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Hizo una pausa. Francisca y el Defensor volvieron a mirarse: el abogado Losada parecía perplejo.

– Pronto se levantará el secreto del sumario -continuó el Fiscal- y entonces quien lo lea podrá hallar en él un sistema de acusaciones perfectamente lógico, irreprochable tras cuya lectura cualquiera sin más que su leal saber y entender atribuiría al acusado la comisión del delito.

Hizo una pausa bastante teatral; miró al Defensor. Después, su mirada buscó en la sala a la mujer del acusado, y le sonrió, pero, en aquel momento, Francisca estaba entretenida con la corbata de su marido. Una de seda azul, con lunares, que ella misma le había regalado.

– Mi saber y mi entender son superiores a los de ese hombre hipotético al que acabo de referirme, por eso estoy aquí, pero mi lealtad no es relativa, ni depende de la cuantía de mi saber y de mi entender: mi lealtad es absoluta, y su objeto es la Justicia. Esa lealtad es la última razón de este discurso insólito en la persona de un Fiscal, cuya razón de ser es la de acusar, y no la de rectificar una acusación, que es lo que mueve mis palabras y la razón de su insolitez.

Los miembros del Tribunal cuchichearon, pero no dieron muestras de sorpresa. El abogado defensor había bajado la cabeza; Francisca parecía ahora pendiente de las palabras del Fiscal.

– No tengo inconveniente en describir ante esta Sala mi perplejidad y sus razones. Yo he releído el sumario completo, y lo he estudiado. A lo largo de este estudio se me planteó, como una inspiración, como una ocurrencia irracional, esta pregunta: ¿Y si el Acusado no hubiera mentido? Porque partíamos todos de que sus respuestas a las preguntas de la Policía, del Juez que instruyó el sumario, a las mías propias, eran, no sólo falsas, sino ingenuamente falsas. Es muy posible que la razón de esa pregunta que hice resida en esa palabra, ingenuidad. ¿Puede haber algo que sea ingenuamente falso? No responderé ahora esta cuestión, que excede mi propio tema. En aquel momento, mi respuesta fue negativa: las respuestas del Acusado, o eran ingenuas o eran falsas, no ambas cosas a la vez. Pero su ingenuidad saltaba a la vista, y muy pronto les cambié el adjetivo por otro más apropiado, el de sinceras. Si eran sinceras, ¿por qué no examinarlas con más cuidado? Fue lo que hice, y entonces descubrí que cualquiera de ellas que tomase como verdadera, destruía el razonamiento inconmovible, lógico, en que se apoyaban mis primeras conclusiones.

Una nueva pausa, brevísima; duró lo que la mirada de Francisca al abogado defensor.

– Sea éste el ejemplo: las pesquisas policiales, intachables, descubren en el barro unas huellas que, más tarde, se demuestra que pertenecen a los zapatos del Acusado. Éste no lo niega, pero da una explicación que puede ser satisfactoria. Lo mismo sucede con la más grave de las acusaciones: el acusado admite haber comprado el veneno, pero por encargo precisamente de la víctima. Ésta no puede atestiguarlo, es cierto. Pero, ¿por qué hemos de deplorar la ausencia de su testimonio, si el del Acusado tiene el mismo valor? Yo no digo que el sistema racional en que se basaba mi acusación sea falso; digo solamente que el sistema contrario, es decir, la declaración del Acusado, puede ser verdadero. ¿Por cuál de los dos inclinarme? El uno me solicita por su rigor; el otro, por su sinceridad. Ambos pueden también ser falsos, y en ese caso… Yo no soy el llamado a declarar la inocencia del acusado, pero retiro mis cargos contra él por falta de fe en las pruebas que podría aducir. No sé si el difunto, al que todos hemos llamado el Decano, fue asesinado o no. Los indicios no son suficientes para probarlo, o, al menos, a mí no me lo parecen. Esto es cuanto tenía que decir.

El Tribunal ofreció la palabra al abogado Defensor, pero éste se limitó a agradecer la oferta.

Francisca había cambiado de sitio: hablaba con su marido por encima del bicornio de un Guardia Civil.

13

Llovía, y la cuesta se hacía larga. El pequeño balilla sacaba toda la fuerza de su motor para subirla. Habían pasado Carral, embarrada: ahora sorteaban los baches y seguían ascendiendo. El limpiaparabrisas era una buena invención.

Francisca solicitó un pitillo.

– Enciéndemelo tú, -dijo a su marido; y éste encendió dos. Era el tercero que fumaba desde la salida de La Coruña. Pasó uno de ellos a Francisca; ella lo tomó con la mano derecha, lo llevó a los labios y ya no lo soltó. El agua pegaba fuerte en el metal de la carrocería y hacía un ruido graneado y monótono. El interior del coche se llenó pronto de humo-. Abre tú una rendija. La lluvia viene de mi lado.

Él obedeció.

Pasaron otro rato en silencio.

El coche, a veces, se paraba, y Francisca tenía que cambiar de marcha. No hablaron hasta remontar la cuesta.

– Si quieres, podemos tomar algo. Por ahí debe de haber un bar -dijo él, y señaló un grupo de casas que aparecía a la derecha.

– No, ya haremos nuestro té de costumbre. Si no calculo mal, llegaremos a la hora, a nuestra hora.

Llovía menos. Francisca cambió de marcha y arrojó al camino mojado la colilla, apagada hacía ya rato.

Miró al camino, desierto, por la ventanilla trasera. El cigarrillo de él había durado un poco más. Al agotarse, arrojó también la colilla.

– Y, durante este tiempo, ¿qué hacías a la hora de nuestro té?

– Sentarme en mi sitio de costumbre, tomar el té sorbito a sorbito y esperarte. Nunca dudé de que volverías.

– Gracias a ti.

– Gracias a ese abogado sin experiencia que me recomendó nuestra criada, cuando “el no” de los más famosos defensores me tenía desesperada.

– ¿Llegaste a estarlo?

– Llegué a creer que tú lo habías hecho, a pesar del Juez, a pesar de mi más íntima convicción -se volvió a su marido sin mover las manos del volante-. Cuanto más lo pensaba, más lógico me parecía que tú lo hubieras matado, precisamente para evitarme a mí que lo matase. Se me pasó muchas veces por la cabeza, como pasan otras ideas irrealizables. En fin, que no lo hubiera hecho.

– Yo, sí.

– ¿Tú? ¿Porqué?

– Por los mismos motivos. Si no lo hice, fue por no atreverme, no por lo que pudiera pasarme a mí, sino a ti. Pero lo habría hecho de otra manera, aunque no sé cuál. Muchas veces lo pensé, en la soledad de la cárcel. Allí, entre cuatro paredes, se me disparaba la imaginación. Después de muerto el Decano, proyectaba su muerte a mis manos, una muerte más inteligente, que la policía no hubiera sido capaz de descubrir. Aprendí mucho en la cárcel, interrogatorio tras interrogatorio. Lo de los policías es una rutina, tiene un truco que se descubre pronto. Un hombre inteligente puede engañarlos. Jamás se me hubiera ocurrido recurrir al veneno, ¡con lo fácil que era!

– Ahora ya sabemos que usar el veneno califica la muerte de asesinato.

– ¿Qué más me daba a mí, asesinato u homicidio? A lo que yo daba vueltas era a deshacerme del Decano para que te dejase en paz. ¿Quién lo habrá hecho?

– Nuestro abogado dice que fue un suicidio. Está moralmente persuadido, aunque no tenga pruebas.

– No le creo hombre de suicidarse. ¿Y tú?

– Pasan cosas raras. Hubo un tiempo en que no lo creía. Ahora, no sé por qué, me parece posible. Pero tampoco estoy segura.

Enrique sacó del bolsillo el paquete de cigarrillos: ella soltó el volante y lo tapó con la mano.

– Ahora, no. Has fumado ya tres desde que salimos de La Coruña. Espera un poco. Dentro de una hora habremos llegado a casa. Te prepararé el té y fumarás después, como siempre, yo contigo, y echaremos la ceniza en el cenicero de siempre, no en esa horrible hojalata. Anda…

Enrique guardó el paquete de cigarrillos. Ella siguió adelante, con el cochecillo, por la carretera mojada.