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Al fin, después de estrechar fuertemente su mano, la acompañó hasta la puerta, dándole gracias por su amabilidad de haber venido.

—Pero aún es pronto —dijo mirando el reloj—. Estará usted de vuelta antes que su señora.

—Seguramente. Creo que cenará fuera Pero, de todas maneras, nunca quiere que la espere, a menos que me lo haya advertido antes.

De pronto, Poirot exclamó:

—Perdóneme, señorita; pero parece que cojea usted.

—No es nada; son los pies, que me duelen un poco.

—¿Callos? —preguntó Poirot confidencialmente, como lo hace uno que sufre un mal y se lo pregunta a otro que también padece de él.

Parece que efectivamente sufría de los callos. Poirot le explicó cierto remedio que, según él, hacía milagros.

Por fin, Ellis se marchó. Yo estaba lleno de curiosidad.

—¿Qué, Poirot, qué me dices? —pregunté.

—Por esta noche, nada. Mañana por la mañana, temprano, telefonearemos a Japp y le diremos que venga. También telefonearemos a Bryan Martin, pues creo que podrá decirnos algo interesante, y, además, quiero saldar una deuda que tengo con él.

—¿De verdad?

Miré a Poirot, que me sonreía de una manera rara.

—No creo que puedas sospechar de él como asesino de lord Edgware —le dije—. Especialmente después de lo que acabamos de oír. Eso, en lugar de una venganza, hubiese sido hacer el juego de Jane. Era librarla del marido, que resultaba un obstáculo para el casamiento con Merton.

—¡Qué inteligente!

—No te burles —dije, molesto—. ¿Qué tienes en la mano?

—Son las gafas de la excelente Ellis —contestó—. Se las ha dejado olvidadas.

—No digas tonterías. Al marcharse las llevaba puestas. Negó lentamente con la cabeza.

—Estás equivocado, completamente equivocado. Las que llevaba, amigo mío, eran las que se encontraron en el monedero de Charlotte Adams.

Me quedé boquiabierto.

Capítulo XXIX

Poirot habla

A la mañana siguiente me tocó telefonear al inspector Japp. Su voz, al contestarme, parecía cansada.

—¡Ah! ¿Es usted, capitán Hastings? Bien; ¿qué sucede?

Le transmití el mensaje de Poirot.

—¿Que vaya a las once? Está bien; creo que podré hacerlo. ¿Sabe si quiere hablarme Poirot de algo relacionado con la muerte del joven Ross? No sé si podremos descubrir nada. No hay el menor rastro. Es la cosa más misteriosa que he visto.

—Creo que se trata de alguna noticia para usted —dije reservadamente—. De todas maneras, él parece muy satisfecho de sí mismo.

—Es un estado en el que yo no me encuentro, se lo aseguro. Bueno; adiós, capitán Hastings; a las once estaré allí.

Después telefoneé a Bryan Martin y le transmití el encargo de Poirot, o sea, que Poirot había descubierto algo interesante y que creía que le gustaría saberlo a míster Martin. Cuando me preguntó en qué consistía el descubrimiento, le contesté que no tenía la menor idea, puesto que Poirot no se había confiado a mí. Hubo una pausa.

—Muy bien —dijo al fin Martin—; iré —y colgó el aparato.

En seguida, con gran sorpresa por mi parte, Poirot telefoneó a Jenny Driver y le preguntó si podría estar también presente.

Luego se sentó y quedóse muy serio. Conociéndole como le conocía, no le hice ninguna pregunta.

Bryan Martin fue el primero en llegar. Parecía de muy buen humor y en perfecto estado de salud, pero —tal vez fuese sólo imaginación mía— me pareció notar en él un ligero malestar. Jenny Driver llegó momentos después. Se sorprendió mucho al ver a Bryan Martin, y éste compartió su asombro.

Poirot acercó dos sillas y les invitó a sentarse. Luego, mirando su reloj, dijo:

—Supongo que el inspector Japp estará aquí dentro de unos instantes.

—¿El inspector Japp? —Bryan se sobresaltó.

—Sí; le he pedido que venga como un amigo más.

—Comprendo —dijo Martin.

Quedó otra vez silencioso. Jenny le echó una rápida ojeada, y luego miró hacia otro lado. Parecía preocupada por algo.

Poco después entró Japp.

Me figuro que debió sorprenderle encontrar allí a Bryan Martin y a Jenny; pero si así fue, no lo demostró. Saludó a Poirot como siempre.

—¿Qué tal? ¿Cómo está usted, Poirot? Supongo que tendrá alguna nueva y maravillosa idea, ¿no es verdad?

—No; no se trata de nada maravilloso —contestó Poirot—; sólo es una sencilla historia, tan sencilla, que me avergüenzo de no haberla comprendido en seguida. Si ustedes me lo permiten, empezaré a contar los hechos desde el principio...

Japp suspiró y miró su reloj.

—Si no emplea más de una hora... —dijo.

—Tranquilícese, no tardaré tanto tiempo. ¿No quiere usted enterarse de quién mató a lord Edgware, a miss Adams y a Donald Ross?

—Me gustaría saber lo último —dijo Japp.

—Pues escúcheme y se enterará de todo. Voy a ser humilde. (¡No es probable!, pensé incrédulamente.) Voy a contarles todos mis pasos. Cómo tuve una venda en los ojos, cómo cometí una gran imbecilidad, cómo necesité la conversación de mi amigo Hastings y la observación de un desconocido, para que al fin lograse comprender la verdad —se detuvo un momento, tosió para aclararse la garganta y empezó a hablar con su voz de lectura, como él decía—. Empezaré por la cena del Savoy. Lady Edgware me llamó y me pidió una entrevista privada. Quería librarse de su marido. Durante la entrevista dijo, algo indiscretamente, que había pensado coger un taxi, ir a casa de su marido y matarlo. Aquellas palabras fueron oídas por Bryan Martin, que entró en aquel momento —miró a su alrededor y preguntó—: ¿No es cierto lo que digo?

—¡Ya lo creo! Todos lo oímos —dijo el actor—. Los Widburn, Marsh, Charlotte; en fin, todos.

—De acuerdo, de acuerdo. Eh bien, no pude olvidar aquellas palabras de lady Edgware. A la mañana siguiente vino a verme míster Bryan Martin con el propósito de referírmelas.

—De ninguna manera —dijo Bryan Martin, irritado—. Yo vine... Poirot levantó una mano.

—Usted vino, aparentemente, a contarme la enmarañada historia de cierta persecución. Un cuento tan inverosímil, que un niño lo hubiese comprendido. Seguramente la sacó usted de alguna película antigua. «Una muchacha cuyo consentimiento necesitaba usted para obrar. Un hombre al que reconoció gracias a un diente de oro.» Mon ami, ningún joven lleva en nuestros días un diente de oro; eso ya no lo usa nadie, y menos en América. El diente de oro es un objeto pasado de moda. Por tanto, era una cosa absurda. Una vez que soltó su fantástica historia, pasó a lo verdaderamente importante de su visita, a infiltrar en mi cerebro la sospecha sobre lady Edgware. Para decirlo con más claridad, usted preparaba el terreno para el caso de que ella asesinase a su marido.

—No entiendo lo que usted quiere decir —refunfuñó Bryan Martin. Su rostro estaba pálido como el de un muerto. Poirot continuó:

—Usted se rió de que lord Edgware pudiera acceder al divorcio. Usted creyó que yo iría a verle al día siguiente; pero poco después la fecha de entrevista se varió. Fui a visitarle aquella misma mañana, y él accedió a divorciarse. No había, pues, ningún motivo para que lady Edgware cometiese el crimen. Es más, lord Edgware me dijo que ya había escrito a su mujer en ese sentido. Pero lady Edgware declara que no ha recibido semejante carta. O bien ella miente, o mintió su marido o alguien interceptó la carta. ¿Quién? Ahora me pregunto yo: ¿por qué se tomó la molestia míster Bryan Martin de venir a verme para contarme todos aquellos embustes? ¿Qué interés le movía a hacerlo? Creo que usted estuvo muy enamorado de esa señora. Lord Edgware me dijo que su mujer quería casarse con un actor. Supongamos por un momento que eso es verdad, pero que la señora cambia de idea, y que cuando llega la carta de lord Edgware, accediendo al divorcio, Jane Wilkinson se quiere casar con alguien que no es usted. He ahí una razón para que usted sustrajese la carta.