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El cigarro se mantenía inmóvil.

Don Enrique lo miró fijamente.

Luego dijo:

– Mi pulso temblaría, aunque sólo fuese para matar a un mosquito. Páseme el cenicero.

El Decano empujó hacia él un recipiente de barro, redondo, rojizo, con cuatro o cinco colillas.

Don Enrique sacudió la ceniza del puro, un cilindro gris de pocos centímetros de largo.

– Se rinde usted fácilmente. Si yo fuera como usted, seguiría pensando en otras interpretaciones de la Historia. Pero, ya ve, renuncio a ellas, o, al menos, a su expresión científica. Lo dejo en manos de usted, es decir, en buenas manos. Cuando usted publique un libro, será como si yo lo hubiera escrito, o, más bien, un libro que yo hubiera escrito de haber seguido mi camino. Pero he encontrado este otro: acaso un día volvamos a coincidir, acaso yo logre decir en una novela lo que usted dirá en su obra maestra. ¿Por qué no? Son dos modos de expresión distintos, el científico y el poético, pero ambos llevan al mismo fin…

Don Enrique le interrumpió:

– ¿La verdad?

El Decano se echó a reír.

– ¡No sea usted ingenuo! Nadie alcanzará jamás la verdad. En el fondo, nadie espera hallarla, ni usted mismo lo esperará cuando haya estudiado y pensado unos años más. Y si cree en la verdad de lo que piensa y de lo que escribe, peor para usted. Si hablo de que usted y yo volveremos a encontrarnos, es porque espero de su pensamiento la misma perfección a que aspiro con mis novelas. Hoy sabemos que Hegel no alcanzó la verdad; sin embargo, tanto usted como yo admiramos su sistema. ¿Por qué no analiza las razones de su admiración? Pues eso mismo que hallamos en el pensamiento no verdadero de Hegel es lo que, en el mejor de los casos, alcanzaremos, usted por su camino, yo por el mío.

Se detuvo, de pronto. Miró detrás de don Enrique, hacia la ventana abierta.

– ¡Quieto! ¡No se mueva!

Se levantó rápidamente, se asomó, escrutó en la oscuridad hacia arriba y hacia abajo.

– Juraría que alguien nos estaba escuchando. Vi una cabeza rapada y roja, un rostro pecoso.

Don Enrique se le acercó, después de haber sacudido la ceniza del cigarro. El Decano mantenía el suyo. Don Enrique miró también.

– No veo a nadie.

– Yo, tampoco. Pero juraría que una cabeza rojiza, pelada, nos estaba escuchando. ¿No tenemos un alumno así? ¿O es una alumna?

– ¿Quiere que vaya a mirar? Si había alguien de esas señas, o me lo tropezaré al salir, o lo descubriré.

– Como usted quiera.

Don Enrique salió. El Decano permaneció junto a la ventana, el cigarro con la ceniza entera en la mano. Vio pasar a don Enrique, hacia arriba y hacia abajo. Salió, poco después, de las sombras.

– No he visto a nadie.

– Quizá haya sido una ilusión mía. ¡Lo que le estaba diciendo es tan personal! No dé la vuelta. ¿Por qué no sube por aquí? Yo puedo ayudarle.

Tendió los brazos hacia fuera, don Enrique se agarró a sus manos y trepó hasta el repecho. Se puso en pie y saltó.

– Gracias por la ayuda. Si lo pienso, no hubiera sido capaz.

– Todavía soy fuerte para ayudar a un hombre a trepar a una ventana.

– ¿Tiene usted por ahí un papel? Me he embarrado los pies, y le voy a manchar la alfombra.

– Espere que se lo traigo.

Don Enrique no se había movido. Se limpió los zapatos con el papel, y lo echó a la papelera.

Luego, recobró su asiento.

– Este incidente estúpido -dijo el Decano- ha soplado sobre mi inspiración y la ha ahuyentado. Ya no me oirá usted más tonterías, y, para tonterías, las del Director del Colegio, que estará a punto de llegar. ¿Le ayudo a ponerse el abrigo?

– Como usted quiera.

Se levantaron. Don Enrique apretó su cigarro contra el fondo del cenicero y lo abandonó allí.

El Decano apoyó el suyo cuidadosamente, con unos centímetros de ceniza, gris casi blanca. Se adelantó a don Enrique, cogió el abrigo y le ayudó a ponérselo. Con la gorra, le entregó la caja de bombones y los papeles.

– No olvide usted esto. Para Francisca, con mis respetos, por haberle retenido a usted más tiempo del debido. No olvide los papeles de ese capítulo, quizá mañana por la mañana, después de clase, pueda usted corregir el último folio. Yo le esperaré en el Decanato, como siempre…

Le tendió la mano.

Don Enrique se había detenido, la gorra en la mano y el paquete bajo el brazo, junto a la puerta.

El Decano había cogido una tetera antigua y le echaba una cucharada de té.

– Al Director le invito a una taza cada noche. No le gusta, pero lo encuentra una bebida muy intelectual. La preparación ya la tengo convenida con el camarero. Seguramente espera mi llamada. No hace falta que usted lo avise. En cambio… ¿Dónde diablos habrán metido la taza? La mujer que me arregla el cuarto pone las cosas cada día en un sitio distinto. ¿Ve usted una taza por ahí?

Don Enrique echó un vistazo: había una taza en una esquina vacía del anaquel de los libros. Alargó la mano y la cogió.

– Aquí está. Al menos, una. En un lugar absurdo.

– Con una, basta. Yo ya tomé café, si no recuerdo mal, y estoy fumando un puro. Se beberá el té él solo, el Director. Póngala aquí, junto a la tetera.

El camarero llamó a la puerta.

El Decano le mandó pasar. Le entregó la tetera.

– Como siempre.

– Sí, señor.

Se retiró el camarero.

– Ahora váyase usted también, don Enrique, no sea que se me ocurra alguna novedad y vuelva a retenerlo.

– Hasta mañana.

– Los bombones, ya sabe, a Francisca, con mis respetos.

– Ella le dará personalmente las gracias.

Vino el camarero con la tetera, le mandó que la dejase en la bandeja, junto a la taza.

– ¿Va usted a estar despierto cuando venga el Director?

– Tengo esa orden.

– Dígale de mi parte que le espero.

El camarero se retiró.

Don Enrique salió. El Decano abrió una alacena, sacó una botella, mediada, de whisky, se sirvió generosamente en un vaso y le echó un poco de agua. Se sentó y empezó a beber, mientras fumaba cuidadosamente el medio puro que le quedaba, la ceniza incólume. Así estuvo un corto rato. Calmosamente: chupada, sorbito. Acabó casi al mismo tiempo la bebida y el cigarro. Éste lo dejó en el cenicero, sin soltar la ceniza. Se desentendió del vaso. Cerró los ojos, pero en seguida los abrió sobresaltado. Miró la hora.

2

Francisca se había acurrucado en un rincón del sofá: una manta oscura le cubría las piernas.

Abrió los ojos cuando se oyó cerca el motor del balilla, pero no se movió hasta que los pasos de su marido resonaron en la entrada.

Entonces, dio un salto y corrió hacia la puerta. Enrique se había quitado el sombrero y lo colgó en una percha.

– Ayúdame a quitarme el abrigo y toma esto, es de parte del Decano.

– ¿Bombones? ¿Otra vez bombones?

Francisca había besado a su marido mientras le ayudaba. Ahora, al pasar, encendió una luz y el salón quedó iluminado. Frente al sofá, el fuego de la chimenea parecía más mortecino. Enrique trajo dos leños secos y los arrojó sobre las brasas. En cuclillas atizó durante un rato, hasta que se levantó una llamita leve, que rozó los troncos. Francisca había abierto la caja de bombones y mordía uno.

– ¿Quieres?

Ofreció a su marido el que tenía entre los dientes, Enrique se levantó y la miró; luego se inclinó un poco y recibió la oferta.

– ¿Sabes que encontré al Decano un poco raro? Por lo pronto me devolvió el trabajo de ayer, con el pretexto de que la última página está un poco oscura. Lo cual se compagina mal con su decisión de que sea yo solo, y no los dos, quien firme el libro. ¿No soy así el responsable de cualquier oscuridad?

Francisca se había sentado en el sofá, y buscaba en la cartera de Enrique los papeles.

– ¿Dónde los has metido? Aquí no están.