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El Juez suspiró profunda, ruidosamente.

– Estamos perdiendo el tiempo, -dijo.

– Antes de separarnos yo quisiera añadir algo -intervino, con voz temblona, el fraile. Y el Juez y el Comisario le miraron al mismo tiempo como diciéndole: Hable.

– Lo que tengo que añadir a lo ya dicho, lo sabe el señor Juez, porque ya se lo dije a él, y quizás esta señora lo sepa también. Es evidente que tampoco tengo pruebas. -Miraba al Comisario-. El difunto Decano me dijo, Dios lo tenga en su gloria, esa misma tarde, la de autos… -miró, con cierta angustia, al Juez; éste le sonrióme dijo que estaba enamorado de esta señora.

Como violentándose mucho, señaló a Francisca con el dedo y retiró inmediatamente la mano. El Comisario rió de modo bien audible.

– ”Cherchez la femme!” -añadió, y se quedó mirando a Francisca.

Esta le hizo frente, le miró fijamente con sus ojos violeta, implacables.

– Eso es una estupidez, y si usted se deja guiar por todo lo que El Decano dijo antes de morir… bueno, llegará usted a donde ha llegado.

El Comisario sostuvo la mirada de Francisca y sonrió de añadidura.

– ”Cherchez la femme!” -repitió. Ya está claro lo que estaba oscuro. Ya tenemos el motivo.

– ¡Es una estupidez lo que usted piensa! -repitió Francisca; y se puso de pie, dio una vuelta sobre sí misma.

– Pues no está mal -murmuró el Comisario-. Las mujeres, ya se sabe, a oscuras todas son iguales.

– Es lo único razonable que ha dicho usted en toda la tarde.

– Un punto de razón puede servir de base a todo un razonamiento.

El fraile se había puesto de pie, y sacudía su gran paraguas.

Gotas de agua cayeron sobre la mesa. El fraile se disculpó.

– Con esta lluvia, ya se sabe…

– ¿Estará dispuesto a declarar si le llaman?

– Pues no faltaba más. Pero, antes, usted dijo…

– Lo que dije fue porque usted no había dicho todavía…

– Sí, comprendo.

– El señor Juez, aquí presente, le llamará a declarar. Y usted le contará…

– Sí, señor, sé lo que tengo que contarle.

Salieron emparejados adrede el Juez y Francisca. El Juez le dijo:

– Como usted habrá visto, el Comisario no comparte nuestras ideas sobre la intuición.

– Nosotros mismos no estamos muy de acuerdo.

– Pero siempre será más fácil que lleguemos a pensar lo mismo, puesto que coincidimos en lo fundamental. Sobre todo ahora que usted admite la posibilidad de que el Decano se haya suicidado.

– Lo dije en un momento de arrebato, pero, en el fondo, no estoy convencida. Nunca me pareció el Decano hombre capaz de suicidarse. Eso, como usted sabe, es algo que se lleva escrito.

– Yo, como no lo conocía, no tengo dificultad en admitirlo. De modo que en lo único en que estamos conformes…

– Es en que mi marido es inocente.

– Pero no por razones, ¿eh?

– Yo, por la muy importante de que no encaja en su personalidad. Conozco muy bien a mi marido.

– Yo, por la no menos importante, aunque completamente irracional, de que creo en el suicidio del Decano. Su marido, como si no existiera. Su inocencia sí es racional. Desde mi punto de vista, claro.

– ¿Qué vamos a hacer ahora? ¿Qué podemos hacer?

– Usted, no lo sé. Yo, tomar declaración a todo el mundo, no sólo al fraile. A persona por día, se puede prolongar la instrucción del sumario bastante tiempo. Mientras tanto, su marido estará aquí, y usted podrá verlo diariamente y llevarle la comida. Pero llegará el día en que se lo lleven a La Coruña…

– ¿Me avisará?

– La tendré advertida.

Se habían parado junto a la columna de un soportal. Llovía mansamente. El cochecito de Francisca quedaba allí mismo. Ella preguntó al Juez si podía llevarle a alguna parte. “Vivo aquí cerca, y me gusta caminar bajo la lluvia”, respondió él. Se separaron.

Segunda parte

8

Por la ventana del cuarto del hotel se veían los Cantones y, a la izquierda, la masa oscura de un jardín. Llovía menudo, como si una cortina tenue velase el paisaje.

Francisca miró su reloj: faltaba todavía media hora para la continuación de la vista. Se puso el impermeable, cogió un paraguas diminuto y descendió las escaleras hasta el vestíbulo. El empleado de recepción la saludó y ella contestó con voz bien audible. Luego, salió a la calle y abrió el paraguas.

Esperó a que pasasen unos coches entre el Obelisco y el hotel.

Cuando pudo pasar al otro lado de la calle y pisó la ancha acera, se cuidó de que su paraguas no tropezase con cualquiera de los que venían en dirección contraria: mujeres casi todas, trabajadoras seguramente, arrebujadas en mantones oscuros, de los que sacaban las manos que sostenían el paraguas.

Si alguna tropezaba, decía un “Perdone” apresurado y seguía adelante, con su prisa. A Francisca le sobraban minutos. Iba tranquila, mirándolo todo para no abstraerse. Así llegó a las puertas de la Audiencia. Subió las escaleras con tranquilidad, atravesó el vestíbulo, creyó ver al Rector, que hablaba con alguien, y se alejó para no ser vista ni saludada. Cuando entró en la sala, no halló a nadie. Se sentó en un rincón, el más lejos del estrado.

Empezaba a llegar gente. Francisca se dejó arrastrar por una especie de inconsciencia que lo filtraba todo: hasta el nombre de su marido cuando un ujier anunció audiencia pública en la causa que se seguía contra don Fulano de Tal por asesinato. Entraron el Fiscal y el Defensor: un abogado joven, de escasa experiencia y mucho saber, según le habían dicho a Francisca cuando se lo recomendaron, visto que los perros viejos no querían hacerse cargo del caso.

Entró el Tribunal, y Francisca se puso maquinalmente de pie, pero tardó en sentarse: había visto a su marido, en el banquillo, esposado, entre dos guardias civiles. “Causa que se sigue contra…” En días anteriores habían desfilado los testigos; ella misma había tenido que declarar acerca del supuesto amor del Decano: al Fiscal parecía interesarle mucho aquel detalle, que ella negaba. “¿Conocía hace mucho al Decano?” “Diez años. Quizá más.” Lo había conocido en Barcelona, cuando él era profesor recién llegado y ella alumna del montón. Era ella quien había orientado la atención del Decano hacia Enrique. “¿Y en tanto tiempo…?” “No, jamás.” El Decano, no obstante, había influido en el destino de la pareja.

Ella hubiera preferido ir a Cambridge, adonde él había sido invitado a raíz de la publicación, en inglés, de uno de sus ensayos. Sí, todavía no había empezado la guerra: esto fue por el treinta y ocho. Pero el Decano se había opuesto. “Ya veremos cuando termine esto de aquí, algo harán de nosotros.” Al Decano lo habían trasladado de Universidad, y él había impuesto a Enrique como auxiliar. “Nosotros no formamos parte de la sociedad universitaria. Allí hay castas y jerarquías. Nuestra relación con ella era a través del Decano, que nos instaba a participar. Pero nosotros vivíamos para nuestro trabajo…” El Decano no era indiferente a las mujeres. Le gustaban las jovencitas, y se envanecía de que sus alumnas estuviesen enamoradas de él. “Chicas muy guapas y más jóvenes que yo. Cualquiera de ellas le hubiera hecho caso entusiasmada. Chicas verdaderamente guapas”, y había echado hacia afuera el busto y la cabeza, para que todo el mundo viera que ella no era guapa, ni tampoco una chica. “Una mujer sabe siempre cuando un hombre la ama”, había repetido. “¿Y, usted, le amaba a él?” “Yo, señor Fiscal, soy mujer de un solo hombre.” El Fiscal había hecho dos o tres preguntas más, rozando lo escabroso, pero ella le había detenido con el gesto y la mirada: “Para lo que sucede a oscuras no tengo palabras.” Un rumor del público había recibido la respuesta, y el Fiscal había cambiado el tercio.