—¿París? —dije yo.
—Sí; París —se levantó y se puso a pasear de un lado para otro—. Se ha mencionado varias veces a París en este asunto —continuó—. Pero, desgraciadamente, no hay unidad entre las diferentes menciones. Existe la palabra «París» grabada en la cajita de oro. En noviembre último, miss Adams estaba en París y quizá entonces también estuviera Ross. ¿Había allí alguien más a quien él conociese? ¿Se encontró Ross con miss Adams? ¿En qué circunstancias se encontraron?
—Eso no lo podremos saber nunca —dije yo.
—¡Sí, sí; lo sabremos! El poder de las células grises es casi ilimitado. ¿De qué otra manera está unido París a este asunto? ¿Acaso la mujer de las gafas que fue a buscar la cajita a la joyería era conocida de Ross? El duque de Merton estaba en París cuando se cometió el crimen. París. París. París. Lord Edgware tenía que ir a París. ¡Ah! Tal vez el motivo del asesinato fue impedir que éste fuese a París —se sentó de nuevo, apretándose las sienes, concentrado—. ¿Qué ocurrió durante la comida? —murmuró—. ¿Sin duda, alguna palabra o frase casual debió recordarle a Ross qué podía ser interesante algo que él sabía, pero a lo que hasta entonces no había dado importancia? ¿Recuerdas si se mencionó a Francia o a París en la parte de mesa en que tú estabas?
—Se nombró la palabra «París», pero no en ese sentido. Y le conté la metedura de pata de Jane Wilkinson.
—Tal vez sea esa la explicación —dijo Poirot pensativamente—. La palabra «París» pudo ser suficiente. Quizá una asociación de ideas con algo, pero ¿qué fue ese algo? ¿Hacia dónde miraba Ross, o de qué hablaba, cuando se profirió esa palabra?
—Hablaba de las supersticiones escocesas.
—¿Y dónde miraba? ¿Dónde?
—No estoy seguro. Me pareció que miraba hacia la cabecera de la mesa, donde estaba sentada mistress Widburn.
—¿Quiénes estaban cerca de ella?
—El duque de Merton, Jane Wilkinson y otras personas a las que no conozco.
—El duque... Es posible que mirase hacia él cuando oyó la palabra «París». El duque, recuérdalo, estaba en París, o, por lo menos, se supone que estaba allí la noche en que se cometió el crimen. Supón que de repente Ross recordase algo demostrativo de que Merton no estaba en París entonces.
—Pero, ¡Poirot!
—Sí; ya sé que tú, como la mayoría de la gente, considerarás esto como un absurdo. ¿Tenía el duque algún motivo para el crimen? Sí; un importante motivo. Pero suponer que ha sido él mismo quien lo ha cometido sería una tontería. Es tan rico, tiene una posición tan elevada y es de un carácter tan pacífico... Nadie trataría de investigar cuidadosamente su coartada. Y prepararse una coartada en un gran hotel es muy fácil. Dime, Hastings, ¿dijo algo Ross cuando oyó la palabra «París»?
—Me parece que lanzó una exclamación.
—¿Cuál era su aspecto? ¿Estaba aturdido?
—Eso mismo.
—Précisément. Tuvo una idea, le pareció absurda, descabellada. Dudó en exponerla. Al fin, venciendo sus dudas, se decidió a hablarme; pero, desgraciadamente, yo ya me había ido.
—Si al menos nos hubiese dicho algo más... —me lamenté.
—Sí; si al menos... Mientras hablabais, ¿quién estaba cerca de vosotros?
—Mucha gente. Todos se despedían de mistress Widburn. Particularmente, no me fijé en nadie... Poirot se levantó.
—¿Me habré equivocado? —murmuró mientras volvía a pasearse de nuevo por la habitación—. ¿Habré estado cometiendo error tras error durante todo este tiempo?
Le miré con simpatía, comprendiendo la lucha que en aquellos momentos mantenía consigo mismo.
—De todos modos, no puede acusarse a Ronald Marsh de este último crimen.
—Es una ventaja para él —dijo lentamente—. Pero de momento no nos interesa —bruscamente se sentó—. ¿No puedo estar completamente equivocado, Hastings? ¿Te acuerdas de que una vez me hice cinco preguntas?
—Creo recordar algo así.
—Eran las siguientes: ¿Por qué lord Edgware había cambiado de parecer con respecto al divorcio? ¿Qué explicación tenía la desaparición de la carta que él decía haber escrito a su mujer, y que ésta, según nos ha dicho, no recibió? ¿Por qué tenía su rostro, al salir nosotros de la biblioteca, aquella expresión de rabia? ¿Por qué estaban aquellas gafas en el bolso de Charlotte Adams? ¿Por qué telefonearon a lady Edgware, en Chiswick, y en seguida colgaron el aparato?
—Sí; ahora recuerdo esas preguntas.
—Durante todo este tiempo he tenido una idea, Hastings. Una idea acerca de quién era el hombre misterioso. Tres de las preguntas ya me las he contestado satisfactoriamente. Pero las otras dos no hay manera. ¿Comprendes lo que esto significa? Pues quiere decir que estoy equivocado con respecto a la persona a quien yo creía culpable, y que, por tanto, no sé quién es.
Se levantó y fue hacia su escritorio; lo abrió y sacó la carta que Lucy Adams le había enviado desde América. Le había pedido a Japp que le permitiese guardarla durante unos días, y Japp había accedido.
Los minutos pasaban; empecé a bostezar, y para distraerme cogí un libro. No creía que Poirot sacase nada en limpio de su estudio. Habíamos mirado y remirado la carta, y excepto el hecho de que no se refería a Ronald, no habíamos encontrado nada más.
Fui volviendo página tras página y empecé a adormilarme. De repente, Poirot lanzó un grito. Me levanté asustado. Poirot me estaba mirando con una expresión indescriptible en sus brillantes ojos.
—¡Hastings, Hastings!
—¿Qué pasa?
—¿Te acuerdas de que te dije que si el asesino hubiese sido un hombre ordenado y metódico, en lugar de rasgar la página la hubiese cortado?
—Sí.
—Pues me equivoqué. En este crimen hay orden y método. La página tenía que ser rasgada y no cortada. Mira por ti mismo. Miré.
—Eh bien? ¿Lo ves?
Hice un gesto negativo.
—¿Quieres decir que tenía prisa y que por eso la rasgó?
—Con prisa o sin ella, hubiese hecho lo mismo. ¿No lo ves? La página tenía que ser rasgada... Moví la cabeza. Con voz muy baja, Poirot dijo:
—He estado loco, ciego; pero ahora..., ahora lo descubriremos.
Capítulo XXVII
Las gafas
Un minuto después su estado de ánimo cambió. Se puso en pie y yo le imité, sin comprender nada, pero gustoso.
—Cogeremos un taxi —dijo Poirot—. No son más que las nueve. Aún podemos hacer una visita. Bajamos la escalera.
—¿A quién hemos de visitar?
—Vamos a Regent Gate.
Poirot, como ya hemos dicho, no era persona que se prestase a interrogatorios. Vi que estaba muy excitado. En cuanto estuvimos sentados en el taxi, sus dedos empezaron a tamborilear nerviosamente sobre sus rodillas, con una impaciencia extraña en él, que siempre estaba tranquilo.
Empecé a recordar, palabra por palabra, toda la carta de Charlotte Adams a su hermana, pues había llegado a sabérmela de memoria, y me repetí una vez tras otra lo que había dicho Poirot acerca de la página rasgada.
Cuanto más reflexionaba, menos sentido le encontraba a las palabras de Poirot. ¿Por qué la página tenía que ser forzosamente rasgada? No; no lo entendía.
En Regent Gate nos abrió la puerta un nuevo criado. Poirot le dijo que deseábamos ver a miss Carroll. Mientras nos conducía escaleras arriba, me pregunté, una vez más, en dónde estaría el apuesto criado. Hasta entonces la Policía no había podido encontrarlo, a pesar de todas las pesquisas que había hecho para lograrlo. Una idea repentina atravesó mi cerebro y se me ocurrió que tal vez a él también le habían asesinado...