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—Sí —dijo Poirot tranquilamente—; lo comprendo.

—Yo la conozco muy bien —repitió Martin. Permaneció un momento en silencio, y, al fin, dijo, variando de tono—: Y respecto al asunto que hemos hablado, ya se lo explicaré dentro de unos días. Se ocupará usted de él, ¿verdad?

Poirot le miró un momento en silencio.

—Sí —dijo al fin—; me ocuparé de él. Lo encuentro ... interesante. Había algo extraño en la forma con que pronunció las últimas palabras.

—Acompaña a míster Martin —me dijo. Al salir, me dijo Bryan:

—¿Ha entendido usted lo que ha querido decir al referirse a la edad de aquel sujeto? No veo que sea tan interesante el que tenga cerca de treinta años.

—Ni yo tampoco —le aseguré.

—Parece una incongruencia. Seguramente habrá querido burlarse de mí.

—No lo crea —dije—. Poirot es un hombre serio. Confie en él. Ese detalle tiene la importancia que él le ha dado.

—Bueno, que me aspen si lo entiendo.

Se marchó y yo subí a reunirme con mi amigo.

—Poirot —le dije—, ¿qué tiene que ver la edad del perseguidor de Bryan Martin en ese asunto? ¿En qué lo relacionas?

¿No lo comprendes? ¡Pobre Hastings! —movió la cabeza sonriendo, y, al fin, preguntó—: ¿Qué piensas tú, en resumen, de esta entrevista?

- Es tan poco! No sé qué decirte. ¡Si supiéramos algo más!

- Pero, sin saber nada más, lo poco que conocemos, ¿no te sugiere alguna idea, mon ami?

El timbre del teléfono me libró de la vergüenza de declarar que no me sugería ninguna idea. Descolgué el auricular.

Se oyó una voz de mujer, una voz clara, argentina:

-Habla la secretaria de lord Edgware. Lord Edgware siente mucho tener que renunciar a la entrevista que había convenido con monsieur Poirot. Sin embargo, podría hablar con monsieur Poirot durante unos minutos, a las doce y cuarto de esta misma mañana, si a monsieur Poirot le conviene.

Consulté con mi amigo.

¡Claro que iremos a verle!

Repetí a la secretaria lo que mi compañero me había dicho.

- Muy bien —dijo la frágil voz—. Quedamos en que a las doce y cuarto de esta mañana.

Y colgó el aparato.

Capítulo IV

Una entrevista

Llegamos a la casa de lord Edgware, en Regent Gate. Yo me encontraba en un estado expectante. Aunque no sentía, como Poirot, gran admiración por los problemas psicológicos, las pocas palabras que pronunció lady Edgware respecto a su marido habían despertado mi curiosidad y ansiaba juzgarle por mí mismo.

La mansión del noble lord era un edificio imponente, de bella construcción, algo sombrío. Las ventanas que daban a la fachada carecían de superfluos adornos.

Nos abrió en seguida la puerta, no un anciano criado de cabellos blancos, que hubiese estado en armonía con el exterior de la casa, sino uno de los jóvenes más agradables que jamás había visto. Alto y admirablemente proporcionado, un escultor hubiese hallado en él el digno modelo de Kermes o de Apolo. Mas, a pesar de su agradable aspecto, había cierto afeminamiento en su voz que me desagradó. Al mismo tiempo, no sé por qué, no podría precisarlo, algo en él me recordó vagamente a alguien, alguien a quien había visto hacía mucho tiempo, pero que me era imposible recordar.

Preguntamos por lord Edgware.

—Por aquí, señores.

Le seguimos a lo largo del vestíbulo, pasamos ante la escalera y continuamos hacia una puerta que había al final. Abrióla y nos anunció con aquella voz suave que tanto me desagradaba.

La habitación en que entramos era una especie de biblioteca. Las paredes estaban atestadas de libros; el decorado, un poco sombrío, era agradable, y las sillas, imponentes, aunque no tenían nada de cómodas.

Lord Edgware se había levantado para recibirnos. Era un hombre de unos cincuenta años, alto, el cabello negro mezclado de gris, el rostro enjuto y la boca algo burlona. Tenía el aspecto de ser hombre de mal genio. Sus ojos miraban de una manera que parecían ocultar algo. En realidad, eran unos ojos muy extraños. Sus maneras eran suaves y ceremoniosas. !

—¿Monsieur Hércules Poirot y el capitán Hastings? Hagan el favor de sentarse.

Obedecimos. La habitación era fría; por la única ventana que había en ella entraba la luz tenuemente, y la oscuridad contribuía a enfriar la atmósfera

Lord Edgware cogió de sobre su mesa la carta escrita por mi amigo.

—Desde luego, conozco su nombre y su fama, monsieur Poirot. Hay muy pocos que no le conozcan —Poirot se inclinó ante el cumplido—. Pero, la verdad, no comprendo su intervención en este asunto. Me dice usted en su carta que desea verme en nombre de... —se detuvo un momento— mi esposa.

Pronunció las dos últimas palabras de un moda particular, como si le costase un gran esfuerzo.

—Así es —dijo Poirot.

—Yo creí que usted era sólo investigador de crímenes, monsieur Poirot.

—De problemas, lord Edgware. Hay problemas de crímenes, ciertamente; pero hay, además, otros problemas.

—Es verdad. ¿Quiere decirme de qué clase es este intrincado problema?

La burla estaba latente en sus palabras.

—Tengo el honor de venir a usted en nombre de lady Edgware —dijo—. Lady Edgware, como usted ya debe saber, desea... divorciarse.

—Estoy enterado de eso —dijo lord Edgware fríamente.

—Su esposa me indicó que usted y yo podríamos tratar de ese asunto.

—No hay nada que tratar.

—Entonces, ¿se niega usted?

—¿Negarme? De ningún modo.

Lo que menos esperaba Poirot era semejante contestación. Pocas veces había visto a mi amigo tan asombrado. Su aspecto era realmente ridículo. Con la boca abierta, la pasmada expresión de los ojos y las cejas arqueadísimas, parecía, en realidad, la caricatura de una revista festiva.

Comment!—exclamó—. ¿Cómo es eso? ¿Que usted no se niega?

—No sé cómo interpretar su asombro, monsieur Poirot.

-Ecoutez, ¿realmente está usted dispuesto a divorciarse de su mujer?

—Claro que sí, y ella debe saberlo, puesto que la escribí diciéndoselo.

—¿Que usted le escribió diciéndoselo?

—Sí; hace cerca de seis meses.

—Pues no lo entiendo.

Lord Edgware no dijo nada.

—Yo creí que usted era un acérrimo enemigo del divorcio.

—No creo que mi manera de ser le importe a usted, monsieur Poirot. Es cierto que no quise divorciarme de mi primera mujer. Mi conciencia no me permitía hacerlo. Mi segundo matrimonio, lo reconozco, fue una verdadera equivocación. Cuando mi mujer me pidió el divorcio, me negué rotundamente. Seis meses después me escribió, insistiendo. Me figuré que quería casarse con algún actor de cine o con algún tipo por el estilo. En aquella época, mi manera de ver las cosas había sufrido una gran variación, por lo cual le escribí a Hollywood aceptando al fin su proposición —hizo una pequeña pausa y añadió—: Supongo que será por cuestión de dinero por lo que le envía a usted a verme.

Sus labios se curvaron burlonamente al pronunciar las últimas palabras.

—¡Qué cosa más rara! —murmuró Poirot—. En todo esto hay algo que no entiendo.

—Respecto al dinero —siguió lord Edgware—, no pienso hacer ningún arreglo. Mi mujer me abandonó por su gusto; si ahora quiere casarse con otro, por mí puede hacerlo; pero no veo ninguna razón para que tenga que darle un céntimo.

—No se trata de ningún convenio financiero.

Lord Edgware le miró.

—¡Ah!, entonces es que Jane se casa, sin duda, con un rico —murmuró.

—En todo esto hay algo que no entiendo —repitió Poirot. Estaba perplejo y las arrugas de su rostro denotaban el esfuerzo que hacía por comprender—. Creo haber oído decir a lady Edgware que trató varias veces de comunicarse con usted por medio de abogados.