—No le gustaría verlo ahorcado, ¿verdad?
—¡Oh, no, no! —la muchacha se estremeció violentamente—. No, de ninguna manera; mi madrastra no me importaría tanto. Y debe de ser ella, puesto que la duquesa lo dice.
—¡Ah! —dijo Poirot—. Si por lo menos el capitán Marsh se hubiese quedado en el taxi, ¿verdad?
—Sí; pero ¿qué quiere usted decir? —le miró extrañada—. No le entiendo.
—Que no debió seguir a aquel hombre dentro de la casa. A propósito, ¿oyó entrar a alguien detrás de usted?
—No; no oí nada.
—¿Qué hizo usted al entrar en la casa?
—Subí directamente a buscar las perlas, ya se lo he dicho.
—¿Se entretuvo mucho tiempo para cogerlas?
—Sí; porque no pude encontrar en seguida la llave de mi joyero.
—Siempre pasa igual; cuanto más prisa se tiene, más despacio va uno. ¿Pasó algún tiempo antes que usted bajase y encontrase a su primo en el vestíbulo?
—Sí; le vi venir de la biblioteca.
—Comprendo. Debió de asustarse usted, ¿verdad?
—Sí —se la veía agradecida por las palabras de Poirot—. Me asusté mucho.
—Claro, claro.
—Ronnie dijo: «Hola, Dina; sígueme», y salimos de puntillas.
—Sí —dijo Poirot amablemente—; como le decía antes, fue una lástima que no esperase fuera. Así el chófer hubiese podido jurar que no había entrado en la casa.
Ella asintió. Las lágrimas caían una a una sobre su regazo. Se levantó, y Poirot le cogió la mano.
—Desea usted que le salve, ¿verdad?
—¡Sí, sí, por favor! ¡Si usted supiese...!
Estaba en pie y trataba de dominar su emoción.
—La vida no ha sido agradable para usted, señorita —dijo Poirot bondadosamente—. Lo comprendo. Hastings, ¿quieres acompañar a la señorita hasta el taxi?
La acompañé. Ya se había dominado y me dio las gracias con gran amabilidad.
Encontré a Poirot paseando pensativamente de un lado a otro de la habitación. Parecía disgustado.
Cuando oí el timbre del teléfono, me alegré. Poirot se puso al aparato.
—¿Diga? ¡Ah! ¿Es usted, Japp? Bonjour, mon ami.
—¿Qué querrá decirte? —pregunté acercándome. Al fin, después de varias exclamaciones, Poirot dijo:
—Sí, sí. ¿Qué le pidió? ¿Lo conoce?
Sin duda, la respuesta no fue la que él esperaba, pues su rostro se entristeció cómicamente.
—¿Está usted seguro?
—Es una contrariedad; he ahí todo.
—Sí; puede volver a poner en orden mis ideas.
—Comment?
—De todas maneras, yo estaba en lo cierto. Sí, es un detalle, como usted dice.
—No; sigo opinando lo mismo. Me gustaría que hiciera usted algunas investigaciones en los restaurantes de los alrededores de Regent Gate, Euston, Tottenham Court Road y hasta en Oxford Street.
—Sí; una mujer y un hombre. También puede mirar en los alrededores del Strand. Debía de ser justamente después de las doce. Comment?
—Claro que sé que el capitán Marsh estuvo con los Dortheimer. Pero hay otras personas en el mundo, además del capitán Marsh.
—Eso de llamarme testarudo no es muy amable por su parte, que digamos. Tout de méme, hágame el favor de hacer lo que le pido, se lo ruego.
Colgó el aparato.
—¿Qué te ha dicho? —pregunté impaciente.
—Que la cajita de oro fue comprada en París. Se pidió por carta a un establecimiento muy conocido, especializado en objetos así. La carta procedía de una supuesta lady Ackerley y la firmaba Constance Ackerley. Naturalmente, no se conoce a ninguna persona de ese nombre. La carta se recibió dos días antes del crimen. La supuesta firmante pedía que pusiesen sus iniciales en rubíes y la inscripción «París, noviembre» debajo. Fue un pedido urgente, que debía estar dispuesto para el día siguiente, o sea, el anterior al del crimen.
—¿Y lo fueron a recoger?
—Sí; pero ya lo habían pagado anticipadamente por giro.
—¿Quién fue a buscarlo? —pregunté excitado. Presentía que estábamos cerca de la verdad.
—Una mujer, Hastings.
—¿Una mujer? —dije sorprendido.
—Mais oui. Una mujer pequeña, de mediana edad y con gafas. Nos miramos contrariados.
Capítulo XXV
Un banquete
Al día siguiente fuimos al banquete que daban los Widburn en el Claridge. Ninguno de nosotros dos sentía el menor deseo de ir, pero aquélla era, por lo menos, la sexta invitación que recibíamos de mistress Widburn, y se trataba de una mujer tenaz, a la que le encantaba sentar a su mesa a las celebridades. Impertérrita ante nuestras negativas, nos ofreció al fin que fijásemos nosotros mismos el día que nos conviniera. Ante esto, la capitulación era inevitable, y lo mejor era terminar lo antes posible.
Poirot se había mostrado muy reservado desde que recibió las noticias de París.
A mis observaciones sobre el particular, siempre contestaba lo mismo:
—Hay algo aquí que no puedo comprender —y murmuraba para sí varias veces: «Gafas, gafas en París. Gafas en el bolso de Charlotte Adams.»
Por lo único que me alegró la comida fue porque por lo menos nos serviría de distracción.
Entre los invitados estaba el joven Donald Ross, quien me saludó cordialmente. Había más hombres que mujeres, y a él le correspondió estar a mi lado.
Jane Wilkinson estaba al otro lado de la mesa, y casi enfrente a nosotros, a su lado, se sentaba el joven duque de Merton.
Tal vez me equivoque, pero me pareció que éste no se encontraba muy a gusto. Sin duda, la compañía de los que le rodeaban le debía
parecer impropia de él. Era un joven de ideas conservadoras y reaccionarias. Daba la sensación de que por algún lamentable error había nacido en este siglo, en lugar de haberlo hecho en la Edad Media. Su pasión por Jane Wilkinson era uno de esos anacronismos con los que a veces parece distraerse la Naturaleza.
Viendo la belleza de Jane y apreciando el encanto que su cálida voz prestaba a las más vulgares expresiones, comprendí la capitulación de él. Es indudable que una belleza perfecta y una voz arrebatadora pueden llegar a vencer al más indiferente. Pero tal vez entonces ya el sentido común del duque empezaba a disipar los intoxicantes vapores del amor.
En aquellos momentos alguien, no recuerdo quién, dijo algo acerca del Juicio de París. En seguida se oyó la encantadora voz de Jane:
—¿París? —dijo—. Pero ¡si París ya no representa nada en nuestros días! Son Londres y Nueva York los que imperan.
Pronunció estas palabras en una ocasión en que casualmente nadie hablaba. Fue un momento embarazoso. A mi derecha oí que Donald Ross lanzaba una exclamación, y mistress Widburn empezó a hablar precipitadamente de ópera rusa. Los invitados empezaron a hablar entre sí. Sólo Jane siguió mirando tranquilamente a su alrededor, sin la menor idea de que pudiese haber dicho una tontería.
Entonces me fijé en el duque. Estaba con los labios apretados y rojo como una grana. Me hizo el efecto de que aquellas palabras de Jane le habían alejado mucho de ella. Había sido una prueba de que para un hombre de su posición casarse con Jane Wilkinson era un verdadero perjuicio.
Como ocurre a menudo, pregunté lo que primero se me ocurrió a mi vecina, una corpulenta señora que se dedicaba a preparar representaciones teatrales infantiles. Recuerdo que le pregunté: «¿Quién es aquella señora tan rara, vestida de rojo, que está allí, al final de la mesa?» Dio la casualidad de que aquella señora rara era hermana de mi vecina. Después de pedirle mil perdones, me volví hacia Ross y le dirigí algunas preguntas, a las que solamente respondió con monosílabos. Fue entonces cuando al verme rechazado por mis dos vecinos, me fijé en Bryan Martin. Sin duda debió de llegar a la fiesta con retraso, pues no le había visto antes. Estaba en el mismo lado de la mesa que yo, y se inclinaba hacia adelante para conversar animadamente con una bellísima rubia. Hacía algún tiempo que no le había visto, y me sorprendió que hubiese mejorado tanto de aspecto. Su expresión macilenta había desaparecido. Parecía más joven y más satisfecho, y su risa demostraba cuan alegre estaba. No pude observarle mejor, porque en aquel momento mi voluminosa vecina se dignó perdonarme y me permitió graciosamente escuchar una larga diserta-ción acerca de las bellezas que encerraba una función teatral infantil que estaba organizando para una fiesta de caridad.