– ¿Cómo quiere que lo haga, si no sé adonde había llegado? Acaso usted lo recuerde.
– Más o menos, andaba usted por otra clase de suicidas.
– Pura teoría. Le aseguro que es la primera vez que me veo obligado a pensar en ese tema. Pero, a veces, la teoría y la realidad coinciden. En este caso, por ejemplo…
Se detuvo. El Fiscal le miraba, expectante.
– O sin ejemplo. Estábamos hablando del Decano. Que si su estro se había apagado, que si no se sentía capaz de arrostrar, o de arrastrar, como usted prefiera, la vida del profesor rutinario… Hay, sin duda, un proceso psicológico que yo no soy capaz de imaginar, pero a cuyo final aparece la idea del suicidio. Con tiempo, tomado muy de lejos, calculado. Esto es fácil de deducir por la fecha de la adquisición del veneno, que podemos situar a finales del curso pasado. Hubo tiempo, mucho tiempo, para estudiar los detalles, para prepararlos.
El Fiscal le interrumpió:
– Esa hipótesis es aceptable, pero no explica por qué el Decano escogió como víctima a su amigo, a su discípulo brillante, a quien podía exhibir como su único triunfo visible. Tengo entendido que había unas oposiciones próximas, en las cuales el profesor auxiliar saldría catedrático. Un triunfo personal, sí, pero también de su maestro. Su maestro era el Decano. ¿Tiene usted una explicación de todo esto?
– No, por supuesto, ni creo que pueda hallarse, salvo una serie de conjeturas, buenas para una novela, pero no para convencerle a usted.
– ¿Es que usted intenta convencerme? ¿De qué?
– Ni yo mismo lo sé, pero supongamos que, con esta conversación, intento llevar a su ánimo la idea de que el aparente razonamiento irrefutable en que usted se basa, y que es el mismo en que se basa la denuncia del Comisario de policía, pierde todo valor en el momento en que se acepte como válida una sola de las declaraciones de mi defendido.
– ¿Como cuál?
– Pongamos la más difícil de aceptar, la compra del veneno.
El Fiscal se echó atrás en el sillón, sorbió de su copa el fondo que quedaba, sacó la pitillera, ofreció un cigarrillo. El abogado Losada lo aceptó, lo lió, lo encendió sin ofrecer de su fuego al Fiscal, que ya encendía el suyo.
– Es indudable que lo compró su defendido.
– Sí, pero, ¿para qué? Para que el Decano pudiese matar una fantástica rata de la que no volvió a hablarse, un veneno guardado en algún escondrijo durante todo el verano, porque se pensaba en utilizarlo más tarde.
– ¿Y usted cree que eso es sostenible?
– Ni más ni menos que la tesis oficial, la que usted hizo suya, porque, según ésta, el veneno fue guardado por mi defendido durante el mismo tiempo, en algún escondrijo, para usarlo llegado el momento. Lo cual basta para que el homicidio se convierta en asesinato, con larga premeditación. Todo un verano por medio, el final del curso pasado, el principio de este curso… Yo pienso que el Decano tuvo más oportunidades de esconder el veneno que mi defendido. No olvide que el Decano era soltero.
– Sí, pero vivía en un Colegio Mayor, donde las criadas que hacen la limpieza son por lo menos tan curiosas como una esposa legítima.
El abogado Losada no respondió, pero sonrió.
– Hablo por experiencia -concluyó el Fiscal y entonces el abogado rió francamente.
– Yo carezco de ella: soy soltero.
– Es una suerte que cualquier día tirará usted por la borda.
– Todavía no, aunque no le niego que pueda pasar. No olvide que soltero quiere decir solitario. Que es lo que era el Decano: un solitario, pero entrado en años. ¿Los cuarenta y tantos? Por esas kalendas andaba, y se me ocurre que es una mala situación… Vea usted por ejemplo: nos hemos deshecho demasiado rápidamente de la idea de que el Decano estuviese enamorado de Francisca. Para ser exacto y justo, soy yo mismo quien eliminó esa idea, pero eso no impide que, en privado, entre usted y yo, no vuelva a ella. ¿Será la única verdad dicha por el Decano? Usted sonríe, porque piensa que a Francisca no la puede amar más que un bicho raro, como su marido. Es una idea ligera sobre la que conviene volver o tenerla a la vista. Es fea, tiene mala figura, de acuerdo. Pero, ¿se ha fijado usted en sus ojos? Quizás sólo en que son penetrantes e implacables, pero, además, son bellos, de una belleza poco convencional, de acuerdo. Basta para que un hombre se enamore de ella, aunque ella misma no lo crea ni lo espere. ¿Por qué no ha de ser el Decano ese hombre? Si lo admitimos, hágame usted gracia de toda la motivación de celos. Hubiera sido más lógico deshacerse del marido, también de acuerdo, pero hay gente que prefiere suicidarse a cometer un homicidio, o un asesinato, que sería en este caso. Al Decano le bastó la satisfacción de pensar que, con un poco de suerte, su rival pasaría veinte o más años en la trena. Pero no descartó que su rival quedase en libertad, ¿qué se yo?, porque las pruebas contra él se juzgasen insuficientes, o porque un abogado ilustre lograba sacarlo libre… Todo eso lo tuvo en cuenta, y ahí viene ese depósito de recortes de papeles que tanto ha irritado a los señores magistrados. No es ninguna estupidez. ¿Imagina usted la angustia de mi defendido, trabajando durante veinte años con la amenaza a plazo fijo de una losa que lo aplastaría, de ese pensamiento del Decano en que se resumía… lo que no fue capaz de pensar?
– Lo cual sucederá inevitablemente si su defendido sale libre. No olvide nuestro compromiso, nuestro juramento de secreto acerca del contenido de ese paquete que acabamos de ver y que en poco tiempo se hallará otra vez en el archivo de la Academia de la Historia, amenazante.
– Ese riesgo no hay quién se lo evite a nuestro pobre amigo.
– ¿Nuestro? ¿Por qué dice nuestro?
– Mío, desde luego, aunque poco haya hablado con él… De usted… ¿no se siente ya un poco amigo?
El Fiscal no contestó. Echó una larga bocanada de humo que le cubrió el rostro un instante…
12
Había poca gente en la sala.
El Rector había enviado, si no como representante, como espía, al bedel de más galones en la bocamanga, y allí estaba, en un rincón, con la gorra encima del pupitre, como un letrado. De éstos había tres o cuatro, prontos para ver y dar posterior testimonio de cómo un colega joven e inexperto se retiraba con el rabo entre las piernas.
El Fiscal y el Defensor ocupaban sus lugares del estrado; el Defensor traía puesto el birrete, esta vez sin la borla de doctor. Una voz cansada, con carraspeos matutinos, anunció la llegada del Tribunal. La gente se puso en pie. Entraron los Magistrados, se sentaron por su orden. El Presidente agitó una campanilla: “Se abre la sesión. Continúa la causa contra don Fulano de Tal, acusado de asesinato. El Señor Fiscal tiene la palabra, a petición propia”, dijo el Presidente con voz seria, un poco abstracta.
– Con la venia de la sala -dijo el Fiscal.
Dispuesta a escuchar, Francisca, en segunda fila, no se movió, pero miró al Defensor. Éste parecía atareado con unos papeles.
– Comienzo dando gracias al Tribunal por haber concedido la moratoria que en su día solicitó, en esta misma sala y en el curso de esta causa, mi ilustre colega, el señor Defensor, no porque el examen solicitado de ciertos documentos haya servido para esclarecer algún punto concreto de la causa, sino porque pude disfrutar de un tiempo inesperado para releerla y meditarla.
Fue aquí cuando el Defensor miró a Francisca, cuando le hizo una señal que lo mismo podía ser de duda que de desaliento, y que ella interpretó como de duda, le miró y él respiró profundamente.
– Posiblemente llegará un tiempo en que los sumarios se entreguen al criterio de máquinas perfectísimas de cuya objetividad implacable dependan las acusaciones y los veredictos. Ese día se habrá retirado de cualquier proceso judicial toda posibilidad de que factores humanos, demasiado humanos, tuerzan la justicia de las acusaciones y, como resultado de ellas, se llegue a la realidad, profesionalmente repudiable y de consecuencias espantosas, que llamamos error judicial… Reconozco ante este público y este Tribunal que yo estuve a punto de incurrir en uno de ellos.