– ¿Podría usted decírmelas?
Don Enrique le miró fijamente, con toda seriedad, y el Decano se echó a reír.
– ¿También en eso es usted puritano?
– No lo soy en nada. Se trata de una cuestión estética y un poco también de una cuestión histórica. Son ya mil años de darle vueltas al tema. Un poco cansado ya, ¿no le parece?
– Quizá tenga usted razón; pero siempre habrá mujeres que se aburran de los maridos, y hombres a quienes les guste picar en cercado ajeno.
– Yo lo encuentro frívolo y sin sustancia. Las historias, al menos hoy, se reducen a una sola: mi marido no me comprende, yo te comprendo perfectamente; en vista de eso, vamos a la cama.
El Decano estaba a punto de terminar la segunda ración de empanada, y el plato de don Enrique relucía de limpio. El Decano habló algo de los postres de la casa, y alabó el flan y la tarta de almendra.
– Aunque, claro, la encontrará pesada para estas horas. Le recomiendo el flan, que es más ligero.
Él tomó la tarta de almendra, y pidió para espuela un trago de aguardiente del país. Salieron.
Había dejado de llover, pero hacía frío. Don Enrique se quejó del clima.
– No es el clima el malo, como dicen los ingleses. Lo malo es el tiempo.
– Yo no entro en distinciones tan sutiles, pero tengo frío. Debí haber cogido una bufanda, como dijo mi mujer.
– ¿Tiene usted el coche, o vamos a pie?
– El coche lo tengo frente a la Universidad. Si quiere, vamos andando hasta allí.
Era un coche pequeño, de importación. Apenas cabían dos cómodamente. Don Enrique se puso al volante.
– ¿A su colegio?
El Decano respondió que sí.
No dijeron palabra hasta salir de la ciudad. Entonces, el Decano dio alguna indicación acerca del mejor camino.
– De todas maneras, tenemos que pasar una zona de barro. ¡Como aquello está en obras…!
El colegio levantaba su mole y sus luces al final de una explanada, llena de zanjas y de máquinas.
Hubo que sortearlas.
– Tendrá que andar con cuidado al salir. Usted no vino nunca aquí de noche, ¿verdad?
Dejaron el coche en un lugar alumbrado. El Decano abrió la puerta con su llavín. El portero les saludó:
– Buenas noches, señor Decano y la compaña.
El Decano guió hasta su estudio y encendió la luz: una lámpara pesada de una sola bombilla de gran voltaje. La habitación estaba caliente, aunque, a su cabo una ventana abierta dejaba pasar el frío.
El Decano explicó que, sin aquella ventilación, el calor de la calefacción hacía el lugar insoportable. Entraron: libros, papeles y algún cuadro en desorden estético.
A un lado quedaba, en penumbra, la alcoba.
– Siéntese, póngase cómodo. La gabardina, la puede dejar en cualquier parte. Pondré junto a ella los bombones y esta revista para que no se le olviden. Por ahí tengo esos papeles…
Don Enrique se había sentado.
El Decano le tendió un puñado de holandesas.
– No es que estén mal. ¿Cómo iban a estarlo? Pero le ruego que relea la última página, sólo la última. No la encuentro lo suficientemente clara. No es cuestión de cambiar el pensamiento, sino las palabras. Las dichosas palabras…
– ¿Cree usted que es sólo la última página, o convendrá releer todo el capítulo?
– Eso es cosa de usted. Por cierto que…
Don Enrique, asustado, levantó la cabeza.
– ¿Se le ocurre algo más? ¿Alguna corrección?
– No, ahora no se trata de eso.
El Decano se sentó. Don Enrique le miraba, diríase que con desconfianza.
– Me va usted a escuchar durante un rato. Siga sentado y no se inquiete. ¿Quiere algo de beber? Puedo ofrecerle coñac y whisky. Y un buen cigarro, por supuesto. Tome, huélalo y enciéndalo. Me los traen de Cuba, de contrabando. Yo fumo dos o tres al día.
Llamaron a la puerta. El Decano dijo “Adelante”. Entró un caballero de gafas, mediano de edad, muy espabilado, la cara un poco cínica.
– Me dijeron que había usted llegado. Yo tengo que salir durante un par de horas. ¿Lo dejamos para mañana?
– Vea usted si hay luz en la habitación. Si la hay, llame.
– Hasta entonces. Adiós, don Enrique.
Don Enrique se incorporó y volvió a sentarse cuando desapareció el visitante.
– ¿Quién es? -preguntó.
– No los presenté porque creí que se conocían. En todo caso, él le conoce a usted. Es el director del Colegio, un ladrón de libros confeso. Suele venir por las noches a hacerme compañía y a contarme sus latrocinios. Un tipo divertido. En su cuarto tiene verdaderos tesoros que, a su muerte, irán a parar a los libreros de viejo, porque él no tiene familia que le herede. Tenga usted cuidado, si algún día lo encuentra. No le invite a su casa, porque tiene un arte endiablado para llevarse algo.
– Y a usted, ¿no le ha robado nunca?
– No lo sé. Supongo que sí. Aunque mis tesoros bibliográficos no son de los que le interesan.
Había encendido una astilla de madera arrancada de una caja de puros. La acercó a don Enrique, y luego encendió el suyo, vegueros de buena marca y gran tamaño.
– Por cierto, al único que le interesan mis libros es a usted.
– Procuro comprar lo que puedo.
– No lo haga. Pídamelos a mí. Y no como hasta ahora, que me los devolvió todos. Entienda que cada libro que le preste es un regalo. Y no me mire con esa sorpresa: es algo que tengo muy pensado, y que entenderá después de que le haya hablado. Escúcheme y no se mueva ni me interrumpa, pero puede echar hacia aquí el humo de su cigarro. Lo que tengo que decirle es muy sencillo: renuncio a la Historia por la Literatura, es decir, renuncio a mi carrera. Y renuncio porque he encontrado un camino mejor para expresar lo que llevo dentro. Voy a dedicarme a la novela… ¡No ponga esa cara, hombre! De momento a la novela histórica. De momento, y quizá para siempre. El pensamiento abstracto no me satisface. ¡Siempre desconocerá usted la fascinación de expresarse por figuras que hablan y que piensan! Usted conoce mi preocupación por la naturaleza del poder. Creo haber llegado a alguna conclusión… insatisfactoria. Ahora estoy pensando en una serie de novelas, dos o tres, sobre la época de la Tetrarquía y sobre Constantino, que la resolvió… inútilmente. La figura de Diocleciano me fascina, aquel hombre que renunció… ¿Por qué renunció? Usted tendrá una respuesta, seguramente, pero esa respuesta no satisfaría a Shakespeare. Este hombre es mi modelo, no pensó en César y en Marco Antonio, los hizo hablar, y yo querría hacer en prosa narrativa lo que él hizo en el teatro. No lo mismo, claro, que eso lo hizo él de manera insuperable, pero algo por el estilo. ¿No le ve usted? Diocleciano, Maximiliano, los césares, el Imperio repartido porque a ninguno de los cuatro les cabe ya en la cabeza… tan extenso, tan complejo… Y la aparición de Constantino, el último a quien el Imperio cabe en la cabeza… aunque a su modo que ya no es el de antes. Hay un problema, se lo confieso, y es lo que ahora me preocupa hasta la angustia: hallar el lenguaje adecuado, un verdadero lenguaje novelesco, tan distinto del nuestro habitual. Cuando usted se retire, empezaré la novela por centésima vez… y romperé lo que escriba, lo seguiré rompiendo una noche tras otra, hasta que encuentre el tono. Saber no me falta. Lo que tengo que decir está bien pensado y estudiado. Pero, las palabras… todo es cuestión de palabras, de tono.
– ¿Y la cátedra? ¿Qué va a hacer de la cátedra?
– De momento, seguir en ella. Más adelante, Dios dirá.
Don Enrique buscaba un lugar donde dejar la ceniza del puro.
– No haga usted eso. Un cigarro de esta calidad conserva la ceniza hasta el final. Fíjese en el mío.
– ¿Y el pulso? Si le tiembla el pulso, ¿qué pasa?
El Decano levantó en alto el cigarro, cogido con dos dedos.
– Mi pulso no tiembla jamás, aunque tenga que matar a un hombre.