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Gonzalo Torrente Ballester

La Muerte Del Decano

A mis nietos Josefina y Rodrigo;

a mi biznieta Clara

Primera Parte

1

El lego entró arrastrando las sandalias, las manos recogidas debajo del escapulario, y éste oculto por un mandil, de los de peto. Llevaba la capilla echada y unas gafas de hierro montadas en la nariz.

– El padre Fulgencio me dice que vendrá en seguida. El padre Fulgencio está atendiendo a unos frailes jóvenes que le han planteado una cuestión moral, pero vendrá en seguida. El padre Fulgencio le estaba esperando.

– Daré una vuelta por el claustro.

– En el claustro hace mucho frío, y hay partes donde llueve. El señor Decano haría mejor en meterse en mi chiscón, que tengo una estufa encendida, o, en todo caso, pasar a la sala de visitas.

– No, no. Esperaré en el claustro. Vengo bien abrigado.

Se subió el cuello y se calzó los guantes. Llevaba un paraguas, y lo sostuvo debajo del brazo. Se apoyó en él. Descendió por los escalones de piedra y cerró tras sí la puerta de cristales. El lego hizo un gesto de incomprensión y se metió en su cuchitril.

Por el claustro corría el viento en ráfagas sonoras cargadas de gotas gruesas de lluvia. Estaba el aire gris, y la piedra negreaba en los ángulos remotos. El Decano se apoyó en el murete que separaba el claustro del jardín. Llovía fuerte, la lluvia batía los macizos sin flores, los magnolios de las esquinas borraban el perfil de los arcos. Chorreaba por la cubierta del templete central, en el que habían instalado una estatua moderna, cursi, de san Francisco.

La lluvia no dejaba ver el gesto patético y almibarado del santo.

El Decano, sin embargo, no apartaba la vista de él. No dejó de mirarlo hasta que se oyeron las sandalias del padre Fulgencio por las losas húmedas. Entonces, el Decano volvió la cabeza. El fraile con la capa puesta y la capilla echada, se acercaba rápido: sus pies descalzos aparecían y desaparecían por debajo del hábito conforme caminaba.

– Pero, hombre de Dios, ¿cómo se ha venido hasta aquí con la tarde que hace? Hubiera esperado mejor en la sala de visitas.

Le cogió del brazo y tiró de él hacia la salida.

– Venga. Usted sabe que allí tenemos un radiador que algo calienta. Y fray Manolo nos traerá de beber. Venga.

El Decano se dejó llevar.

Entraron en la sala de visitas, vacía. Por una ventana entraba un poco de luz, pero la habitación estaba sombría. El fraile encendió la lámpara centraclass="underline" tres brazos y una bombilla, rodeada de abalorios verdes y rojos, una cenefa de azules. El padre Fulgencio le señaló un sillón forrado de hule verde oscuro.

– Acomódese. Voy a pedir que nos traigan el licor.

Al lego, que acudió renqueando, le pidió que trajera una botella de licor y dos copas. Luego se volvió al Decano.

– No lo hago sólo por invitarle, sino por egoísmo. Una copita, con el frío que hace, nunca viene mal.

Se sentó en una silla. El Decano jugaba con el paraguas.

– Déjeme eso, se lo colgaré por ahí.

Mientras colgaba el paraguas, vuelto de espaldas, añadió:

– También puede quitarse el abrigo, que estará húmedo.

Se volvió, y ayudó al Decano.

Le sacudió la lluvia y colgó el abrigo en una percha.

– Ahí estará mejor. Entrará en calor cuando nos traigan la copa. ¿Me da un pitillo?

El Decano sacó el paquete del bolsillo, extrajo dos cigarrillos y dio uno al fraile. Puso el otro entre los labios y encendió el mechero. El fraile chupó ávidamente el cigarrillo. El Decano, mientras, encendía el suyo con parsimonia. Se mezclaron los humos. Se miraron. Se echaron a reír.

– ¿Le pasa algo? ¿Cómo se le ocurrió venir esta tarde?

– Digamos que vengo de despedida.

– ¿Se va de viaje?

– No, precisamente. Bueno, según se mire, lo de hoy puede ser un viaje. Mucha gente considera a la muerte como final del viaje, y, otros, como su comienzo. A mí me da lo mismo, pero usted puede escoger.

Al fraile le había quedado la mano en el aire, el cigarrillo humeando. Se agravó el tono de su voz.

– No me dirá…

– A decírselo vengo.

Entró el lego sin llamar.

Traía una bandeja de peltre con una botella y dos copas. Lo dejó todo en una mesilla. El Decano dijo al padre Fulgencio:

– Antes de hablar, sírvame la copa.

– Me han traído coñac. No sé si le apetecerá a estas horas.

– Un coñac siempre viene bien con este tiempo, aunque sea de ese malo que ustedes usan.

– El voto de pobreza no nos permite tenerlo mejor -le dijo el fraile mientras servía la copa y se la tendía. El Decano carraspeaba.

– Es un verdadero matarratas, pero en fin, no habiendo otra cosa…

Echó un sorbo breve y dejó la copa en una esquina de la mesa. El fraile probó la suya.

– No le falta razón. Es verdaderamente fuerte. Rasca la garganta. Le pediré al prior que compre coñac de otra clase.

– A veces basta con cambiar de marca.

– Usted, naturalmente, beberá del mejor.

El Decano, la copa en alto, sonrió.

– Yo no hice voto de pobreza, y mantengo algunas malas costumbres. La del buen coñac es de las más caras.

Bebió otro sorbo. Volvieron a mirarse. Lo trivial quedaba dicho.

– Me tiene usted preocupado.

– Yo también lo estoy.

– Pues no lo parece. Ha hablado, hace un momento, con toda naturalidad de…

– De mi muerte inmediata. ¿Esta noche, quizá? No puedo saberlo, pero lo presiento. Lo presiento por ciertos indicios.

– ¿No será todo una fantasía? Lo he pensado muchas veces.

– Yo también; pero, en todo caso, es una fantasía que a veces me abruma como la realidad más evidente. Esta mañana don Enrique estuvo tan amable conmigo, tan cariñoso… Yo le observaba, y en su mirada vi la muerte. La mía, por supuesto. En su mirada, en cierto temblor de sus manos. Por buen actor que sea, siempre hay síntomas…

– ¿Por qué no le hace frente?

– ¿Con qué pretexto? ¿No ve usted que sería ridículo? Imagínelo. Me diría inmediatamente: Usted se ha vuelto loco. Y tendría que confesarle que sí. Si hice de usted mi confidente, fue porque usted es la única persona que sabe que hablo en serio, que lo comprende.

El Decano dejó un momento la voz en suspenso y, con la mano, hizo un signo vago.

– Tengo ciertos principios de conducta, y alguna vez le he dicho que la muerte no me aterra.

– Cuando es inevitable. Pero ésta…

– Para mí lo es.

– Puede usted marcharse de viaje. Esta tarde misma.

– ¿Y qué? Sería aplazarlo unos días, un mes… No puedo marcharme indefinidamente, menos aún puedo ir al Rector y decirle que marcho por miedo a que me envenenen… porque la muerte que presiento…

Miró fríamente al fraile.

– …para hoy mismo…

El padre Fulgencio se levantó airado.

– ¿Para hoy mismo? No le dejaré salir del convento. Hay alguna celda cómoda… para cuando vienen a visitarnos los prelados. También puedo encargarle una cena especial.

El Decano, también de pie, lo empujó hasta el asiento. Luego se sentó también.

– Hasta ahora me escuchó siempre con serenidad.

– No estaban las cosas tan graves.

– ¿Qué más da? Usted puede seguir pensando que se trata de una fantasía. Yo, sin embargo, creo en el Destino, y en que es inútil huirle. Recuerde la historia aquella del que se escapó a Samarcanda para esquivar la muerte, cuando la muerte le esperaba precisamente en Samarcanda.

– Los hombres de Oriente tienen otra mentalidad. Los conozco bien. No olvide los años que pasé en Jerusalén. Pero nosotros…

– Ustedes creen que Dios les tiene asignado un momento, y que es inútil escaparle. Yo espero ese momento como inevitable… Esta noche, quizás, según ciertos indicios. Ya se lo dije.