Выбрать главу

—En efecto —asintió secamente lord Edgware—, me mandó abogados ingleses, americanos... En fin, últimamente me han visitado abogados de todas clases, hasta que, por último, ya se lo he dicho a usted, me escribió ella misma.

—Antes, ¿se había usted negado siempre?

—Sí.

—¿Y dice usted que al recibir su carta cambió de pensamiento? ¿A qué fue debido ese cambio, lord Edgware?

—En modo alguno a la carta —dijo secamente—. Mi manera de ver el asunto había variado. Eso es todo.

—Fue un cambio súbito.

Lord Edgware no replicó.

—¿Qué motivo especial le hizo cambiar de parecer, lord Edgware?

—Eso, monsieur Poirot, no le interesa a nadie más que a mí. Prefiero no hablar de este asunto. Únicamente diré que poco a poco me fui dando cuenta de las desventajas que para mí presentaba lo que podríamos llamar..., perdóneme la expresión, una unión degradante. Mi segundo matrimonio fue una equivocación, ya se lo he dicho a usted.

—Eso mismo piensa su esposa —dijo Poirot suavemente.

—¡Ah! ¿Sí?

Un extraño brillo cruzó por sus ojos, pero en seguida volvió a su expresión normal.

Se levantó, y mientras nos despedíamos, sus maneras se suavizaron.

—Les ruego que me perdonen por haber alterado la visita, pero mañana mismo debo salir hacia París.

—¡Oh, no faltaba más!

—Se trata de una subasta de verdaderas obras de arte. Tengo puestos los ojos en una estatuilla..., algo perfecto, una verdadera maravilla en su estilo..., tal vez de un gusto un poco macabro, pero no puedo remediarlo, adoro lo macabro, me ha atraído siempre. Mis gustos, como ustedes ven, son ciertamente un poco originales.

Antes que él dijese esto, ya había yo pasado revista a los libros de su biblioteca que estaban próximos a mí: las Memorias de Casanova, un volumen sobre el marqués de Sade y otro referente a las torturas medievales. Yo recordé el estremecimiento de Jane Wilkinson al hablar de su marido. Aquello no fue fingido, no. Me hubiese gustado saber exactamente qué clase de hombre era George Alfred Saint Vincent Marsh, cuarto barón de Edgware.

Mientras nos despedía, tocó el timbre. En el vestíbulo nos aguardaba el apolíneo criado. Al ir a cerrar tras de mí la puerta de la biblioteca, eché una última ojeada a la estancia y hube de contener una exclamación. El suave y sonriente rostro del aristócrata se había transfigurado. Con los labios cerrados y los ojos centelleantes, tenía una terrible expresión de furor, y ya no me extrañó que dos mujeres le hubiesen abandonado. Lo que sí me maravillaba era el gran dominio que tenía de sí mismo, hasta el punto de haber soportado aquella entrevista con tanta corrección.

Cuando llegamos a la puerta principal, a la derecha del vestíbulo abrióse una puerta. Una joven apareció en el umbral de una habitación; pero, al vernos, retrocedió.

Era una muchacha alta, de cabellos negros y rostro pálido. Sus asustados ojos negros se clavaron un momento en los míos. Luego, como una sombra, se hundió otra vez en la habitación y cerró tras sí la puerta.

Poco después estábamos en la calle. Poirot hizo detener un taxi, subimos a él y ordenó al chófer que nos condujese al Savoy.

—Bueno, Hastings —me dijo—, esta entrevista no ha resultado como esperábamos.

—Es verdad. ¡Qué hombre más extraordinario es ese lord Edgware! Y le conté a renglón seguido lo que había visto al mirar por última vez hacia la biblioteca.

Mi amigo movió la cabeza, lenta y pensativamente.

—Me parece que está al borde de la locura, Hastings. Me hace el efecto de que tiene vicios raros y de que bajo su fría apariencia oculta una gran crueldad.

-No me asombra que le hayan abandonado sus dos mujeres.

-Ni a mí tampoco.

-Oye, Poirot, ¿has visto, al salir, a una muchacha muy pálida, de cabellos negros?

—Sí, mon ami; una joven que parecía muy asustada. Su aspecto no era de ser muy feliz.

Su voz tenía un tono grave.

—¿Y quién supones que será? —pregunté.

—Probablemente, su hija. Lord Edgware tiene una hija.

—Parecía aterrorizada —dije lentamente—. Esa casa es un lugar muy tenebroso para una muchacha.

—Verdaderamente. ¡Ah!, ya hemos llegado, mon ami Ahora, a poner en conocimiento de lady Edgware la feliz noticia.

Jane estaba en el hotel, y después de una pequeña espera, el portero nos indicó que podíamos subir a sus habitaciones. Un «botones» nos acompañó hasta ellas. Salió a recibirnos una pulquérrima señora de cierta edad. Llevaba lentes y su cabello gris estaba primorosamente peinado. Desde la alcoba, la cálida voz de Jane la llamó:

—Ellis, ¿es monsieur Poirot? Hazle sentar, me pongo unos trapos y salgo en seguida.

Los trapos de Jane era un sutilísimo salto de cama, que revelaba mucho más de lo que ocultaba. Al entrar, nos preguntó ávidamente:

—¿Qué?

Puesto en pie, Poirot se inclinó hacia ella.

—Admirablemente, señora.

—¡Cómo! ¿Qué quiere usted decir?

—Que lord Edgware está por completo dispuesto a acceder al divorcio.

—¿Qué?

O la estupefacción que se pintó en su rostro era verdadera, o Jane Wilkinson era la actriz más asombrosa del mundo.

—Monsieur Poirot, ¿lo ha conseguido usted? ¿Tan pronto? Es usted genial. Vamos, cuénteme, cuénteme cómo lo ha logrado.

—Señora, no puedo aceptar semejantes inmerecidas lisonjas! Hace seis meses que su esposo le escribió accediendo, por fin, a sus deseos.

—¿Qué dice usted? ¿Que me escribió a mí? ¿Adonde me escribió?

—Creo que fue cuando estaba usted en Hollywood.

—No recibí semejante carta. Sin duda se extraviaría. ¡Y pensar que me he pasado meses y meses forjando planes descabellados, furiosa, casi a punto de volverme loca!

—Al parecer, lord Edgware creía que iba usted a casarse con un actor.

—Claro, eso fue lo que le dije en mi carta —en sus labios brillaba una infantil y encantadora sonrisa. De pronto aquella sonrisa se trocó en una mirada de inquietud—. Usted no le habrá dicho nada respecto al duque y yo, ¿verdad?

—Tranquilícese; no le he dicho nada. Debe ocultar eso, ¿verdad?

—Sí; ya habrá notado que es un hombre extraño. Mi boda con Merton hubiese sido, sin duda, para él motivo de oposición. En

cambio, un actor cinematográfico es algo muy distinto. En fin, de todos modos, estoy asombradísima —y añadió, dirigiéndose a su sirvienta—: ¿Qué te parece, Ellis?

La mujer había ido sacando de la alcoba varios trajes de calle, que estaba colocando sobre los respaldos de las sillas. Al parecer había escuchado toda la conversación. Por lo visto, poseía la confianza de su señora

—-iOh, señora! El señor debe haber cambiado muchísimo desde que le conocimos.

En la voz de la camarera había una nota de rencor.

—Parece que la desconcierta a usted la actitud de su marido, que no la comprende, ¿verdad? —inquirió Poirot.

—¡Oh, sí! ¿Qué le habrá hecho cambiar de tal modo, después de tanto tiempo?

—Eso quizá no le interese a usted tanto, señora, como a mí.

Jane no le prestaba ya atención.

—¡El resultado es que, por fin, soy libre! —exclamó alegremente.

—Todavía no, señora.

—Bueno, pero estoy en camino de serlo, que es lo mismo.

Poirot la miró extrañado.

—El duque está en París, ¿sabe usted? —añadió Jane—, y voy a telegrafiarle en seguida. Su madre se pondrá furiosa. Poirot se levantó para marcharse.

—Me alegro, señora, de que todo salga a su gusto, como anhelaba.

—Adiós, monsieur Poirot, y muchísimas gracias.

—No las merezco; no he hecho absolutamente nada para merecerlas.

—Me ha traído usted la mejor noticia del mundo y le estoy profundamente agradecida.

—Eso es lo que se le ocurre —me dijo Poirot mientras salíamos de la habitación—. No siente la menor curiosidad por conocer la causa que impidió llegar a sus manos la carta de su marido. Fíjate bien, Hastings. Como negociante, es astuta; pero no tiene ni chispa de inteligencia. Bien es verdad que Dios no puede concedérselo todo a las criaturas.