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Y ante el asombro de todos, Poirot exclamó:

—Yo sí le creo a usted.

Capítulo XXII

El extraño comportamiento de Hércules Poirot

Estábamos en nuestras habitaciones.

—¿Por qué...? —empecé.

Poirot me detuvo con el gesto más extravagante que le había visto hacer. Con los brazos en alto, me dijo:

—Te lo ruego, Hastings, te lo ruego. Ahora no, ahora no. Y tras esto se puso el sombrero y salió de la habitación. Aún no había vuelto cuando, una hora más tarde, apareció Japp.

—¿Está fuera nuestro hombrecito? —preguntó. Asentí, mientras Japp se dejaba caer en una silla. Enjugóse la frente con un pañuelo, pues el día era caluroso.

—¿Qué diablos le pasó? —inquirió—. Le aseguro, capitán Hastings, que me hubiera hecho caer de un soplo cuando se dirigió a lord Edgware y le dijo: «Le creo.» Parecía como si estuviese actuando en un melodrama. Me dejó turulato.

Le contesté que a mí me había ocurrido lo mismo.

—Y ahora se va de casa —siguió Japp—. ¿Le ha contado a usted algo?

—Nada —repliqué.

—¿Nada?

—Absolutamente nada. Cuando le fui a hablar no me hizo caso. Creí que era mejor no molestarle. Al llegar aquí traté de interrogarle; pero agitó los brazos, cogió el sombrero y se marchó.

Nos miramos mutuamente. Japp se barrenó con un dedo la sien.

—Tal vez... —dijo.

En aquel momento yo estaba dispuesto a admitirlo. Japp había sugerido a menudo que Poirot estaba «chiflado». Claro que siempre era en los casos en que no entendía lo que Poirot iba a hacer. En el actual me vi obligado a confesar que no entendía la actitud de Poirot. Si no «chiflado», estaba, por lo menos, sospechosamente variable. En el mismo momento en que su propia teoría se confirmaba triunfalmente, la rechazaba.

Era para descorazonar a cualquiera. Moví la cabeza con desaliento.

—Siempre ha sido muy particular —dijo Japp—. Es un genio, lo admito. Pero los genios siempre están bordeando la línea de la chifladura, a punto de atravesarla a cada momento. Le gustan los casos difíciles. Un caso claro nunca es bueno para él. Ha de ser tortuoso. Y es que no le gusta la vida normal; por eso hace de la suya una especie de juego. Bueno, se habrá ido a buscar otra pista. Si las cosas salen bien, hasta es capaz de hacer trampa para volverlas más difíciles, más complicadas.

No sabía qué contestarle. Estaba demasiado turbado para poder pensar con claridad. También yo encontraba inexplicable la conducta de Poirot, y aunque apreciaba mucho a mi extraño amigo, me sentía en extremo molesto.

En medio de un profundo silencio entró Poirot en la habitación. Con alegría, vi que venía tranquilo.

Se quitó el sombrero muy cuidadosamente y lo dejó con el bastón sobre la mesa, sentándose en su sillón habitual.

—Me alegro de que esté usted aquí, amigo Japp. Deseaba verle lo antes posible.

Japp le miró sin contestar y aguardó a que Poirot se explicase. Mi amigo empezó a hablar lentamente.

Ecoutez. Japp. Estamos equivocados, completamente equivocados. Es triste admitirlo, pero hemos cometido un error.

—Está bien —dijo Japp.

—No, no está bien. Es una cosa deplorable y me entristece mucho.

—No se preocupe por ese joven. Tiene merecido todo cuanto le ocurre.

—No me preocupo por él, sino por usted.

—¿Por mí? No tiene usted que preocuparse por mí.

—No lo puedo remediar. ¿Quién fue el que le metió en ese lío? Hércules Poirot. Mais oui, yo le metí en ese enredo. He sido yo quien ha dirigido todo este asunto.

—Pero he sido, yo quien lo ha ejecutado todo —dijo fríamente—. Usted sólo me hizo algunas indicaciones.

Cela se peut, pero me consuela. Si algún perjuicio... Si perdiese usted su prestigio a causa de mis ideas..., me lo reprocharía toda la vida.

Japp parecía divertido. Creo que suponía que los pensamientos de Poirot no eran nada limpios. Debía de creer que sentía celos de la fama que le valdría haber esclarecido el caso.

—Eso está muy bien —dijo—. No me olvidaré de hacer constar lo que le debo a usted en el esclarecimiento de este suceso —y me hizo un guiño.

—¡Oh, no se trata de eso! —dijo Poirot impaciente—. No deseo fama. Es más, le diré que en este asunto nadie va a ganar la menor fama. Le espera a usted un fracaso, y precisamente yo, Hércules Poirot, soy la causa.

Ante su melancólica expresión, Japp estalló en carcajadas. Poirot le miró, enfadado.

—Perdone, Poirot —se enjugó los ojos—; pero tiene usted un aspecto tan cómico... Vamos, no se preocupe más de todo esto. Estoy dispuesto a cargar con la fama o con el descrédito que puedan derivarse de todo ello. Puede resultar esto último, tiene usted razón; pero, de todos modos, yo haré lo posible por procurarme una prueba de culpabilidad. Acaso un abogado hábil pudiera conseguir la absolución de lord Edgware, pues con el jurado todo es posible. Pero aun así no me resultaría ningún perjuicio. Se sabría que habíamos cogido al verdadero culpable, aunque no pudiéramos presentar una prueba palmaria.

Poirot le miró triste e indulgentemente.

—¡Siempre es usted optimista, siempre tiene confianza! Nunca se le ocurre preguntarse si una cosa puede ser o no. Nunca duda; mejor dicho, siempre piensa que todo es fácil.

—A usted le gusta complicarse la vida; a mí, no. Y muchas veces, permítame que se lo diga, se desvía usted. ¿Por qué motivo no puede ser fácil una cosa? ¿Por qué ha de haber perjuicio en una cosa sólo porque sea sencilla?

Poirot le miró, dio un suspiro y movió la cabeza.

C'est finí. No diré nada más.

—¡Estupendo! —dijo Japp cordialmente—. Y ahora, ¿quiere usted saber lo que he estado haciendo?

—¡Claro!

—Pues bien: vi a Geraldine, y la historia que me contó concuerda exactamente con la de lord Edgware. Sin duda él la instruyó sobre lo que tenía que decir; ella parece que le quiere mucho, pues se conmovió enormemente cuando se enteró de que había sido arrestado.

—¿Y la secretaria, miss Carroll?

—Se quedó muy sorprendida; por lo menos, así me lo pareció.

—Y de las perlas, ¿qué hay? —pregunté—. ¿Era verdad lo que nos contó?

—Totalmente. Las pignoró a la mañana siguiente muy temprano, pero no creo que eso influya en lo esencial del caso. Estoy seguro que el plan ya lo tenía madurado cuando fue al encuentro de su prima en la Ópera. Se le debió de ocurrir de pronto. Estaba desesperado y aquello era una solución. Supongo que meditaría algo por el estilo. Por eso llevaba la llave consigo. Cuando habló con su prima vio que mezclándola a ella en el asunto conseguiría él una mayor impunidad. Le habló, le insinuó lo de las perlas, se las ofreció ella y fueron a buscarlas. En cuanto entró ella en la casa, él la siguió y fue hacia la biblioteca, donde tal vez su tío estaría adormilado en la silla. En menos de dos segundos cometió el asesinato y salió de allí. Supongo que no desearía que la muchacha le sorprendiese dentro de la casa. Debió de querer fingir que había estado paseando de arriba abajo junto al taxi. El chófer tal vez creyera que se había ido a dar una vuelta mientras fumaba un cigarrillo. Recuerde usted que el taxi estaba en dirección contraria. Naturalmente, a la mañana siguiente tenía que pignorar las perlas, fingiendo que se encontraba necesitado de dinero. En cuanto oyó hablar del crimen, asustó a la muchacha para que ocultase la visita a la casa, debiendo decir que habían paseado juntos durante aquel entreacto en la Ópera.