—Pues, sencillamente, para casarme otra vez. ¿Qué otra razón podía tener?
—Pero un divorcio es fácil de obtener.
—Usted no conoce a mi marido, monsieur Poirot. Es..., es... —se estremeció—. No sé cómo explicarlo. Es un hombre extraño, distinto por completo de los demás —hizo una pausa y continuó—: No debí casarme con él. Su primera mujer, como usted ya sabe, se le marchó, dejando una niña de tres meses. Nunca se quiso divorciar de ella y la dejó morir miserablemente. Luego se casó conmigo y... Bueno, yo tampoco pude aguantarle y le dejé, marchándome a Estados Unidos. Como no tenía ningún motivo para divorciarme, aunque a él se los había dado yo más que sobrados, no quiso hacer el menor caso.
—En algunos Estados de Norteamérica le hubiera sido fácil conseguir el divorcio, señora
—No me convenía, teniendo que vivir en Inglaterra.
—¿Tiene usted necesidad de vivir en Inglaterra, lady Edgware?
—Sí.
—¿Con quién piensa casarse?
—Con el duque de Merton.
Me quedé asombrado. El duque de Merton era la desesperación de las madres casamenteras. Era un joven de tendencias románticas, ferviente católico, y estaba dominado completamente por su madre, la duquesa viuda. Aquel joven se dedicaba, como distracción principal, a coleccionar porcelanas chinas, y nunca se había fijado en una mujer.
—Estoy enamoradísima de él —continuó Jane—. Es completamente distinto a todos los hombres que he encontrado hasta ahora; parece un monje de leyenda. Además tiene un palacio maravilloso —se detuvo un momento y siguió—: En cuanto me case dejaré el teatro para siempre.
—Pero por ahora —dijo Poirot— lord Edgware es una barrera para
todos esos ensueños.
—¡Oh, sí!, y eso me vuelve loca —se inclinó pensativa—. Si al menos estuviésemos en Chicago, podría hacerle «despachar» fácilmente; pero aquí es imposible encontrar un pistolero.
—Aquí —dijo Poirot— creemos que todo ser humano tiene derecho a la vida.
Se oyó un golpe en la puerta y entró un camarero con las bandejas de la cena. Jane Wilkinson siguió discutiendo como si no hubiese nadie.
—Claro que yo no voy a pedirle que le mate.
—Merci, madame.
—Yo pensaba que usted podría ir a discutir hábilmente con él hasta meterle en el cerebro la idea del divorcio. Eso creo que lo lograría
usted.
—Me parece que exagera mi poder de persuasión, señora.
—No; y estoy segura de que usted hará algo —se inclinó ávidamente hacia adelante, con sus azules ojos muy abiertos— por mi felicidad, ¿verdad?
—Me gustaría poder hacer la felicidad de todo el mundo —dijo Poirot.
—Sí; pero yo no le pido que haga la de todo el mundo; yo sólo pienso en mí.
—Me parece que usted siempre ha pensado así —dijo Poirot, sonriendo.
—¿Me cree usted acaso egoísta?
—¡Oh!, no digo eso, señora.
—Si antes he hablado así es porque no quiero ser desgraciada. Lo único que quiero es que me conceda el divorcio o que se muera. En
realidad -dijo pensativamente—, sería mejor que se muriese; así me vería antes libre de él —miró a Poirot, como si esperase su asentimiento—. Querrá usted ayudarme, ¿verdad, monsieur Poirot? —se puso en pie y cogió su blanco abrigo. Se oían voces en el corredor. La puerta estaba entreabierta—. Si usted no quiere...
—Y si yo no quiero, ¿qué pasará? Se echó a reír.
—Pues que cogeré un taxi, me llegaré hasta la casa de mi marido y una vez allí le pegaré cinco tiros.
Riendo, salió por una puerta hacia otra habitación en el momento en que Bryan Martin entraba con la americana Charlotte Adams, su acompañante y las otras dos personas que habían cenado con él y Jane Wilkinson. Nos los presentaron como míster y mistress Widburn.
—¡Hola! —dijo Bryan—. ¿Dónde está Jane? Deseo decirle que salí triunfante de la comisión que me encargó.
Jane salió de la alcoba con un lápiz para los labios en una mano.
—¿La has podido traer? ¡Qué estupendo! ¡Oh, miss Adams! Me ha gustado muchísimo su trabajo. ¿Quiere usted entrar, que hablaremos mientras me arreglo?
Charlotte Adams aceptó la invitación. Bryan Martin se dejó caer sobre una silla.
—Bueno, monsieur Poirot —dijo—, ya ha sido convencido por nuestra Jane para que trabaje para ella. Tarde o temprano hubiese usted terminado por ceder. Jane es una mujer que no conoce la pala-bra «no». Es un carácter interesante —siguió, sacando un cigarrillo—; para ella no hay nada tabú: no tiene el menor sentido moral. Esto no significa, precisamente, que sea inmoral; la verdadera palabra creo que es «amoral». Su vida sólo tiene por objeto lograr todo lo que desea. Estoy seguro de que mataría a cualquiera con la mayor tranquilidad, y creería que se cometía una injusticia si la condenasen a la horca por ello. Lo peor es que la cogerían en seguida, pues no tiene el menor cerebro. Para cometer un crimen, seguramente cogería un taxi, y en cuanto llegase a la casa se anunciaría por su verdadero nombre y dispararía.
—¿Qué le hace creer eso? —murmuró Poirot.
—¿Qué?
—¿La conoce usted bien?
—¡Ya lo creo!
Rió de nuevo, pero me pareció que esta vez en su risa había una nota amarga.
—Jane es una egoísta —dijo mistress Widburn—. Claro está que una actriz debe serlo si quiere hacerse una personalidad.
Poirot no hablaba Tenía la vista clavada en Bryan Martin, mirándole de una manera incomprensible.
En aquel momento Jane salió de la habitación próxima, seguida de Charlotte Adams. Supuse que Jane se había arreglado, aunque me pareció que estaba lo mismo que antes.
La cena transcurrió alegremente, si bien yo notaba que había algo que no entendía.
Jane Wilkinson no tenia la menor sutileza. Era una mujer joven que no sabía ver más de una cosa a la vez. Quiso tener una entrevista con Poirot y en seguida lo consiguió. Luego deseó incluir a Charlotte Adams en la cena y también lo consiguió; por tanto, estaba del mejor humor del mundo. Después me fijé en Bryan Martin. Sus gestos eran ampulosos, muy propios de un actor de cine. Charlotte Adams era una muchacha tranquila y de agradable voz. La miré detenidamente, ya que tuve la suerte de tenerla frente a mí. Tenía un encanto raro que consistía en la carencia de estridencias. Sus cabellos eran suaves y negros; sus ojos, azul claro; el rostro, pálido, y una boca movible y sensual. Era un rostro que se hacía fácil de recordar. Se mostraba encantada con las atenciones de Jane Wilkinson; pero de pronto, estando Jane hablando con Poirot, la mirada de Charlotte, que no se apartaba de la actriz, pareció llenarse de hostilidad. ¿Fue imaginación mía o acaso envidia profesional? Jane había llegado ya a la cumbre de la fama, mientras que Charlotte seguía al pie de ella; miré también a los otros tres comensales. Míster y mistress Widburn no tenían nada de particular. El era un hombre cadavérico; ella, gorda y extremosa. Parecían ser personas que se volvían locas por todo lo referente al teatro. No les gustaba hablar de nada más. Debido a mi reciente ausencia de Inglaterra me encontraba muy mal informado sobre aquel tema, y, al fin, mistress Widburn me volvió su carnosa espalda, no acordándose más de que yo existiese.
El único miembro restante de la reunión era el insignificante joven de la cara redonda, el acompañante de Charlotte Adams. A mí me pareció que el joven no era tan sensato como parecía. En cuanto empezó a beber champaña, mi idea se confirmó. Durante la primera parte de la cena permaneció silencioso; pero luego se dirigió a mí, tomándome, sin duda, por uno de sus viejos amigos.
—Lo que yo quiero decir —dijo— no es eso, no, amigo mío, no es eso... Yo quiero decir. ¿Qué haría usted si se encontrase con una muchacha como la que he encontrado yo, con unos padres de los más puritanos, ¡maldita sea!, y...? ¿Qué estaba diciendo?