– Entonces, usted supone que el Decano montó toda esta máquina complicada y confusa sólo para aniquilar intelectualmente al acusado.
– Es una conclusión válida.
– ¿Y el suicidio? ¿Cómo explica usted el suicidio?, ¿no le dice nada el que tanto el acusado como su mujer no crean en suicidio alguno?
– Nunca he conocido de cerca a un suicida, y menos en un caso como éste, en que el suicidio carece de motivos, al menos aparentes. Por más vueltas que le doy…
El Fiscal sacudió la ceniza del puro, dio una chupada a lo que quedaba de él, dejó la colilla en el cenicero.
– ¿Qué es para mí el Decano? Poco más que un nombre. Digamos, unos datos en un proceso, muchas palabras sobre él, ninguna palabra de él, al menos directa, fidedigna. ¿Se da usted cuenta de que la hipótesis del suicidio tropieza con ese escollo? ¿Por qué iba a suicidarse el Decano? Era un hombre joven, triunfante. Ni siquiera padecía, que se sepa, de una enfermedad incurable…
– Que se sepa, usted lo dice. Pero no se sabe. La autopsia no dice nada al respecto: no se ha encontrado en su cuerpo ni siquiera el germen de un tumor… ¿Y motivos de otra clase? Psicológicos, por ejemplo.
– ¡Si nos metemos en psicologías, no saldremos jamás del barullo!
– Sin embargo, es el único camino que nos queda. Un camino con muchas bifurcaciones, eso lo reconozco. ¡Ah, si fuera un camino único y claro…!
– ¿Y usted pretende que le acompañemos por él? Quiero decir, los magistrados de la sala y yo…
– De momento, sólo usted. Ellos están lo bastante indignados contra mí como para no acompañarme de buen grado… Pero, usted… Usted parece distinto. Usted me ha invitado a este encuentro, y me ha dejado hablar.
– ¿Y no acabaré arrepentido?
– Cabe dentro de lo posible, pero eso sólo sucederá si le aburro. En mi mano está el no hacerlo.
Había terminado el café, había terminado el ron; con la copa en la mano, miró al Fiscal. Éste sonrió y encargó al camarero otra copa de ron. Apenas tardó en traerla.
– Tengo entendido que existen suicidas natos, gente que no concibe otra manera de morir que la traída por su mano y que se matan con el menor pretexto o a la menor ocasión, a veces ya de viejos, después de una larga vida escapando a la muerte que puede sobrevenirles por una enfermedad o por un accidente. Yo no sé si el Decano pertenecía a esta clase de hombres, no le conocí, no le vi jamás, no pude, por tanto, ver si era uno de esos hombres que llevan la muerte prendida en las pupilas. En cualquier caso me resultaría difícil explicar cómo, un hombre así, quiso endilgar su muerte a otro. Difícil dije, no imposible, aunque el razonamiento me saliese algo retorcido, inverosímil para quienes sólo ven lo verosímil en lo claro, en lo rectilíneo. Por lo que vamos viendo, sin embargo, el Decano era bastante complicado. Veamos el otro caso, el del que llamaríamos suicida ocasional. Según todos los barruntos, el Decano perteneció a esta clase. El suicidio era una de las muchas cosas que no figuraban en su programa de vida… hasta que se le apareció en el camino como única salida. ¿Única salida de qué? De su fracaso personal. Hemos quedado en que era incapaz de cualquier pensamiento especulativo, y, si nos cabía alguna duda, ese montón de periódicos lo muestra. Esos recortes hubieran sido durante años la amenaza. ¡Ah, el día en que se publiquen mis papeles!, venía a decir ese montón de recortes guardados en la Academia de la Historia, guardados durante años. Pero nosotros sabemos ya lo que contiene el famoso paquete, la inanidad de la amenaza. Pero dejemos esos papeles, quizás sólo de momento. A lo mejor volvemos a ellos. Ahora quiero llamar la atención de usted sobre un hecho, atestiguado de diferentes maneras por la declaración de un estudiante y por la de mi defendido. El estudiante declara que el Decano, de repente, dejó de contar la Historia en sus hechos y comenzó a explicar novelas históricas, comenzando por “Tutankamen en Creta”. Mi defendido, por su parte, declara que el Decano, la noche de autos, le confesó su decisión de dedicarse en lo sucesivo a la novela histórica como medio de penetrar más profundamente en la realidad del pasado. Bueno, no sé si son éstas exactamente sus palabras o algo equivalente. A mí lo que me importa es el hecho que enmascaran, pero me gustaría que fuese usted el que pronunciase la palabra exacta.
– ¿Juego? ¿Es esa palabra la que espera?
– No. Yo esperaba otra. Yo esperaba la palabra fracaso.
– ¿Por qué? Yo no la encuentro tan exacta. Más aún, a mí no me dice nada. ¿A qué llama usted fracaso? ¿A que el Decano se pasase el resto de su vida académica explicando novelas históricas? Sería, incluso, original. Yo conozco a un cierto número de catedráticos que no hacen ni siquiera eso. En mi universidad, durante mi licenciatura en Derecho, tuve un profesor de Economía política, hombre por otra parte de gran prestancia personal, rector de la universidad, muy elegante en los desfiles, que nos leía unos apuntes escritos a máquina y recordados por varias generaciones de estudiantes. No creo que se tuviese por fracasado. Tampoco se consideran tales los muchos rutinarios que tanto usted como yo podríamos citar. Repetirse un año y otro está entre lo aceptado, entre lo usual y corriente. Y el Decano parecía hombre ingenioso como para hacer lo que los demás, pero con más disimulo. Por lo pronto, existen novelas históricas suficientes como para entretener unos años de docencia.
Sobrevino un silencio. Tanto el Fiscal como el Defensor lo llenaron con sorbitos de sus copas.
Después, se miraron y rieron, pero no demasiado.
– Sin embargo, usted se tiene por un buen abogado, como yo me tengo por un buen Fiscal. Hay una enseñanza que prepara técnicos, y a éstos les da igual que se repita el profesor cada año, pues de una manera u otra le dice al alumno cosas que tiene que saber.
– Sí, pero el Decano no aspiraba a formar esa clase de alumnos. Para él, el modelo era… su presunto asesino, y a ése hace tiempo que no tenía nada que enseñarle.
– ¿Ni siquiera explicar la Historia por las novelas?
– Me temo que mi defendido se las sabe de memoria. Claro está que hablo por conjeturas, pero no creo equivocarme.
– Usted está muy seguro de sí mismo, ¿verdad?
– Sólo en el asunto que nos atañe, y aun eso no del todo.
– ¿Por qué, entonces, intenta convencerme de que mi dictamen es erróneo?
– Porque de eso sí que estoy seguro. Quizá sea mi única certeza.
– Hasta ahora, no me ha convencido.
– Ni lo intento. Es decir… lo intento por otra vía. Repitiendo ante usted mi propio razonamiento, con todas sus dudas y altibajos.
El Fiscal sorbió otro traguito de su copa. Luego dijo: -Prosiga.