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—Poirot, ¿suponías verdaderamente que Bryan Martin renunciaría a las pesquisas para averiguar la extraña persecución de que fue objeto en América?

—Ya me lo has oído decir, Hastings.

—Sí, pero...

—¿Quieres ahora saber quién es la misteriosa muchacha a quien tenía que consultar? —él sonrió—. Tengo una idea, amigo mío, que proviene, como te dije, de ese detalle del diente de oro, y si no es equivocada, sé quién es la muchacha. Sé por qué no permite a míster Martin que me confíe el asunto; en fin, sé la verdad de todo ese suceso. Y también podrías tú conocerla si quisieras emplear las células grises que te dio Dios. Aunque a veces creo que por descuido te dejó sin ellas.

Capítulo XVIII

El duque de Merton

No me propongo describir la encuesta realizada para el esclarecimiento de la muerte de lord Edgware ni para la de Charlotte Adams. En el caso de Charlotte, el veredicto fue de muerte por imprudencia; el de lord Edgware fue aplazado hasta saberse el resultado de la autopsia. Por el análisis del estómago se determinó que la muerte tuvo lugar, una hora después de la comida; a lo sumo, dos. De lo cual se desprendía que había muerto entre las diez y las once de la noche. Pero lo más probable es que fuese a las diez.

Ninguno de los datos de la suplantación de Jane Wilkinson, llevada a cabo por Charlotte Adams, fue mencionado. Por una declaración del criado, publicada en la prensa, la impresión general fue que éste era el asesino. Su relato acerca de la visita nocturna de Jane Wilkinson se consideró como una impúdica invención, pues nada se dijo de lo que había confirmado la secretaria. Los periódicos llenaron columnas enteras con todo lo referente al crimen. Pero dijeron muy poco verídico.

Entre tanto, Japp trabajaba activamente. Me molestaba un poco la actitud pasiva de Poirot. La sospecha de que el hacerse viejo influía en ello cruzó varias veces por mi mente. Él se excusaba:

—A mi edad deben ahorrarse las molestias.

—Cualquiera diría que eres tan viejo —protesté.

Me pareció que necesitaba un estimulante. Un tratamiento de la voluntad por medio de la sugestión, que, según creo, es el procedimiento más moderno.

—Pero, ¡hombre de Dios, si estás más fuerte que nunca! —dije seriamente—. En pleno vigor. En la flor de la vida. Si tú quisieras, podrías resolver ese caso con la mayor facilidad.

Poirot dijo que prefería resolverlo sentado en casa.

—Pero eso no puede ser, Poirot.

—Del todo no, es verdad.

—Bueno; lo cierto es que nosotros no hacemos nada, mientras que Japp está haciendo demasiado.

—Lo cual me va a mí estupendamente bien.

—Pues a mí no. Yo quisiera que hicieras algo.

—Ya lo estoy haciendo.

—¿Qué haces?

—Espero.

—Esperas, ¿qué?

Pour mon chien de chasse me rapporte le gibier —replicó Poirot.

—¿Qué quieres decir?

—Me refiero al buen Japp, ¿sabes? ¿Para qué pasarse el tiempo ladrando teniendo un perro? Japp nos traerá aquí el resultado de su energía física, que tanto admiras tú. Tiene a su alcance un sinfín de medios de los que yo carezco. No dudes que vendrá muy pronto a traernos noticias.

Era cierto que a fuerza de persistentes investigaciones, Japp nos había proporcionado, lentamente, materiales deductivos.

Algunos días después volvió de París. Parecía muy satisfecho de sí mismo.

—Es un trabajo lento —dijo—; pero al fin hemos conseguido algo.

—Le felicito. ¿Qué han descubierto?

—Parece que una señora rubia depositó una caja de vestidos en la consigna de la estación de Euston a las nueve de la noche del día del crimen. Les han mostrado la caja de miss Adams a los testigos y la han reconocido.

—¡Ah, Euston! Sí, es la estación más cercana a Regent Gate. Sin duda, fue allí para disfrazarse en uno de los retretes, dejando luego la caja en la consigna. ¿Cuándo volvió a buscarla?

—A las diez y media. Dice el empleado que la recogió la misma señora.

Poirot movió la cabeza

—Y también me he enterado de algo más —dijo el inspector—. Charlotte Adams estaba en el Lion's Corner House, del Strand.

Ah, c'est tres bien ça! ¿Cómo se ha enterado?

—Realmente, ha sido por casualidad. Ya sabe usted que se dijo algo en los periódicos acerca de la cajita con las iniciales de rubíes. Un periodista escribió un artículo acerca de las numerosas artistas, la mayoría de ellas muy jóvenes, que toman drogas. Lo publicó un diario en su edición dominical, ilustrado con la fatal cajita del mortífero contenido y la patética figura de una joven en la flor de la edad. En dicho artículo explicaba cómo pasó la última noche de su vida la infeliz muchacha y una infinidad de detalles más. Parece que una camarera de la Córner House leyó esa información y recordó que una señora a la que sirvió la noche del crimen tenía una caja así en la mano, con las iniciales C. A. en la tapa. Muy excitada, empezó a contárselo todo a sus amigos. Tal vez algún diario le daría algo por aquella noticia. El caso es que un joven periodista se enteró y escribió un artículo que aparecerá esta noche en el Evening Shriek. Serán, seguramente, novelerías como éstas: «Las últimas horas de la inteligente actriz... Esperando al hombre que no llega... Una camarera advierte que algo extraño le pasa.» En fin, ya sabe usted, Poirot, cómo hinchan los sucesos los periodistas.

—¿Y cómo ha llegado a usted tan pronto esa noticia?

—Es que estamos en muy buenas relaciones con el Evening Shriek. Vino a traérmela en persona ese joven periodista, tan pronto como llegó a su conocimiento. Inmediatamente después corrí a la Córner House.

Sentí gran lástima por Poirot. Allí estaba Japp con todas aquellas noticias nuevecitas, cuyos detalles, probablemente, tendrían un gran valor, mientras que Poirot debía conformarse con las noticias ya atrasadas.

—He hablado con la camarera de la Córner House —siguió el inspector—, y no creo que haya motivo para dudar de su declaración. No ha podido reconocer a Charlotte Adams en la fotografía, pues, según dice, no distinguió claramente el rostro de la señora. Asegura que era joven, morena, delicada y que vestía muy bien. Llevaba uno de esos sombreros ladeados de última moda. Ojalá las mujeres se fijaran un poco más en la cara y menos en los sombreros.

—El rostro de miss Adams no era fácil de observar —advirtió Poirot—. Tenía una gran movilidad.

—Creo que tiene usted razón, aunque no me he detenido en tales detalles. Según dice la camarera, la señora iba vestida de negro, y llevaba una caja de las que se emplean para los vestidos. Se fijó particularmente en eso, porque le chocó que una señora tan elegante llevase una caja así. Dice que pidió revoltillo de huevos y café, aunque, en realidad, ella supone que esperaba a alguien, pues no hacía más que mirar su reloj de pulsera Cuando la llamó para abonar el gasto fue cuando se fijó en la cajita de oro. La señora la sacó del bolso, la dejó encima de la mesa y se quedó mirándola. Luego la abrió y la volvió a cerrar, sonriendo pensativamente. La muchacha se fijó en la caja porque le pareció muy linda: «Me gustaría tener una cajita como aquélla, con mis iniciales en rubíes», me dijo. Según parece, miss Adams, después de haber pagado la cuenta, todavía permaneció sentada largo rato. Al fin, miró una vez más el reloj, se levantó y se fue.

Poirot seguía serio.

—Era un rendez-vous —murmuró—, un rendez-vous con alguien que no acudió. ¿Encontró Charlotte Adams más tarde a esa persona? ¿O bien no la halló y entonces se fue a su casa y trató de detenerla? ¡Cómo me gustaría saberlo! ¡Oh, sí, me gustaría mucho!