez.

C’est toujours possible, madame.

—¿Se fijó usted si la voz de la persona que llamó era de hombre o de mujer?

—Creo que era de mujer.

—¿Qué clase de voz era, fuerte o suave?

—Era suave y clara —se detuvo un momento—. Tal vez me equivoque, pero me hizo el efecto de que era extranjera por lo que arrastraba las erres.

—A lo mejor era una voz escocesa, Donald —dijo mistress Widburn dirigiéndose al joven Ross.

—No puedo ser yo el culpable; estaba en el banquete —replicó éste.

Poirot se dirigió de nuevo al criado.

—¿Cree usted que reconocería aquella voz si la oyese de nuevo? El hombre dudó.

—No puedo asegurarlo, señor. Sin embargo, creo que la reconocería

—Muchas gracias.

—A sus órdenes, señor.

El fámulo inclinóse y se retiró majestuosamente.

Sir Montagu siguió desempeñando su papel de viejo hidalgo. Nos pidió que nos quedásemos a jugar al bridge. Yo me excusé por mi desconocimiento del juego, ya que es una cosa que nunca me ha tentado. El joven Ross cedió su puesto a Poirot y la velada terminó con un excelente beneficio financiero para Poirot y sir Montagu.

Dimos las gracias a nuestro huésped y nos retiramos. Ross vino con nosotros.

—¡Qué hombrecillo más extraño es ese sir Montagu! —dijo Poirot mientras caminábamos por la carretera.

La noche era muy hermosa y decidimos ir andando hasta encontrar un taxi, en lugar de pedirlo por teléfono.

, es un hombrecillo extraño —repitió Poirot.

—Es un riquísimo hombrecillo —dijo Ross.

—Lo supongo.

—Parece que se interesa algo por mí —habló el joven—. Su ayuda me serviría de mucho; con la protección de un hombre como ese se puede hacer fortuna

—¿Es usted actor, míster Ross?

Respondió afirmativamente. Pareció ofenderle que su nombre no nos fuese conocido. Al parecer, recientemente había logrado algún renombre en la interpretación de cierta obra tenebrosa traducida del ruso.

Cuando, por fin, le hubimos calmado, Poirot le preguntó distraídamente:

—Sin duda, usted conocería a Charlotte Adams, ¿verdad, míster Ross?

—No, no la conocía. Me he enterado de su muerte, esta noche, por los periódicos, debida a una excesiva dosis de no sé qué droga. Es realmente estúpido lo que les pasa a todas las artistas jóvenes con las drogas.

—Es una verdadera lástima... Era una muchacha muy inteligente.

—Creo que sí.

Fuera de sí mismo, al joven no le preocupaban gran cosa los demás.

—¿La vio usted trabajar alguna vez? —le pregunté yo.

—No. La clase de trabajo que hacía no me interesaba Ahora parece que le ha dado a la gente por entusiasmarse por él, pero supongo que no durará mucho.

—Aquí viene un taxi —dijo Poirot, y le hizo seña para que se detuviese.

—Yo seguiré andando —dijo Ross—. En Hammersmith tomaré el Metro hasta mi casa —de pronto, se echó a reír nerviosamente—: Mala cosa esa cena de anoche.

—¿Por qué?

—Fuimos trece a la mesa porque alguien faltó. Hasta el final de la cena no nos dimos cuenta.

—¿Quién será, pues, el primero que se irá al otro mundo? —le pregunté.

Soltó una risita nerviosa y contestó:

—Yo.

Capítulo XVI

Una importante discusión

Al llegar a casa encontramos a Japp, que nos estaba esperando.

—No sabía qué hacer y he pensado: voy a ir a charlar un rato con el amigo Poirot —dijo alegremente.

Eh bien, ¿cómo anda eso del crimen?

—Desgraciadamente, no tan bien como quisiera —mostrábase desesperanzado—. ¿Puede usted ayudarme algo, Poirot?

—Tengo algunas ideas que tal vez le interesen —dijo mi amigo.

—A usted siempre se le ocurre algo, aunque a veces... Bueno; eso no significa que no quiera escucharlas, al contrario. Siempre he dicho que tiene usted un cerebro como pocos.

Poirot agradeció fríamente el cumplido.

—Quisiera saber, Poirot —siguió el inspector—, ¿qué piensa de las dos ladies Edgware? ¿Tiene usted idea de quién fue la que estuvo en Regent Gate?

—De eso mismo, precisamente, quería hablarle yo —y en seguida le preguntó a Japp si había oído hablar alguna vez de Charlotte Adams.

—Me suena el nombre; pero, de momento, me es imposible recordar de quién se trata. Poirot se lo explicó.

—¿Una transformista? ¿Y qué tiene que ver esa transformista en el asunto que nos interesa?

Poirot relató minuciosamente todo cuanto habíamos hecho y la conclusión a que habíamos llegado.

—Sí, parece que tiene usted razón; todo coincide; vestido, sombrero, guantes, y, además, la peluca... Sí, sí, no hay duda; debe de ser eso. La verdad es que es usted un lince, amigo Poirot. No existen palabras capaces de expresar lo que es usted. Pero de todas maneras, su hipótesis me parece algo fantástica. No es por alabarme, pero tengo más experiencia que usted. Respecto a lo que dice de que existe un hombre entre bastidores en este asunto, la verdad, no lo creo. Que Char-lotte Adams fuese la mujer que se presentó en Regent Gate, sí es posible; es más: estoy casi convencido de que sucedió como usted dice. Pero si esa Charlotte Adams fue allí, lo haría probablemente con algún interés personal. Tal vez sé trataba de un chantaje, y en este caso se comprenden perfectamente sus palabras de que iba a tener mucho dinero. Ella debió ir a ver a lord Edgware, y una vez juntos, discutirían. Lord Edgware la debió ofender, y entonces la mujer perdió la cabeza y lo mató. Al llegar a su casa sentiríase moralmente deshecha, porque su intención no había sido nunca la de asesinarlo, y (supongo yo que fue así) se tomó una fuerte dosis de veronal para terminar con sus remordimientos.