El aspecto de miss Carroll, pulcro y sano, me sacó de aquellas imaginaciones. Pareció sorprenderse mucho al ver a Poirot.
—Me alegro de encontrarla a usted, miss Carroll —dijo Poirot, mientras se inclinaba estrechando su mano—. Temía que ya no estuviese aquí.
—Geraldine no quiere que me marche —contestó ella—. Me ha pedido insistentemente que me quede. En las presentes circunstancias, la pobre muchacha necesita de alguien que la consuele. Y le aseguro, monsieur Poirot, que yo, cuando llega el caso, sé hacerlo perfectamente.
—Lo creo. Siempre me ha parecido que era usted una mujer muy útil, señorita. Miss Marsh, en cambio, produce la sensación de que carece de sentido práctico.
—Es una soñadora —contestó miss Carroll—. Por fortuna, no ha tenido que ganarse la vida. De todas maneras, supongo que no habrá usted venido para hablar de las personas prácticas y de las que no lo son. ¿En qué puedo serle útil, monsieur Poirot? —dijo, mientras le miraba con suspicacia a través de las gafas.
No creo que a Poirot le satisficiese ser interrogado de aquella forma acerca de la causa de su visita. A él le gusta llegar por caminos insospechados a la finalidad que se propone. Sin embargo, con miss Carroll no era posible en modo alguno utilizar aquel medio.
—Hay algunos puntos sobre los que desearía que usted me informase. Sé que puedo fiarme de su memoria, miss Carroll.
—De no ser así, no hubiese servido para secretaria —contestó ella con aspereza.
—¿Estuvo en París lord Edgware en noviembre último?
—Sí.
—¿Puede usted decirme la fecha exacta de su viaje?
—Tendré que mirarla.
Se levantó, abrió un cajón de un mueble próximo y sacó un libro. Volvió algunas páginas, y al fin dijo:
— Lord Edgware salió para París el día tres de noviembre y volvió el siete. Además, también estuvo allí el veintinueve del mismo mes, regresando el cuatro de diciembre. ¿Algo más?
—Sí. ¿Por qué motivos hizo esos viajes?
—El primero, para ver unas estatuillas que pensaba comprar en una subasta que había de celebrarse algún tiempo después; en el segundo, no tenía ningún propósito determinado, que yo sepa.
—¿Acompañó miss Marsh a su padre en las dos ocasiones?
—Nunca le acompañó. Lord Edgware jamás pensó en tal cosa. Por aquel momento ella estaba en un convento de París, pero no creo que su padre fuese a verla; por lo menos, me sorprendería mucho que lo hubiera hecho.
—¿Y usted no le acompañaba?
—No —le miró con curiosidad y le preguntó bruscamente—: ¿Por qué me hace usted todas esas preguntas? ¿Qué se propone? Poirot no contestó y siguió preguntando:
—Miss Marsh quiere mucho a su primo, ¿es verdad?
—No veo en qué pueda interesarle eso, monsieur Poirot.
—Miss Marsh vino a visitarme el otro día. ¿Estaba usted enterada?
—No; no lo sabía —parecía alarmada—. ¿Qué le dijo?
—Me dijo, aunque, desde luego, no con estas palabras, que quería mucho a su primo.
—Entonces, ¿por qué me lo pregunta a mí?
—Porque quiero saber su opinión.
Miss Carroll pareció dudar, y por fin dijo:
—Pues bien: mi opinión es que le quiere demasiado.
—Parece que a usted no le es simpático el actual lord Edgware.
—Yo no he dicho nunca eso. No estoy acostumbrada a él. No es persona seria. No niego que su compañía es agradable y que cuando se pone a hablar es muy divertido. Pero hubiese preferido que Geraldine se interesase por alguien más sensato.
—Por el estilo del duque de Merton.
—No lo conozco, pero parece que toma en serio los deberes de su posición. Mas creo que está interesado por esa mujer, por esa hermosa Jane Wilkinson.
—Su madre...
—¡Oh! Puedo asegurar que su madre preferiría que se casase con Geraldine; pero ¿qué pueden las madres? Los hijos, en eso del matrimonio, nunca quieren hacer caso a sus madres —dijo miss Carroll.
—¿Cree usted que el primo de miss Marsh se interesa por ella?
—En la situación en que él está, poco importa que se interese o no.
—Entonces, ¿cree usted que le condenarán? —preguntó Poirot.
—No; no lo creo. Estoy convencida de que no es el asesino.
—Pero, de todas maneras, puede ser condenado.
Miss Carroll no replicó. Poirot se puso en pie.
—No quiero entretenerla más —dijo—. ¡Ah, oiga! ¿Conocía usted a miss Charlotte Adams?
—La había visto trabajar. Era muy inteligente.
—Sí, mucho —se quedó meditando un momento—. ¡Ah, se me olvidaban los guantes!
Al inclinarse para cogerlos de la mesa en que los había dejado, se enredó un botón de su manga con la cadenita de las gafas de miss Carroll, y se cayeron en la alfombra. Poirot las cogió al mismo tiempo que los guantes, que también se le habían caído, y murmuró unas excusas.
—Lamento haberla interrumpido en sus ocupaciones —dijo al final—; pero esperaba encontrar algún dato respecto a una discusión que sostuvo lord Edgware el año pasado; por eso le he preguntado acerca de París. Creo que salvar al capitán Marsh es una empresa desesperada, pero miss Geraldine parecía estar muy segura de que su primo no había cometido el crimen. Bueno; buenas noches, señorita, y mil perdones por haberla molestado.
Llegábamos a la puerta, cuando oímos la voz de miss Carroll, que nos llamaba.
—Monsieur Poirot, éstas no son mis gafas; no veo nada con ellas.
—Comment! —Poirot la miró asombrado; luego sonrió—. ¡Qué tonto soy! Al agacharme a coger sus gafas, se han caído las mías, y como son muy parecidas, sin duda las he confundido.
Se hizo el cambio, en medio de amabilísimas sonrisas por ambas partes, y nos marchamos.
—Poirot —dije cuando hubimos salido—, tú no llevas gafas.
—Hay que ser más perspicaz. ¿No ves nada?
—Sí; que las gafas que has dejado caer junto a las de miss Carroll son las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.
—Exacto.
—¿Por qué supusiste que pertenecían a miss Carroll?
Poirot se encogió de hombros.
—Porque de las personas que se hallan mezcladas en el suceso, es la única que lleva gafas.
—De todas maneras, no son suyas —dije.
—Por lo menos, ella así lo ha dicho.
—Tú siempre sospechando.
—No, hombre, no. Creo que ha dicho la verdad. De lo contrario, no hubiese notado el cambio.
Como íbamos andando al azar, propuse que cogiésemos un taxi; pero Poirot movió la cabeza negativamente.
—Necesito pensar, y el ejercicio me ayuda. No dijo nada más.
—Tus preguntas sobre París eran un simple pretexto, ¿verdad? —pregunté.
—No del todo.
—Todavía no hemos descubierto el misterio de la inicial D —dije pensativamente—. Es raro que ninguno de los que intervienen en este asunto tenga una inicial D en el nombre ni en el apellido, excepto... ¡Oh!, sí, eso sí que es raro, excepto Donald Ross. Y ha muerto.
—Sí —dijo Poirot sombríamente—, ha muerto.
Entonces me acordé de aquella noche que íbamos con Ross por la carretera y exclamé:
—¡Caramba, Poirot! ¿No te acuerdas?
—¿De qué?
—De lo que dijo Ross acerca de que habían sido trece a la mesa. Y que sería el primero en morir.
Poirot no contestó. Yo sentí cierto malestar, como suele ocurrir cuando nos encontramos con que las supersticiones se confirman.
—Admitirás que es raro —dije en voz baja.
—¿Eh?
—Digo que es raro eso de Ross y de los trece. ¿En qué estabas pensando?
Con profundo asombro y disgusto vi que Poirot empezaba a retorcerse de risa. Parecía que iba a darle un ataque. Indudablemente, algo había causado aquel regocijo.
—¿De qué diablos te ríes? —pregunté vivamente.