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—Algo muy ininteligible —contesté.

—Bueno, pues que se vaya a paseo. Le he pedido dinero prestado a mi sastre. Ese sastre mío es una persona la mar de simpática: le debo dinero desde hace un sinfín de años. Entre nosotros existe una especie de unión... Sí, eso es, una especie de unión. Usted y yo..., usted y yo... Pero ¿quién diablos es usted?

—Me llamo Hastings.

—Eso no es verdad. Ahora le recuerdo, usted es un tal Spencer Jones —y suspiró—. Mi querido Spencer Jones. Nos conocimos en Eton y Harrow, y hace cinco años que no nos veíamos. Lo que yo digo es que una cara es igual que otra. Si aquí hubiese varios chinos, no habría manera de conocer a ninguno por la cara —movió la cabeza y se bebió otro trago de champaña—. Ahora, fíjese usted; dentro de muchos años, cuando yo tenga setenta y cinco o más, se morirá mi tío y seré un hombre rico. Entonces podré pagar a mi sastre.

Se sonrió ante aquel pensamiento.

Había algo simpático en aquel joven. Un minúsculo y absurdo bigote era como una mancha en su redonda cara .

Me fijé en que Charlotte Adams le miró y que después de aquella mirada se levantó, despidiéndose de la concurrencia.

—Estoy muy satisfecha de que haya usted venido —dijo Jane—. A mí me gusta hacer las cosas de repente. ¿Y a usted?

—A mí, no —dijo miss Adams—. Me gusta planearlas perfectamente antes de hacerlas; eso suele evitar perjuicios.

Había algo desagradable en sus maneras.

—Bueno, de todos modos, los resultados lo justifican —rió Jane, y añadió—: No creo haberme divertido nunca tanto como esta noche con su actuación.

El rostro de la muchacha se aclaró.

—Es usted muy amable y le agradezco infinito sus palabras, pues necesito que me animen. Creo que todas las artistas lo necesitamos.

—Charlotte —dijo el joven del bigote—, despídete de los señores y da las gracias a tía Jane por la suculenta cena.

Una vez dicho esto, el joven se dirigió hacia la puerta, siendo realmente milagroso que lograse llegar a ella sin caer.

—¿Quién es ese para llamarme «tía Jane»? —dijo lady Edgware—. Es la primera vez que le veo.

Los Widburn se despidieron y Bryan Martin salió con ellos.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo Wilkinson, sonriendo a mi amigo.

—¿Eh bien, lady Edgware?

—¡Por amor de Dios, no me llame usted así! Quiero olvidar con quién estoy casada. ¡Ah, es usted el hombre de peor corazón de Europa!

—Eso no, madame; yo no tengo mal corazón.

—Entonces irá usted a ver a mi marido y le pedirá lo que yo deseo, ¿verdad?

—Iré a verle —prometió Poirot.

—Pensará usted algo, ¿verdad? Dicen que es usted el hombre más inteligente de Inglaterra.

—Señora, antes me dijo usted que era el hombre de peor corazón de Europa; en cambio, tratándose de inteligencia, afirma sólo que soy el más inteligente de Inglaterra.

—Por eso no se enfade; juraré que es el más inteligente del mundo. Poirot le tendió la mano.

—Señora, no puedo prometerle nada; si voy a visitar a lord Edgware, será sólo para estudiarle psicológicamente.

—Psicoanalícele tanto como quiera. Tal vez así logre sacar algo de él Y se despidió de nosotros con una de sus encantadoras sonrisas.

Capítulo III

El hombre del diente de oro

Unos días más tarde, mientras almorzábamos, Poirot me tendió una carta que acababa de recibir.

Mon ami —dijo-. ¿Qué te parece esto?

La carta era de lord Edgware, quien, en tono ceremonioso, le citaba para la mañana siguiente a las once.

Debo confesar que quedé muy sorprendido. Había tomado las palabras de Poirot como cosa ligera, pronunciadas en un momento de jovialidad, y no tenía la más ligera idea de que hubiera dado ningún paso para cumplir su promesa.

Poirot, con su viva inteligencia, comprendió lo que pasaba por mi mente, y sus ojos brillaron un momento.

—Pues sí, mon ami, no fue sólo cosa del champaña.

—Yo no he dicho eso.

—Sí, hombre, sí. Tú pensabas: el pobre promete cosas que no ha de cumplir, que no tiene la menor intención de cumplir. Pero, amigo mío, las promesas de Hércules Poirot son sagradas.

Al decir las últimas palabras se irguió majestuosamente.

—Ya lo sé, hombre, ya lo sé —dije apresuradamente—; pero pensé que tal decisión la tomaste sin meditar, a la ligera, como si dijéramos... influido por el momento.

—No acostumbro a que nada ni nadie influya, como tú dices, en mis decisiones. El mejor y más seco de los champañas, la más seductora de las mujeres, no tienen la menor influencia en las decisiones de Hércules Poirot. Nada, mon ami, que me interesa el asunto. Eso es todo.

—¿Los amores de Jane Wilkinson?

—No precisamente sus amores. Eso es una cosa muy vulgar. Es uno de tantos pasos de la carrera de una mujer hermosa y egoísta. Si el duque de Merton, además de parecerse a un monje de leyenda, no poseyese un título, puedes estar seguro de que no le interesaría mucho tiempo. No, Hastings; lo que me atrae sobre todo es el estudio de los caracteres. Me entusiasma poder estudiar a lord Edgware en la mayor intimidad.

—¿Y esperas salir triunfante de la misión que te han encomendado?

Pourquoi pas? Todo hombre tiene sus flaquezas, pero no creas que porque estudie el caso desde un punto psicológico no he de hacer cuanto pueda para salir airoso de la comisión que se me ha encargado. Claro está que me distrae mucho ejercitar el ingenio.

—Así, ¿iremos mañana, a las once, a Regent Gate? —pregunté.

—¿Iremos...?

Poirot levantó burlonamente las cejas.

—¡Poirot! —grité—. No querrás prescindir de mí, ¿verdad? Siempre he ido contigo a todas partes.

—Si se tratase de un crimen misterioso, de un envenenamiento, de un asesinato, ¡ah!, son cosas con las que tu alma se deleitaría. Pero un simple asunto de sociedad...

—No hablemos más —dije con firmeza—. Iré contigo, y basta.

Poirot me miró suavemente, y en aquel momento nos avisaron de que un caballero deseaba vernos.

Con profundo asombro nos encontramos con que el visitante era Bryan Martin.

El actor parecía mucho más viejo a la luz del día. Era guapo, pero de una belleza marchita. Se advertía en él una especie de hiperestesia nerviosa que hacía suponer que era esclavo de las drogas.

-Buenos días, monsieur Poirot —dijo con gran cortesía—. Veo que están ustedes almorzando. Lamento haberles interrumpido, pues acaso estarán muy ocupados.

-No —dijo Poirot, sonriendo amablemente—. De momento no tenemos ningún asunto de importancia entre manos.

-¡Qué cosa más rara! —dijo sonriendo Bryan—. ¿Ningún aviso de Scotland Yard? ¿Ninguna investigación delicada por cuenta de la casa real? Es increíble.

—Usted, amigo mío, confunde la ficción teatral con la realidad —dijo Poirot, mientras asomaba a sus labios una sonrisa—. Por el momento, como le he dicho, no tengo ningún trabajo. Dieu merci.

—Bueno, eso es una suerte para mí —dijo Bryan, sonriendo a su vez—. Acaso quiera usted encargarse de algún asunto mío.

Poirot miró atentamente al joven.

—¿Tiene usted algún trabajo para mí? —preguntó al cabo de unos momentos.

—Bueno..., le diré. Lo tengo y no lo tengo.

Esta vez la sonrisa que asomó a sus labios era más bien nerviosa. Mientras le miraba pensativamente, Poirot le ofrecía una silla. El joven se sentó frente a nosotros, pues yo lo había hecho junto a Poirot.

—Ahora —dijo mi amigo— explíquenos de qué se trata.

—El caso es que no puedo decirles tanto como yo quisiera —dudó un momento—. Es algo difícil. Verán, el suceso tuvo lugar en América