—Su teoría de que en el fondo de todo esto existe un hombre misterioso es un mito, Poirot. No digo yo que la joven no estuviese esperando a alguien después de terminado satisfactoriamente el asunto que la llevó a casa de lord Edgware. Respecto a ese asunto, ya sabemos el resultado: que perdió la cabeza y lo apuñaló. Pero como no era de las que pierden la cabeza mucho tiempo, se quitó el disfraz en la estación y acudió a la cita. Entonces sufrió la reacción natural, horrorizándose de lo que había
hecho, y al convencerse de que el esperado no iría, se sintió anonadada. Debía de haber alguien más enterado de su visita a Regent Gate aquella noche; por eso, presintiendo la persecución de la Justicia, saca la cajita de veronal, toma una fuerte dosis y todo termina. Por lo menos no la ahorcarán. Esto está claro como el agua.
Poirot se acarició el bigote.
—No hay ninguna prueba de que en el fondo de este asunto haya ningún hombre —siguió Japp con la ventaja alcanzada en sus últimas pesquisas—. No he descubierto todavía las relaciones que existían entre esa muchacha y lord Edgware, pero lo conseguiré; es sólo cuestión de tiempo. En París no he podido descubrir nada importante; son nueve meses los que han pasado desde que lord Edgware estuvo allí. De todas maneras, he dejado a uno de mis hombres para que haga ciertas investigaciones. Quizá haya descubierto algo ya. Sé que usted no es de mi parecer, pero la verdad es que tiene la cabeza muy dura.
—Hombre, no creo que tenga derecho a insultar a mi cabeza.
—No he querido ofenderle; es una simple expresión —dijo Japp suavemente.
Se levantó para irse, y cuando estaba ya junto a la puerta, se volvió y dijo con irónica suficiencia:
—¿Manda usted algo, Poirot?
Mi amigo, sonriendo, le contestó:
—Hombre, tanto como mandar, no; pero, en cambio, puedo hacerle una indicación:
—Venga, suéltela.
—Haga un llamamiento a todos los chóferes de taxi para que se presente ante usted aquel cuyo coche fue alquilado la noche del crimen, hacia las once menos veinte, por una señora o, probablemente, por dos... Sí, eso es, por dos personas, en las inmediaciones de Covent Garden, para ir a Regent Gate.
Japp le miró atentamente cerrando un ojo. Parecía un vivaracho foxterrier.
—¿Qué se propone usted? —añadió en seguida—: Bueno, bueno, lo haré; no se pierde nada con ello. Después de todo, cuando usted lo dice, será verdad.
En cuanto Japp hubo salido, Poirot se puso en pie y empezó a cepillarse el sombrero.
—¿Quieres alcanzarme la bencina? Esta mañana me ha caído un pedazo de tortilla en la manga de la americana.
Se la di.
—Desde luego —le dije—. No pienso hacerte ninguna pregunta, sé que es inútil; pero ¿crees realmente que se va a lograr algo con ese aviso?
—Mon ami, de momento sólo me interesa vestirme. Perdona que te lo diga —añadió poco después—, pero tu corbata no me gusta nada.
—Pues es muy bonita.
—Tal vez; pero te ruego que te la cambies y que te cepilles la manga derecha.
—¿Es que acaso vamos a visitar al rey Jorge? —pregunté irónico.
—No; pero he leído esta mañana que el duque de Merton ha vuelto a Merton House, y como es uno de los principales miembros de la aristocracia inglesa, creo que debes concederle ese honor.
—¿Por qué vamos a visitar al duque de Merton?
—Necesito verle.
Fue lo único que pude sacar de él. Cuando mi atavío fue lo suficientemente elegante para el crítico ojo de Poirot, salimos.
En Merton House el portero preguntó a Poirot si había sido citado por el duque. Poirot contestó negativamente. En vista de lo cual, el portero fue a llevar la tarjeta. Poco después volvió, diciendo que su excelencia lo sentía mucho, pero que estaba muy cansado aquella mañana. Poirot se sentó en una silla.
—Tres bien! —dijo—. Esperaré todo el tiempo que sea necesario.
No fue preciso, porque, como el medio más rápido de verse libre del importuno visitante era recibirlo, Poirot fue introducido a presencia del caballero a quien deseaba ver.
El duque tendría unos veintisiete años. Era delgado, enfermizo, y su aspecto, sumamente simpático. Tenía un cabello inverosímilmente fino y unas entradas tan enormes, que hacían el efecto de prematura calvicie; su boca era pequeña, con un amargo rictus, y sus ojos, vagamente soñadores. En la habitación veíanse diversos crucifijos y distintas obras de arte religioso. Un estante de libros parecía no contener más que obras teológicas. Daba la impresión de ser un tendero más bien que un duque. Sabíamos que había sido educado en su propio hogar, debido a lo deficiente de su naturaleza. Tal era el hombre que estaba a punto de ser presa de Jane Wilkinson. Era un tipo realmente cómico.
Fue muy poco cortés el recibimiento que nos hizo.
—Tal vez conozca usted mi nombre —empezó Hércules Poirot.
—NO me es familiar.
—Pues me dedico a estudiar la psicología del crimen.
El duque guardaba silencio. Estaba sentado ante una mesa escritorio, sobre la cual había una carta sin terminar, y golpeando la mesa con la mano, impacientemente.
—¿Por qué razón tiene usted tanto empeño en verme? —preguntó fríamente.
Poirot estaba sentado frente a él, de espaldas a la ventana.
—Actualmente investigo las circunstancias que concurrieron en la muerte de lord Edgware.
Ni un músculo del enfermizo lord se movió.
—¿Sí? Pues yo no estoy relacionado en absoluto con ese crimen.
—Es verdad; pero, en cambio, lo está con la esposa de lord Edgware, Jane Wilkinson, ¿verdad?
—Así es.
—También debe estar enterado de que se supone que ella tenía grandes motivos para desear la muerte de su marido.
—No estoy enterado de nada semejante.
—Quisiera hacerle a usted una pregunta, excelencia, que acaso sea un poco indiscreta. ¿Puede usted decirme si piensa casarse con Jane Wilkinson?
—Cuando vaya a casarme con alguien, el hecho se anunciará en los periódicos. Considero su pregunta como una impertinencia —y levantándose, dijo—: Muy buenos días.
Poirot también se levantó. Parecía turbado; inclinó la cabeza, murmurando:
—No he querido decirle... Je vous demmande pardon...
—Buenos días —repitió el duque.
Esta vez Poirot se irguió, hizo un gesto de desesperación y salimos.
Era una retirada ignominiosa. Lo sentí por mi amigo; su orgullo no quedaba muy bien parado. Para el duque de Merton, un detective era, sin duda, menos que un escarabajo.
—No ha salido muy bien la cosa —dije con simpatía—. Ese hombre es testarudo como un tártaro. ¿Qué querías saber de él realmente?
—Pues si es verdad que va a casarse con Jane Wilkinson.
—Ella ya nos lo dijo.
—Ella lo dijo, sí; pero esa mujer es de las que dicen cualquier cosa para lograr lo que les conviene. Podía muy bien haber decidido casarse con él sin que el pobre hombre estuviera enterado de ello.
—Pues te ha echado de casa con un buen rapapolvo.
—Me ha contestado como lo hubiese hecho a un periodista —Poirot se rió entre dientes—. Pero yo he logrado lo que quería. Ahora ya sé exactamente lo que hay de cierto respecto a ese matrimonio.
—¿Cómo lo sabes? ¿Lo has adivinado por sus maneras?
—No, hombre, no. ¿Te habrás fijado que estaba escribiendo una carta?
—Sí.
—Eh bien, en mi juventud, cuando estaba en la Policía belga, aprendí, porque es utilísimo, a leer la letra manuscrita puesta al revés. De modo que puedo repetirle lo que decía esta carta. Óyelo: «Queridísima mía: No puedo, me es imposible esperar tantos meses. Jane, ángel mío, adorada mía, ¿cómo voy a decirte lo que tú eres para mí? ¡Y has sufrido tanto!... Tu hermosa alma...»
—¡Poirot! —grité escandalizado.