Entró en su aula, metió la cabeza entre las manos, los alumnos se fueron acomodando en silencio.
“Comprenderán ustedes que no sepa de qué hablarles…” A la misma hora, los Decanos entraban juntos en el Rectorado: el de Medicina, el de Farmacia, el de Derecho, el de Ciencias.
El Rector les esperaba, con cara de circunstancias.
– Estoy desolado. ¡Un escándalo como éste, en la Universidad, donde jamás pasó nada semejante!
Los decanos se acomodaban en los sillones tapizados de terciopelo rojo. Uno sacó tabaco y ofreció.
– Y no por falta de ganas, puedes creerme. Yo mismo me desharía de buena gana de algún colega…
– ¡Bueno, hombre! ¡A todo el mundo le estorba alguien! Pero de eso a matar… Hay muchas maneras de deshacerse de un enemigo.
– Maneras administrativas. Pero alguno estorba aquí y en Pekín. Yo, a más de uno, le deseo la muerte.
– ¡A ver si has sido tú el que mató a don Federico!
– Ni lo conocía. Por lo que me dijeron de él, no era hombre simpático. Siempre esquivé que me lo presentaran. Lo he visto y lo he oído cuando todos vosotros: en los claustros. Y no puede decirse que fuera muy elocuente.
– Tenía fama de serlo.
– En sus clases. A nosotros nos despreciaba…
El Rector alzó una mano, una mano crispada.
– Por favor… No os he llamado para esto. Tenéis que daros cuenta… Mi situación. Yo tengo que presidir el entierro…
– Lo harás muy bien, con tu acostumbrado empaque. Y si alguno de éstos quiere acompañarte… Yo, no, por supuesto. Acabo de coger una gripe…
El Decano de Medicina simuló un estornudo.
– ¿Veis? Una gripe oportuna.
– No se trata de eso. Es que, si no se arregla lo contrario, el entierro será civil. Hay sospechas de que nuestra colega se haya suicidado. Y eso siempre es un engorro. Hay que hablar con el arzobispo, que, a lo mejor, no da el permiso para que lo entierren en sagrado… Un verdadero engorro. A no ser que…
– ¿Qué? -preguntaron a un tiempo los cuatro Decanos.
– Que ciertas sospechas se confirmen… Un auxiliar anda por el medio. ¿Recordáis? Aquel larguirucho, enlutado, que se sentaba siempre al lado de don Federico… Su propio auxiliar. ¡Y menudo jaleo el que armó para traerlo! Dicen de él que es más que una promesa. Claro que si mató a don Federico… Veinte años no hay quién se los quite.
– Por lo menos, veinte, si al Tribunal no le duele el estómago aquel día. El máximo serían treinta, descartada la pena capital, que, yo no sé por qué, se pide cada vez menos en delitos de esta clase.
– Vamos a suponer que no aparecen implicaciones políticas.
En este momento sonó el teléfono. El Rector corrió a él.
– Pásemelo en seguida -le oyeron decir; y se volvió a los Decanos-. Es el Comisario de Policía. Quedó en llamarme. -Tapaba el micrófono con la mano: lo llevó a la oreja-. Sí, diga… Yo soy. ¿Cómo está, señor Comisario?… Yo, esperando sus noticias… Sí, sí… ¡No sabe usted el peso que me quita de encima! Sí, hágalo cuanto antes… No, a nosotros no nos importa: es un auxiliar temporal, casi no forma parte de la familia universitaria… Sí, gracias.
Colgó el aparato y se volvió a los Decanos.
– Todo resuelto. La Policía presentará ahora mismo en el Juzgado acusación formal de asesinato contra el auxiliar ése…
5
El padre Fulgencio terminó aquella misa que había dicho de prisa, con cierto cargo de conciencia como si se hubiera saltado rúbricas y hubiera consagrado sin convicción. Despachó a dos o tres beatas que le esperaban para confesarse, las despachó con un “Esperen o váyanse”. Al salir, tomó del perchero un paraguas, que no era el suyo habitual, que quizás le resultase un poco grande, pero le daba lo mismo. En la calle orvallaba, un orvallo frío que le estremeció hasta los huesos, un momento. En realidad, no era de los días más fríos, sino un poco fresco. Echó a andar, el paraguas abierto, que no le cubría de la lluvia la punta de los dedos. A la derecha le quedaba la facultad de Medicina, con grupos de estudiantes a la puerta, entrantes o salientes de alguna clase temprana.
Al llegar a la plaza, una bocanada de aire le arremolinó las faldas del hábito: se armó un pequeño lío, al arreglárselas, porque una de las manos tenía que sostener el paraguas abierto. Por fin pudo escapar a la ventolera y subir bajo el arco, donde no llovía pero era tan corto de trayecto que no consideró imprescindible cerrar el paraguas.
Unas calles más arriba, entró en el Juzgado y pidió ver al Juez.
Le mandaron esperar y, después de un rato, un alguacil le vino con el recado de que el Juez tenía muchas ocupaciones urgentes, y que le rogaba volver al día siguiente.
“Dígale que tengo algo importante que decirle acerca de la muerte del señor Decano.” El alguacil salió con el recado y volvió pasado un momento con la respuesta. “Que espere unos cinco minutos.” Fueron pocos. Al cabo de tres o cuatro, el mismo Juez salió a recibirle, le saludó y le mandó entrar. El despacho del Juez era de una tremenda vulgaridad: una mesa como todas, unas estanterías de pino sin pintar cargadas de legajos, tres o cuatro sillas, jirones de humedad en la pared encalada. El Juez le señaló el lugar más cómodo y le pidió que se sentase. “Lo que viene usted a decirme, ¿es una declaración o una confidencia?” “Es una confidencia que puedo convertir en declaración, si usted así lo ordena.” “Empiece.” El Juez se sentó al otro lado de la mesa y encendió un pitillo, después de haber ofrecido al fraile y que éste lo aceptase…
– No sé cómo empezar, pero hay que empezar de alguna manera. El Decano y yo éramos amigos. No me pregunte usted por qué. Nos separaban muchas cosas, pero la simpatía, usted lo sabe, es inexplicable. A mí me era simpático, y supongo que yo le era simpático a él. Lo conocí a principios del curso pasado, y hemos tenido muchas y muy largas conversaciones. Él sin salirse de su ateísmo yo encastillado en mi fe. Ni él pretendía convencerme ni yo a él, pero nos escuchábamos. Hablábamos casi siempre de Historia, de la manera de entenderla. Sólo a finales de junio, cuando se iba de vacaciones, me dijo un día: “¿Sabe usted que alguien quiere matarme?” No sé lo que entonces le contesté y no volvió a mencionar el caso. Pero la primera vez que nos vimos, durante este curso, volvió a referirse al peligro en que se encontraba y al riesgo que corría, siempre sin datos concretos, siempre puras conjeturas y suposiciones. A mí no me sorprendía que aquella mente, más poética e imaginativa que científica, hubiera imaginado una historia en la que él mismo creyera. Pero ayer me dejó preocupado. Dijo que le matarían esa noche y que venía a despedirse. También me entregó unos papeles, un capítulo de una obra que estaba escribiendo y del que, no sé por qué, me hizo depositario. Aquí lo traigo.
Hizo una pausa, dejó encima de la mesa del Juez un buen montón de folios. El Juez aprovechó la pausa para preguntarle:
– Y, en tantas ocasiones de conversación, ¿nunca le dio el nombre del presunto asesino?
– Si no me lo hubiera dicho, mi testimonio no serviría de nada. Quizás tampoco sirva así, pero yo cumplo con mi conciencia al venir a hablar con usted. La persona de quien el Decano esperaba la muerte era su auxiliar, el profesor…
El Juez murmuró un apellido.
– No. Él no le llamaba así. Él le llamaba don…
– ¿Enrique?
– Sí, eso. Don Enrique, nunca por el apellido, nunca sin el don. Como si le tuviera respeto, o como si la amistad entre ambos no hubiera llegado aún a ese momento en que se olvidan los protocolos.
– Sin embargo, se conocían hace mucho tiempo.
– Eso, no lo sé.
– Yo lo he averiguado. Don Enrique fue su discípulo en la Universidad de Barcelona. El decano le dirigió la tesis doctoral, y sacó a oposición la plaza de auxiliar para que don Enrique la ocupase. Fue una oposición reñida. La Facultad tenía otros candidatos. Don Enrique se impuso por su saber: al final, todo el mundo lo admitió. Y vino a vivir aquí, con su mujer, para seguir preparando su oposición a cátedras supervisado por el Decano, que veía en él su continuador.