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—Yo, nunca... —dijo Bryan Martin.

—Actualmente puede usted decir lo que le parezca, pero haga el favor de atenderme. ¿Qué pasó entonces por su cerebro; usted, el ídolo de la multitud, que jamás había conocido una negativa? Le cegó el odio y el deseo de causar a lady Edgware tanto mal como fuese posible. ¿Y qué mayor daño podía causarle que acusarla de asesinato?

—¡Dios mío! —exclamó Japp.

Poirot se volvió hacia éclass="underline"

—Sí; esa es la idea que empezó a forjarse en mi mente. Varias cosas contribuyeron a reforzarla. Charlotte Adams tenía dos excelentes amigos, el capitán Marsh y Bryan Martin. Si alguno de ellos podía ofrecer diez mil dólares por la farsa, había de ser, forzosamente, Bryan Martin, porque era el único rico de los dos. Siempre me pareció fantástico que Charlotte Adams pudiese creer que Ronald Marsh poseería alguna vez diez mil dólares para entregárselos a ella, pues conocía perfectamente su situación económica. Bryan Martin era el único probable.

—Yo no hice eso, se lo juro. No lo hice —dijo indignado el actor. Poirot continuó, sin hacerle caso:

—Cuando telegrafiaron el contenido de la carta de Charlotte Adams, oh, la la!, quedé asombradísimo. Al parecer, mi hipótesis era totalmente equivocada. Pero más tarde hice un descubrimiento. En la carta original de Charlotte Adams faltaba una hoja. Entonces comprendí que sin duda era porque se refería a alguien que no era el capitán Marsh. Tenía, pues, una nueva pieza de convicción. Cuando el capitán Marsh fue arrestado, declaró que creía haber visto en la casa de lord Edgware a Bryan Martin. Pero proviniendo de un acusado, esta declaración carecía de valor. Además, míster Martin tenía una coartada, como era de esperar. Si míster Martin había sido el asesino, le era completamente necesaria una coartada. Esa coartada la confirmó sólo una persona, miss Driver.

—¿Y eso qué importa? —dijo la muchacha secamente.

—Nada, señorita —dijo Poirot—; excepto que el mismo día en que la vi comiendo con míster Martin, usted se tomó la molestia de venir a nuestra mesa, procurando hacerme creer que su amiga, miss Adams, se interesaba de un modo especial por Ronald Marsh, en lugar de decir, como creo que es la verdad, que por quien se interesaba era por Bryan Martin.

—No es cierto —exclamó con toda firmeza el actor.

—Puede que usted no estuviese enterado —dijo Poirot—; pero creo que era verdad. Eso explica perfectamente la antipatía que ella sentía por lady Edgware. Esa antipatía existe en usted; además, es casi seguro que usted le explicó el desaire que había recibido de Jane. ¿No es verdad?

—Sí..., se lo conté... Tenía que desahogarme con alguien, y ella era...

—Muy simpática Sí; muy simpática. Pude comprobarlo personalmente. Eh bien, ¿qué ocurrió después? Ronald Marsh fue arrestado. En seguida el cerebro de usted empieza a trabajar. Si experimentaba ansiedad, ahora ya podía estar tranquilo, aunque su plan había fracasado a causa del súbito cambio de parecer de lady Edgware, decidiéndose a última hora a ir a la fiesta. Pero vino otro a constituirse en víctima, librándole de toda inquietud. Sin embargo, más tarde, en una comida, oyó usted a Donald Ross, aquel simpático pero estúpido joven, decirle algo a Hastings, que le puso de nuevo en guardia.

—¡Eso no es cierto! —gritó Martin. El sudor corría a chorros por su rostro y sus ojos miraban aterrorizados—. Le aseguro que no oí nada, que no hice nada.

Y entonces ocurrió lo más emocionante de aquella mañana:

—Tiene usted razón —dijo lentamente Poirot—. No es usted culpable y creo que ya le he castigado bastante por haberme venido a mí, Hércules Poirot, con un cuento tártaro.

Nos quedamos todos boquiabiertos. Poirot siguió tranquilamente:

—Tampoco podía descartar a Geraldine Marsh. Odiaba a su padre; me lo había dicho ella misma. Además, es una muchacha muy nerviosa. Supongamos, pues, que cuando aquella noche entró en la casa fue directamente a matar a su padre y que luego, fríamente, subió a buscar el collar de perlas. Ahora imagínense su horror al encontrarse con que su primo no ha permanecido fuera, junto al taxi, sino que ha entrado en la casa. Esto puede explicar la agitación demostrada por ella durante los interrogatorios, al ver acusado a su primo, a quien quiere enormemente, del crimen que ella ha cometido. Por otra parte, esa agitación podía también probar su inocencia, ya que podría tener su origen en la creencia de que el asesino de su padre era Ronald. Había otro punto: la cajita de oro encontrada en el bolso de Charlotte Adams llevaba la inicial D y yo había oído que el capitán Marsh se dirigía a su prima llamándola «Dina». Además, Geraldine estaba en un pensionado de París durante el mes de noviembre último y era posible que se hubiese encontrado allí con Charlotte. Tal vez crean ustedes que es un poco fantástico incluir a la duquesa de Merton en la lista. Pero dicha señora vino a verme y pude comprender que era una mujer fanática. El amor de toda su vida estaba concentrado en su hijo, y era muy probable que hubiese tramado un complot para destruir a la mujer que iba a arruinarle la vida. Luego sigue miss Jenny Driver...

Se detuvo un momento y miró a Jenny, que le observaba serenamente.

—¿Y qué ha descubierto usted en contra mía? —preguntó ella.

—Nada; excepto que usted era amiga de Bryan Martin y que su apellido empieza con D.

—No es mucho —contestó la joven.

—Hay algo más, y es que tiene usted talento y valor suficientes para cometer un crimen así... La joven encendió un cigarrillo.

—Siga —dijo tranquilamente.

—Lo que tenía que decidir era si la coartada de míster Martin era o no real. ¿Era él, efectivamente, el hombre al que el capitán Marsh había visto entrar en casa de lord Edgware? De pronto, recordé que el apuesto criado de Regent Gate tenía un parecido extraordinario con míster Martin. ¿Era a este último a quien el capitán Marsh había visto? Entonces me imaginé lo siguiente: el mayordomo descubrió a su dueño asesinado. Ante el cadáver había un sobre con billetes de Banco franceses por valor de cien libras. Impulsado por la codicia, cogió aquellos billetes y salió de la casa para esconderlos. Luego volvió, abriendo la puerta con la llave de lord Edgware, y dejó que la criada descubriese el crimen a la mañana siguiente. No creía correr ningún peligro, porque estaba completamente convencido de que lady Edgware era la criminal y el dinero estaba ya fuera de la casa y cambiado mucho antes que el crimen se descubriese. Ahora bien: cuando lady Edgware demostró que era inocente y Scotland Yard empezó a investigar sus antecedentes, huyó.

Japp aprobó con la cabeza.

—Me quedaba todavía por resolver la cuestión de las gafas. La más sospechosa era miss Carroll. Ella podía haber sustraído la carta que lord Edgware escribió a Jane. Mientras concertaba con Charlotte Adams los detalles de la suplantación, o bien al encontrarse después del crimen, podían habérsele caído las gafas en el monedero de Charlotte. Sin embargo, aquellas gafas no parecían pertenecer a mis Carroll. Venía hacia aquí con Hastings, muy deprimido, tratando de ordenar en mi cerebro los sucesos, cuando de repente ¡ocurrió un milagro! Primero, Hastings me habló de varias cosas, recordándome la casualidad de que Donald Ross había sido uno de los trece asistentes al banquete de sir Montagu Córner y fue el primero en morir. Como en aquellos momentos yo estaba pensando en otras cosas más importantes, no presté atención a lo que me decía. Iba pensando en quién podría informarme respecto a los sentimientos de míster Martin por Jane Wilkinson. Ella no me los diría, estaba seguro. En aquel momento, unas muchachas que paseaban por mi lado iban comentando una película. Una de ellas, refiriéndose a un personaje de la película, dijo algo acerca de cierta Ellis. Inmediatamente, toda la verdad se me reveló —Poirot miró en torno suyo y siguió—: Sí; las gafas, la llamada telefónica, la mujer que fue a París en busca de la cajita de oro, eran cosa de Ellis, la camarera de Jane Wilkinson. Lo comprendí todo: los candelabros, la luz tenue de la mansión de sir Montagu Córner, mistress Van Deusen... Todo. Todo.