Ahora iniciaba el discurso de acusación. Francisca intentó ver a Enrique, pero las cabezas, muy juntas, de dos mujeres se lo estorbaron. El planteamiento del Fiscal era muy obvio. Enrique había obrado movido por los celos; su arrebato no le había impedido planear el crimen, llevado a cabo metódicamente, pero también con cierta ingenuidad, pues si bien el acusado había logrado sus fines, habían quedado de él tal cantidad de pistas que las conclusiones caían por su propio peso: el acusado había reconocido y aceptado la compra del veneno, la salida de la habitación del Decano, su paseo por el exterior, su entrada por la ventana e incluso la presencia de sus huellas dactilares en la taza que contenía el veneno, aunque había dado de todo ello una explicación coherente. ¿Qué menos que esa coherencia podía esperarse de la declaración de un hombre culto como lo era sin duda el acusado?
Pero ciertas explicaciones pecaban de ingenuidad, de inverosimilitud.
El Fiscal se detuvo un buen rato en la adquisición del veneno, en su custodia cuidadosa durante todo un verano. “Ni siquiera su mujer conocía ni pudo sospechar de su existencia.” La adquisición del veneno, reconocida y fantásticamente explicada por el profesor “que se sienta en el banquillo” era el punto principal en que se basaba la acusación, sostenida luego por las huellas dejadas en el barro y en la taza del té.
El Fiscal hablaba como si el caso que explicaba estuviese muy por debajo de sus posibilidades dialécticas. No obstante, el doctor Losada, cuando inició la defensa, elogió la “clara, apabullante oratoria del señor Fiscal, ante cuya maestría se descubría y reconocía su escasa práctica forense. Sin embargo…” El doctor Losada era joven, elegante, espigado. Su borla de doctor era única en la sala.
Hablaba con dificultad aparente: frases cortas, interrupciones muy breves, algún que otro “¡hum!”, algún que otro silencio. A aquellos cuya mente todavía se mecía en los períodos anchos, armoniosos y un poco despectivos del Fiscal, parecía la oratoria torpe de un principiante. “Sin embargo…” Alguien se sentó al lado de Francisca. Ella miró de reojo, sonrió y se echó un poco a un lado.
El Juez le dijo:
– Quiero escuchar a este pollo. Es primerizo, pero, según me dicen, muy inteligente.
– Como tal me lo recomendaron. Y a mí me lo pareció por las preguntas que me hizo.
– Sin embargo, señores magistrados, una pieza tan hermosa e irreprochable tiene el defecto de que su punto de partida es discutible. No quiero decir que sea falso, no lo diré todavía, pero sí lo suficientemente dudoso como para servir de cimiento a una pieza tan indiscutible por su lógica, tan terrible en sus conclusiones. Señores de la sala…
Tosió otra vez. El Presidente del Tribunal cuchicheó brevemente con su compañero de la derecha; después, con el de la izquierda.
El Fiscal, que se había quitado el birrete, se lo puso, pero se lo volvió a quitar y lo dejó en la esquina de su mesa, frente a la borla doctoral del Defensor. La actitud del Fiscal era cada vez más altiva…
– Señores de la sala, nada más lejos de mi ánimo que dudar del testimonio de un eclesiástico, que nos ha dicho sencillamente lo que escuchó de labios de su amigo, el difunto Decano. Es de la veracidad de éste de lo que dudo, y para ello voy a atenerme, no a unas palabras volanderas, sino a un documento al que, no me explico cómo, el señor Fiscal prestó escasa atención, por no decir que no le prestó ninguna, ya que no aparece citado en la hermosa pieza acusatoria que acabamos de oírle. Me refiero a esos textos que el difunto Decano entregó a su amigo el eclesiástico como obra propia, y que según otra declaración aquí escuchada no lo era. Yo he leído con atención escrutadora esos textos, que contienen ideas sobre la Historia Antigua, cuyo valor y pertenencia no importan ahora, no importan aquí, sino su naturaleza. Son ideas, como dije, ideas sin datos. Y me permito recordar a los señores del Tribunal otra de las declaraciones aquí escuchadas, la de un alumno distinguido de la Facultad de Historia, que obra al folio noventa y cinco del sumario y que voy a resumir, pues lo prefiero a que el Secretario lo lea, pero que no tengo inconveniente en que sea leído caso de que mi resumen no convenza, por error o por excesiva síntesis, a los señores magistrados o al señor Fiscal. Según este resumen, preguntado el testigo por las clases que dictaban el difunto y su presunto asesino, respondió que las del primero era una brillante acumulación de datos, con sus fuentes y su bibliografía puntuales y precisas, en tanto que el segundo, me refiero al acusado, no solía aducir un solo dato, sino unas ideas tales que los datos traídos por el Decano cobraban vida, dejaban de ser una acumulación para ser un sistema coherente y vivo. La lectura de esos textos a que hice referencia, los capítulos entregados como obra propia por el difunto Decano a su amigo el eclesiástico, son precisamente eso, un sistema de ideas que nos permite contemplar la Historia Antigua, precisamente hasta la revolución religiosa de Amenofis, como un todo coherente. No quiero decir que sea verdad lo que dicen. ¡Dios me libre de creencia semejante!, sino afirmar su totalidad y coherencia, lo que me hace creer que pertenecen al estro del acusado, y no al del difunto. Quiero hacer constar, señores magistrados, que no considero superior a ninguno de los procedimientos docentes aludidos, sino legítimos en la misma medida. Lo que sí intentaba, y creo haberlo logrado, es precisar una diferencia de mentalidades que nos permite atribuir la paternidad de los textos a una persona o a otra. Es así que el difunto Decano se hizo pasar por autor de esos textos sin serlo; luego, mintió, y el hecho de que haya mentido una vez nos permite sospechar, si no creer, que lo haya hecho otras veces. Señores magistrados, señor Fiscal, no admito como motivo último del caso que nos ocupa, los celos del acusado, puesto que no existían. Lo cual, sin embargo, no desbarata ni mucho menos el sutil razonamiento del señor Fiscal. A lo único a que le obliga es a buscar otro motivo.
Bebió un largo sorbo de agua, se limpió la frente con el pañuelo.
Los magistrados manifestaban su atención a la perorata; el Fiscal había abandonado su actitud despectiva y escuchaba también. El Juez susurró al oído de Francisca.
– Esto va bien, este chico sabe lo que hace.
– Lo único que veo es que sigue un camino distinto.
El doctor Losada buscaba algo en el bolsillo. Sacó unos papeles doblados, los consultó.
– Creo haber mostrado cómo las mentalidades del Decano y del acusado, eran diferentes. Creo haber mostrado que los papeles entregados al padre franciscano por el Decano como escritos por éste lo habían sido en realidad por el acusado, o, más exactamente, pensados por él y escritos por su esposa, pero este último detalle es inoperante para mis fines. Lo que ahora pretendo es llevar la atención del Tribunal, y, ¿cómo no?, del señor Fiscal, hacia un objeto que se ha nombrado aquí, pero al que nadie se ha referido de una manera concreta, y menos como pieza que pueda aportar algo, alguna claridad a este proceso. Comenzaré diciendo que semejante claridad no me ha iluminado todavía, ya que el objeto en cuestión me es desconocido, salvo en el hecho, al parecer probable, de su existencia. Me refiero, como ya habrán adivinado los señores del Tribunal, como a la perspicacia del señor Fiscal no se le habrá escapado, a ese escrito que el Decano dijo haber enviado como depósito a la Real Academia de la Historia.
El doctor Losada había dicho las últimas palabras casi silabeándolas. Al terminarlas, sobrevino uno de sus silencios, más estratégico esta vez que de afectada torpeza. Hubo un ligero murmullo.