Me aventuré, sin embargo, a exponerle una o dos objeciones a su teoría:
—Pero ¿cómo pudo ese hombre, sea quien sea, apoderarse de la carta? Miss Adams la sacó de su monedero y se la dio ella misma a su criada para que la echase al correo. La misma mujer nos lo dijo.
—Pues tenemos que creer una de esas dos cosas: o que la criada ha mentido o que durante aquella noche Charlotte se encontró con el asesino.
Moví la cabeza.
—Para mí —continuó Poirot—, lo último es lo más probable. Todavía no sabemos dónde estuvo Charlotte Adams durante el tiempo que pasó desde que salió de su casa hasta las nueve, hora en que fue a depositar la caja a la estación de Euston. Creo que durante ese tiempo se encontró con el asesino en algún lugar convenido, donde probablemente cenaron juntos. Él le debió de dar las últimas instrucciones.
En cuanto a lo que sucedió con la carta, eso no lo sabemos; sólo se pueden hacer conjeturas. Tal vez la llevase en la mano para echarla al correo y la dejó sobre la mesa del restaurante. Él debió leer la dirección, y presintiendo un peligro se apoderó de ella hábilmente; después, con cualquier excusa, abandonó la mesa y fue a leerla; rasgó la hoja y la volvió a dejar sobre la mesa o se la entregó al marcharse, diciéndole que se le había caído sin ella darse cuenta. La forma en que esto ocurrió no tiene importancia; lo que se ve claro es que Charlotte estuvo con el asesino aquella noche, antes del crimen o después, puesto que cuando salió de la Córner House había tiempo suficiente para una corta entrevista. Me figuro, aunque tal vez me equivoque, que fue el asesino quien le entregó la cajita de oro, quizá como recuerdo de su primer encuentro. Si así fue, el asesino es «D».
—No veo qué papel puede jugar en este asunto la cajita de oro.
—Óyeme, Hastings: Charlotte Adams no tomaba veronal. Lo afirma así su hermana, y yo lo creo. Era una muchacha inteligente y sensata, que no sentía ninguna inclinación por esas cosas. Ninguna de sus amigas ha visto esa caja. Ni siquiera su criada. Entonces, ¿cómo es que se encontró en su poder después de muerta? Sencillamente, para dar la impresión de que había tomado veronal y de que lo venía tomando desde hacía por lo menos seis meses. Pues bien: hay que suponer que se encontró con el asesino, aunque sólo fuese cinco minutos. Que bebieron juntos para celebrar el éxito de la broma y que en el vaso de la muchacha puso el suficiente veronal para impedir que se despertase a la mañana siguiente.
—Es horrible —dije estremeciéndome.
—Sí; no es muy agradable —afirmó Poirot secamente.
—¿Le vas a contar todo eso a Japp?
—De momento, no. ¿Qué podría decirle en concreto? El excelente Japp me contestaría que era un exceso de imaginación y que la muchacha había escrito en una hoja cualquiera. C'est tout.
Miré hacia el suelo. Poirot continuó:
—¿Qué le contestaría yo? Nada, puesto que es una cosa muy verosímil, aunque yo sé positivamente que no fue así, porque, sencillamente, es imposible —se detuvo un momento. Su rostro reflejaba preocupación—. Si ese personaje fuese metódico y ordenado, hubiese cortado la hoja en lugar de arrancarla, y de ese modo no nos hubiéramos dado cuenta de nada en absoluto.
—De lo cual tenemos que deducir que es un hombre descuidado —dije sonriendo.
—No; únicamente que debía de tener prisa ¡Oh! El tiempo le apremiaba de seguro —se detuvo otra vez, y luego prosiguió—: Supongo que te habrás fijado en una cosa. Ese «D» debe haberse procurado una excelente coartada para el caso de ser descubierto.
—No veo cómo se podía procurar una coartada si pasó el tiempo en Regent Gate cometiendo el crimen y luego con Charlotte.
—Precisamente —dijo Poirot—. Esto es lo que yo quiero decir. Necesita forzosamente una coartada, así es que debió de preparar una. Además, digo yo: ¿empieza realmente su apellido con D o simplemente esa D es la inicial de un sobrenombre por el cual ella le conocía? —se detuvo un momento y luego dijo lentamente—: Un individuo cuyo nombre o apellido empieza con D. Tenemos que encontrarlo, Hastings, tenemos que encontrarlo a toda costa
Capítulo XXIV
Noticias de Paris
Al día siguiente tuvimos una inesperada visita Nos anunciaron a Geraldine Marsh. Sus enormes ojos negros parecían más grandes que nunca Oscuros círculos los rodeaban, como si hubiese pasado varios días sin dormir. Su rostro estaba extraordinariamente marchito para una mujer tan joven, que más que una mujer era una niña todavía.
—He venido a verle, monsieur Poirot, porque ya no puedo más; estoy terriblemente angustiada
—¿Por qué motivos, señorita?
Los modales de mi amigo eran muy afables.
—Ronald me ha contado lo que le dijo a usted aquel día, me refiero al terrible día en que fue detenido —se estremeció—. Me contó que al decirles que estaba seguro de que nadie le creería, usted fue hacia él y le dijo: «Yo le creo.» ¿Es verdad eso, monsieur Poirot?
—Sí, señorita; eso mismo fue lo que le dije.
—Sí, ya lo sé; pero no es eso... No le pregunto si son verdad esas palabras, sino si cree usted en ellas.
Permanecía ante él con las manos juntas, demostrando una gran ansiedad.
—Las palabras de su primo eran ciertas, señorita —dijo Poirot lentamente—. No creo que haya sido él quien matase a lord Edgware.
—¡Oh! —el color volvió a su rostro—. Entonces piensa usted, sin duda, que fue otra persona.
—Evidemment, señorita —dijo sonriendo.
—¡Oh, qué estúpida soy; no digo más que tonterías! Lo que yo quiero decir es... si cree conocer ya al asesino. Se inclinó hacia adelante con ansiedad.
—Tengo sospechas, naturalmente, algunas sospechas.
—Dígamelas, por favor, dígamelas.
—Podrían ser falsas.
—Entonces es que sospecha usted concretamente de alguien. Poirot movió la cabeza.
—Si supiese un poco más —dijo la joven—, ¡me tranquilizaría tanto! Y tal vez pudiera ayudarle en sus pesquisas. Sí, creo que podría serle de alguna ayuda.
Sus ruegos eran para convencer a cualquiera, pero Poirot continuó negando con la cabeza.
—La duquesa de Merton está completamente convencida de que fue mi madrastra —dijo pensativamente la joven, dirigiendo una interrogadora mirada a Poirot.
Éste se hizo el desentendido.
—Pero ¡yo tengo que descubrir la verdad! —exclamó Geraldine.
—¿Cuál es su opinión respecto a su madrastra?
—La conozco muy poco. Yo estaba en el colegio, en París, cuando mi padre se casó con ella. Cuando llegué a casa se mostró amable conmigo. Mejor dicho, apenas se fijó en mi presencia. Me hizo el efecto de que era una cabeza vacía y sumamente egoísta.
—Ha hablado usted de la duquesa de Merton. ¿La ha visto mucho últimamente?
—Sí. Se ha portado muy bien conmigo. He pasado muchos ratos con ella durante estos últimos quince días. Ha sido terrible para mí tanto comentario, los periodistas, Ronald en la cárcel y todo lo demás —se estremeció—. No tengo verdaderos amigos, pero la duquesa ha sido muy amable, y también su hijo.
La joven calló un momento, esperando algún comentario de Poirot; mas como éste nada dijo, continuó rápidamente:
—Me parece que es muy tímido, muy serio y nada comunicativo. Pero su madre le pone por las nubes; ella debe conocerle mejor que yo.
—Dígame, señorita, ¿quiere usted a su primo?
—¿A Ronald? Desde luego. No le he visto mucho durante los dos años últimos, pero antes vivía en casa. Muchas veces le encontré encantador. Es muy juguetón y siempre está pensando en hacer locuras. ¡Oh! En aquella época nuestra casa era muy distinta.
Poirot asintió amablemente, pero le hizo una observación, que me disgustó por su crudeza.