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– Usted mismo ha demostrado que mentía.

– Que yo lo haya demostrado no quiere decir que no sea cierto. Del mismo modo que para ellos, a nosotros nos sirve de causa o motivo. Si admitimos que el Decano estaba enamorado de usted, todo tiene sentido, todo encaja, ¿se dan ustedes cuenta?

– Pero eso no es cierto. Yo le aseguro a usted…

– Ya sé lo que me va a decir, ya se lo oí otras veces. Y la creo.

El abogado se llevó a los labios la tacilla del café y bebió un sorbo.

9

Dejó el coche frente a la puerta de la cárcel, sacó la maleta.

Con ella cargada, entró en el edificio y durante un rato se entregó a la operación, ya casi rutinaria, de cambiar la maleta nueva por la otra, nueva también, pero con la ropa sucia y los envases vacíos de la comida enlatada. Un funcionario inspeccionó, maquinal, el contenido de la maleta que acababa de entregar: ropa limpia, comida enlatada. “Está bien, señora. Hasta otro día.” “Hasta luego -respondió ella- hoy tengo comunicación”. “No se retrase, entonces. Ya sabe que luego hay mucha cola.” “No se preocupe. Vendrá conmigo el abogado.” El funcionario consultó unos papeles.

“Sí. A las once en punto”. Francisca era discreta en materia de propinas: ni ella parecía enterarse, ni el propinado. Salió de la cárcel, metió en el coche la maleta, condujo hasta el camino y de allí hasta cerca de la torre, que quedaba encima, batida por el viento; dejó el coche en lugar abrigado, y se acercó al parapeto, donde quedó debruzada. Casi a sus pies rugía la mar, y en las costas lejanas una rompiente blanca marcaba los contornos; también en el medio de aquel enorme espacio saltaba el agua en espuma, quizá una peña. Las anchas ondas venían de lejos, se estrellaban en el acantilado, o seguían hasta las playas remotas. Hacia la derecha, un poco de luz alteraba el gris azulado de la mar, de los cielos. Francisca se dejó llevar por la contemplación. No pensaba. Cerca de ella, una pareja de gaviotas volaba alto, rozaba la superficie de la mar en rápida caída, volvía a subir chillando.

A su lado se acodó el doctor Losada. Había llegado, silenciosamente desde su coche, aparcado allí cerca, también al abrigo.

Francisca se volvió hacia él, no todo el cuerpo, sólo la cara. El doctor Losada venía metido en una gabardina de corte militar; llevaba boina en vez de sombrero: la dejó sobre las piedras del parapeto, pulidas por el tiempo, por el agua, por el viento. A su lado dejó un paraguas plegado.

– ¿Cómo ha venido usted tan pronto? No le esperaba aún.

– Pensé que el tiempo nos haría falta. No es tan temprano como usted cree. Mirar la mar como usted la miraba hace perder la noción de cualquier otra realidad.

– Mi mar no es así. Es más abarcable, más humana; pero cuando se enfurece, también es grandiosa…

– A veces, hasta se humaniza, y sonríe.

El viento empujó la boina hasta el borde del parapeto: la mano rápida del doctor Losada la atrapó antes de que volase, y le puso encima el paraguas. Ella había adelantado la suya, aunque a destiempo.

– Si vamos a hablar convendrá hacerlo dentro de un coche, el suyo o el mío. Propongo el más grande, por razones de espacio.

– ¿Y por qué no aquí?

– Aquí hace mucho viento, tenemos que gritar para oírnos.

– Vamos al coche de usted.

Entraron en él. Quedaba justo detrás del de Francisca, pegado a la misma pared de piedra.

– Aquí dentro, el viento es como una música que pasa. Nos oímos perfectamente, sin necesidad de gritar.

– Y, usted, ¿qué espera que le diga?

– Que el Decano estaba enamorado de usted.

– No era eso, exactamente. Me perseguía, eso sí, que no es lo mismo. Hace mucho tiempo, desde que me casé con Enrique. Una persecución tenaz, más de actos que de palabras. Actos cuyo significado yo sabía, que para otros podían pasar por inocuos. Por ejemplo, esos bombones que me envió por mi marido, el día mismo de su muerte.

– ¿Los recibió usted como una despedida?

– No. No podía sospechar que aquella noche misma…

Miraba hacia la mar a través del parabrisas. Volvió la cabeza violentamente.

– Miento. Aquella noche, no. Aquella noche creí que mi marido… aquella noche y parte del día siguiente. Fue la convicción del Juez la que me devolvió la mía propia.

– Su marido, ¿estaba enterado?

– Yo no se lo dije jamás, pero él lo adivinó. Recientemente. Pero no le guardaba rencor. Él lo explicaba, con otras cosas, como extravíos del genio. Fíjese bien: he dicho “con otras cosas”, nunca ésa precisamente. Era algo de lo que hablábamos sin mencionarlo, un sistema de referencias complicado.

El doctor Losada se rió.

– ¿De qué se ríe?

– De su manera de hablar, tan culta. “Un sistema de referencias complicado.” ¿Se da cuenta?

– No. Es mi manera de hablar.

– Yo entiendo lo que quiere decir. Continúe.

– Por unas horas creí que había sido mi marido. Por unas horas. Cuando presté declaración, ya no lo creía. No puede acusarme de perjurio.

– No pienso hacerlo. Tenga en cuenta que esta conversación sólo tiene valor personal. Ni siquiera la escucha el abogado de su marido, aunque al doctor Losada no le vendría mal saber ciertas cosas.

– ¿Más de las que sabe? De mi marido no puede esperar nada que enturbie la figura de su admirado maestro.

– ¿Y esas cosas de que ustedes hablaban?

– Confidencias matrimoniales que yo le he desvelado, pero no para que las use.

– Entiendo.

Hubo una pausa. Ella miraba a la mar, él la miraba a ella.

– ¿Vamos hacia la cárcel? Va siendo la hora.

– Cuando usted quiera. Yo iré delante.

Francisca salió del coche y entró en el suyo. Lo puso en marcha. El coche del abogado Losada iba detrás.

10

Se habían reunido en el despacho del Presidente de la Sala.

Estaba el Tribunal completo; estaban el Fiscal y el Defensor; estaba un Notario de la ciudad, que había llegado el primero. Encima de la mesa, aislado, inquietante, un paquete postal de tamaño folio. Todos miraban al paquete. El Notario dijo:

– Puesto que estamos todos, podemos, si a ustedes les parece… -consultó su reloj-. Precisamente, dentro de media hora, tengo citada en mi despacho a una señora soltera, y digo señora por la edad, que quiere cambiar el testamento. Mucho me temo que sea el primero de una serie de cambios, pero esto no altera la hora de la cita.

El Presidente del Tribunal le ofreció una plegadera.

– ¿Le basta este chisme?

– Preferiría unas tijeras.

El Presidente rebuscó en un cajón.

– Tome.

Con las tijeras en una mano, el Notario cogió el paquete y lo sopesó en el aire.

– Esto no contiene más que papel -dijo.

– No esperábamos que contuviera otra cosa -le respondió el Abogado; y a la vista de los rostros serios, se mordió los labios.

El Notario había comenzado por cortar la cuerdecilla roja que ataba el paquete; luego, con la plegadera, comenzó a abrirlo por los bordes. El contenido venía metido en un sobre, firmado por el Decano y lacrado. El Notario advirtió en voz alta de estas circunstancias. Cuando todos se dieron por enterados, abrió el sobre con la plegadera y metió la mano solemnemente. Sacó un nuevo paquete, envuelto en papel más liviano. Al Abogado se le escapó decir: “Es como una caja china”, y el Presidente del Tribunal le miró severamente. El Notario había ya roto el envoltorio del último paquete, y sacó un fajo de papeles, del mismo tamaño, ordenados. Bien agarrados, los blandió.

– Vean ustedes…

Los dejó encima de la mesa. El Presidente del Tribunal fue el primero en hojearlos.

– Pero…, esto son…

Miró a la concurrencia, mientras con un dedo enérgico y un tanto retórico señalaba los papeles extraídos del paquete.