El fraile hizo ademán de interrumpirle, pero esperó a que el Juez terminase. Entonces, preguntó:
– ¿Ha dicho usted con su mujer? ¿Sabe que el Decano, ayer tarde, me confesó que estaba enamorado de ella? Puede ser un motivo.
El Juez apuntó algo en un papel.
– ¿Enamorado de ella?
– Así me lo dijo, sin que yo se lo preguntase. Me lo dijo sin venir a cuento, desde mi punto de vista; pero se conoce que no era lo mismo desde el punto de vista de él. Me dijo que me cuidase de ella si a su marido le metían en la cárcel, y añadió que estaba enamorado de ella, aunque ella lo ignorase.
– ¿Usted la conoce?
– No, ¿y usted?
– Tampoco. Pero, tendré que conocerla. Ella no puede testificar contra su marido, pero sí a su favor. Y, en cualquier caso, una entrevista con ella puede ser interesante.
El Juez permaneció callado, como meditando, unos instantes.
– En todo caso, eso que acaba usted de revelarme cambia bastante el aspecto de las cosas. Un motivo, como usted dijo. Aparece un motivo. Pero aún así…
Levantó la cabeza y miró al fraile fijamente.
– ¿Le dije que en ningún momento creí en la culpabilidad de don Enrique? Puedo añadirle que, a pesar de todo, sigo sin creerlo… No sé. Cuadra tan bien con todos los detalles, son tantas las razones que se acumulan contra don Enrique, que me parecen excesivas.
– Entonces, ¿usted qué cree?
– No tengo razones, sino algo tan deleznable como una intuición. Pero, a pesar de las pruebas, estoy convencido de que se trata de un suicidio. Y, después de lo que usted me ha dicho, más.
El fraile se había santiguado, y había dicho por lo bajo: “Jesús María…”
– Uno de los argumentos más penetrantes del Comisario de Policía es el de que había dos cigarros en el cenicero. El uno, con la ceniza intacta; el otro, con la ceniza sacudida en varias ocasiones. El Comisario de Policía atribuye el segundo al asesino, cuyo nerviosismo le llevaba a sacudir la ceniza constantemente, en tanto que el otro, el muerto, tranquilo e ignorante del peligro, mantuvo los nervios calmados hasta el final. Pero, según su declaración, el Decano esperaba ser asesinado anoche, y precisamente por don Enrique. ¿Es verosímil esa tranquilidad en un hombre que sabe, o al menos teme, ser asesinado?
– Invierta usted las conjeturas. El que mantuvo los nervios fue el asesino.
– Ya las invierto, y no descarto su idea. Sin embargo…
– ¿No le convence?
– No, y no sabría decirle por qué.
El fraile se levantó.
– En ese caso, todo lo que yo pudiera contarle, sobra.
– Pero no se vaya aún.
– ¿Puedo servirle en algo, o de algo?
– Usted conocía al Decano; yo, no. Y son muchas las lagunas que sus confidencias pueden cubrir. Mi cabeza sólo contiene unas cuantas ideas prendidas con alfileres. Los hechos las contradicen. Espero muy pronto el informe de la policía con datos objetivos, y aunque ya pueda adivinarlos, su presencia en un papel oficial me obligará… No sabe usted la fuerza que tienen unas palabras en un papel oficial, con un sello oficial y la firma de alguien preparado y con autoridad. Por eso necesito sus declaraciones.
– De poco pueden servirle. Yo nunca creí al Decano hombre capaz de suicidarse. Es más: si se demostrara que es un suicida, me costaría trabajo creerlo. Sus grandes proyectos intelectuales no eran los del hombre que sabe cuándo va a morir. Más bien los de quien espera, o desea, larga vida. Claro que su pasividad ante la idea del asesinato… Pero no era algo seguro, inevitable, sino una especie de fantasía…
– …que como usted sabe, más bien se trataba de una adivinación.
– Por eso tomó tantas precauciones. Él temía que le robaran sus ideas. Me fue dando las páginas de su libro por si se lo robaban. Envió a lugar seguro no sé qué papeles, pero imagino que serán notas, esquemas, esbozos… Lo que se puede saber de antemano de una obra en marcha que uno teme que le roben… Yo doy mucha importancia a esos papeles que envió a la Academia de la Historia.
– Unos papeles que no se podrán leer hasta que pasen veinte años. ¿Qué habrá sido de nosotros para entonces? Yo espero vivir veinte años. Y usted, que es más joven que yo…
– ¿Cree usted que dentro de veinte años tendremos el mismo interés que ahora? ¿No le parece a usted mucho tiempo?
– Veinte años, más o menos, será la condena que caiga sobre don Enrique por un crimen no demasiado claro. De otro modo, si él confiesa podrán ser más.
– Imagine usted que don Enrique es inocente.
– Me cuesta trabajo imaginarlo.
– Haga un esfuerzo. Veinte años de prisión le habrán destrozado, habrán hecho de él un pingajo humano. Saldrá de la cárcel con deseos de venganza… ¿contra quién? ¿Contra los jueces que le hayan condenado? No contra mí, por supuesto, que no seré más que el instructor del sumario, sino contra… Los jueces que le juzgarán ya habrán muerto, o estarán jubilados… En fin, que el porvenir de don Enrique, inocente o culpable, no es envidiable.
– ¿Es ese sentimiento lo que le lleva a creerlo inocente?
– No. La salida de don Enrique de la cárcel se me acaba de ocurrir ahora.
– ¿Y modifica en algo su actitud?
El fraile metió las manos en las bocamangas y bajó la cabeza.
– Odia el delito y compadece al delincuente.
El Juez se levantó con energía.
– Pero antes hay que dejar bien claro que el delincuente lo es.
Entró un hombrecillo con manguitos y visera de carey. No fue a los anaqueles, sino directamente al Juez. Le tendió un sobre grande, que el juez recogió.
– Esto acaban de traer de la Comisaría.
– Gracias.
– No me dé las gracias, señor Juez. Cumplo, se lo he dicho muchas veces.
El hombrecillo salió, renqueando. El Juez pidió permiso para abrir el sobre, sacó un montón de folios, les fue echando un vistazo. Luego, se los tendió al fraile.
– Si le faltan a usted argumentos sólidos, ahí los tiene.
El fraile los rechazó con un movimiento de la mano.
– Yo no voy a juzgar. Yo no necesito esa clase de argumentos. Y aprovecho para dejarle a usted con ellos.
Se levantó para marcharse.
Cogió el paraguas. El juez se había levantado también y le tendía la mano.
– Vuelva usted por aquí, padre. A su manera, también usted está metido en esto.
– ¿Tendré que declarar?
– No lo creo. Espero que el sumario pueda pasarse sin su declaración, que, por otra parte, no añade nada a lo que se dice en estos pliegos. Pero, si usted lo desea…
– Tendré que consultarlo con mi conciencia. No crea que su convicción no me ha afectado.
– Tanto, por lo menos, como a mí la de usted.
Se dieron la mano. El Fraile salió. El Juez, vuelto a su asiento, recabó el informe de la policía y se enfrascó en su lectura.
Había pasado cosa de media hora. El vejete de los manguitos entró después de haber llamado, pero antes de que el Juez le diera permiso.
– Está aquí el profesor ése, don Enrique.
– Hágalo pasar.
Salió el vejete. Apenas tardó un minuto en aparecer don Enrique en la puerta, el sombrero en las manos, la cara asustada.
– Pase. Pase y siéntese.
Don Enrique entró, pero quedó de pie al lado de la silla.
– Siéntese.
– No sé si debo…
– Siéntese, se lo ruego.
Don Enrique, con el abrigo puesto, se sentó. Puso cuidadosamente el sombrero encima de las rodillas y miró al Juez.