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– Vea usted, señor Notario, el primero. Vean también ustedes, señores.

– Atestiguo que son recortes de periódicos -cogió el fajo y lo hojeó-. Recortes cualesquiera, cuidadosamente cortados, eso sí, pero sin relación entre ellos. Periódicos de Madrid y regionales, incluso locales. Pueden ustedes examinarlos.

Ofrecía el mazo. Cuatro manos tendidas, cuatro manos que se retiraron cada una con su poquito de recortes, cuatro manos que volvieron al aire, con sus folios, y los devolvieron al montón…

– Pero, ¿no hay una sola hoja escrita, al menos una?

– Véalo usted, señor Presidente, véalo usted mismo. No hay más que papeles de periódicos, sin una sola palabra escrita, sin numerar. Y los recortes, como ya dije no guardan relación entre sí.

El Presidente dijo con voz seca:

– Señor Notario, haga usted sus diligencias y que se devuelvan estos papeles al lugar de origen. Enviaré al Secretario para que levante acta, y que se una a la causa… o…

Se detuvo, devolvió los papeles a la mesa y salió: la puerta no hizo ruido al cerrarse.

El Notario había empezado a escribir. Llegó el Secretario, silencioso. El Fiscal dijo en voz baja al doctor Losada:

– ¿Le parece que nos veamos luego? Podríamos tomar café juntos.

– Dígame el lugar y la hora.

– Después de comer, como a las cuatro. Y el lugar…

Pareció pensarlo, vacilar…

– Un lugar no muy conocido, donde podamos estar a solas. ¿Qué le parece el Casino?

– ¿El Casino? ¿A ésa hora?

– Hay rincones silenciosos y recatados. Espéreme en el bar…

11

Llegaban voces lejanas, y el ruido del bar. El ancho ventanal se abría a una calle muy transitada. Más allá, los jardines.

– Acerque su sillón al mío… Así. Dejé encargado café para los dos. ¿Quiere usted alguna copa?

El doctor Losada dijo que no con la cabeza, y añadió:

– Ya he tomado un sorbo de ron.

– Pues yo acostumbro a tomar coñac. He pedido una copa para mí. Era por si usted quería acompañarme…

Se acercaba el camarero con la bandeja. Acomodó el pedido en la mesita baja, el coñac delante del Fiscal.

– ¿Quiere usted traerle al señor una copa de ron? La misma marca que tomó en la barra.

– Sí, señor Fiscal.

Volvió pronto el camarero, y dejó el ron delante del doctor Losada; un ron oscuro… Cuando el camarero estuvo lejos, dijo el Fiscaclass="underline"

– El Presidente estaba hecho una furia. Echaba chispas contra usted. Habló del tiempo perdido, ¡quince días nada menos! ¡Total para nada!

– ¿Para nada? ¿Es que no tiene imaginación?

– En la Audiencia, querido amigo, la imaginación está de más. Lo que hacen falta son razones…

– En este caso, con la razón no iremos a ninguna parte. Es decir, la razón nos llevará a donde estamos: la condena de un inocente.

– ¿Está usted tan seguro?

– Lo estaba ya. Ahora lo estoy más. Y espero que usted haya cambiado también.

– Explíquese.

– ¿Necesita explicación? ¿No es ya evidente?

– La evidencia no la veo por ninguna parte.

– ¿Qué esperaba usted de esos papeles?

– La pregunta debería hacerla yo. Usted fue el que los sacó a colación… debería decir de quicio.

– Yo no esperaba nada concreto, más bien lo esperaba todo… o casi todo. Lo que se encerraba en el paquete no me ha sorprendido. Figuraba entre las posibilidades calculadas, precisamente entre las más lógicas.

– ¿No esperaba usted una confesión del Decano?

– No, en absoluto.

– Yo, sí. También sería lógica: una confesión al cabo de veinte años, cuando ya nada tenía remedio…

– Cuando veinte años de presidio habrían destrozado la mente del acusado… en el caso de que hubiera sobrevivido. Que esta es otra: el acusado no resistirá la condena arriba de un par de años. A pesar de los cuidados que su mujer pueda proporcionarle ahora, ha decaído bastante. Usted lo vio el otro día, pero yo lo sé además por mis visitas a la cárcel y por el médico. El acusado es un hombre débil, toda su fuerza se le va por la cabeza…

El Fiscal había tomado el café, y ahora tomaba el coñac a sorbitos. Había encendido un puro pequeño y fino, alternaba la chupada del puro con los sorbos de coñac.

– Según todos los barruntos, tendremos que deplorar la muerte de esa cabeza pensante pasado cierto tiempo. Yo tendré que repetir mi acusación, y mucho me temo que usted no convenza a la sala… hoy predispuesta ya contra usted.

– Lo que yo esperaba de esta entrevista era convencerlo a usted. Lo espero todavía.

– ¿Cómo? ¿Con un montón de recortes de periódico?

– Un montón de recortes que no significan nada… o lo significan todo. Depende de cómo se los mire.

– ¿Y usted espera que los mire como usted?

– Al menos, de manera parecida.

El doctor Losada no había probado el ron. Alargó la mano para tomar la copa, y el Fiscal pudo ver, en el puño de la camisa, un gemelo de oro, sencillo de dibujo. “Éste es un señorito, pensó: un señorito que ha leído mucho, pero que carece de la menor práctica forense.” Se dispuso a escucharlo, con la ayuda del coñac, con la ayuda del cigarro, quizá también con la ayuda de un remoto sueño que se insinuaba, allá lejos. El doctor Losada había bebido de un trago media copa de ron. Sacó un pañuelo impecable y se limpió los morros.

– ¿Admite usted que, a primera vista, todo aparece confuso? Teniendo en cuenta, por supuesto, la declaración del fraile.

– Admito, al menos, que sólo teniendo en cuenta la declaración del fraile, todo aparece confuso. Si prescindimos de ella…

– Pero, ¿podemos prescindir de ella? ¿Podemos honradamente hacerlo?

– El Comisario de policía estableció un sistema racional sin tener en cuenta la declaración del fraile.

– De ahí se derivan todos los errores que venimos padeciendo. La declaración del fraile no es ociosa, sino todo lo contrario. Yo la considero fundamental. Yo encuentro en ella los puntos de apoyo de mi razonamiento.

– La declaración del fraile se refiere a palabras. El razonamiento del Comisario se apoya en hechos.

– ¿Da usted a los hechos mayor jerarquía que a las palabras?

– Cuando existen hechos y palabras, sí.

– Detrás de las palabras del fraile podemos ver hechos, tan significativos como los otros, aunque distintos, ¡ya lo creo!, completamente distintos.

– Veámoslos.

– Y no por orden. Por ejemplo, ¿cómo puede un hombre, que dice temer ser asesinado, aceptar tranquilamente la muerte, sin la menor rebeldía? ¿No lo encuentra usted extraño? Un hombre que teme ser asesinado se revuelve contra la idea misma, no la acepta con mansedumbre, como hecho inevitable, como si se tratara del día sucediendo a la noche. Sin embargo, es un hecho que el Decano se condujo como quien está seguro de su muerte. Nunca se puede estar tan seguro, ni aun en caso de suicidio, pero es indudable que la mayor seguridad sobreviene en el caso de que sea uno mismo el que proyecta su propia muerte. El Decano tenía esa seguridad. Si abandonamos un momento la declaración del fraile y examinamos la de mi defendido, ¿no le sorprende el hecho de que el Decano haya cenado una ración doble de lamprea? Una ración doble es difícil de digerir incluso para un muchacho, cuanto más para un cuarentón como era el Decano. Pidió una ración doble de lamprea porque no tenía miedo a su digestión, porque se sabía muerto a la hora de digerirla. Igual sucede con todos los excesos de aquella noche. La autopsia habla de una cantidad de alcohol, whisky creo, ingerida también, una cantidad capaz de emborrachar a cualquiera. ¡El Decano borracho! Ni aun a la hora de acostarse, ni aun a solas. Y, sin embargo, aquella noche…

– ¿Adonde intenta usted llevarme? -le interrumpió el Fiscal.

– No lo sé. Mi razonamiento no busca un fin premeditado. Razono en voz alta y le hago a usted testigo. ¿Dónde estábamos? No lo sé. Me ha hecho usted perder el hilo, pero no importa, porque hay muchos otros puntos de partida. Podemos, por ejemplo, examinar el hecho por el que estamos aquí reunidos: ese montón de recortes de periódico que hemos hallado. No hay duda de que este descubrimiento, este examen, no había sido tenido en cuenta por el autor de los hechos. No habría resistido a la tentación de añadir un escrito, cualquier cosa, que nos hubiera despistado aún más. Pero él no contó con que sus recortes fueran descubiertos antes de tiempo. ¿Qué podría añadir a un proceso cerrado, acaso por la muerte, una declaración póstuma? ¿La rehabilitación de mi defendido? Para él, carece de sentido. Para su mujer… un consuelo póstumo, muchos años pasados… ¿Un consuelo, y no una rabia? ¿Es usted capaz de imaginar el estado de ánimo de esta mujer, que recibe de viuda la rehabilitación de un hombre que no puede resucitar? Y aunque supongamos, que ya es mucho suponer, que mi defendido viviera todavía, ¿cuál sería su situación? Desde luego, perdido como historiador y como hombre, el presidio nos devolvería una piltrafa sin otro porvenir que rumiar su amargura, en el mejor de los casos curarla, ayudado por su mujer…