– Quizá en el bolsillo del abrigo. Mira, a ver…
Francisca se levantó y miró en el abrigo.
– Sí, aquí están.
– Lo que él encuentra oscuro es la última página.
Enrique se sentó en el sofá, al lado de ella. Puso una mano encima de los papeles que Francisca ya hojeaba.
– Deja eso ahora. ¿Te dije que lo encontré raro?
– Sí.
– Se comió él solo dos raciones de lamprea, y terminó con tarta de almendra. Un disparate, a su edad, por muy buen estómago que tenga; además, me llevó por primera vez a su casa.
– ¿Cómo es?
– Como otra cualquiera del Colegio, lo mismo que la que yo ocupé cuando lo de las oposiciones, ya sabes. Un poco más lujosa y con muchos libros. Les eché un vistazo. ¡Cuántos de los que tanto hemos deseado! Me dijo que me regalaría todos los que necesitase. Y muchas cosas más, bastante raras. Que se va a dedicar a la novela histórica.
– ¿A estudiarla?
– A escribirlas, y eso es lo raro.
Enrique se levantó y se acercó a la chimenea.
– Me temo que esta noche le coja un entripado y mañana no pueda ir a clase. Está explicando “Tutankamen en Creta”. Menos mal que lo he leído.
Metió la mano en el bolsillo y sacó avíos de fumar. Francisca le detuvo.
– No fumes ahora. Métete en la cama, te llevaré una taza de té y fumarás después. Estás un poco frío.
– Sí. Hace una humedad condenada.
3
Se oyeron ruidos y voces de estudiantes que llegaban tarde y discutían con el portero. Se oyó también el ruido de un automóvil, que se detuvo un momento y luego paró el motor. Voces en tono natural, hacia la entrada del colegio, fuera. Se batió una puerta. Otro rato, breve, de silencio. Llamaron.
– ¡Señor Decano, señor Decano!
El Director abrió la puerta, pero no entró. A alguien que le acompañaba, dijo:
– Espere. Aquí ha pasado algo.
Se acercó. Encontró al Decano en el suelo, espatarrado, con los brazos en cruz, un cordón de batín flojamente arrollado al cuello, como si el cuerpo al caer lo hubiera arrastrado consigo.
– Parece muerto.
Volvió a la puerta, la cerró tras de sí.
– ¡Que llamen inmediatamente a la policía y que traigan también al juez!
Le escuchaba el portero, un camarero, una criada.
– Que nadie entre en el cuarto del señor Decano, hasta que venga la policía. Avíseme en cuanto llegue.
– ¿Le decimos que hay un muerto?
– Sí, digan que hay un muerto, que vengan en seguida.
El Director subió las escaleras hasta su despacho con la cabeza baja, de circunstancias. La enderezó al entrar y encontrarse solo. El teléfono al que llamó comunicaba: esperó un rato, luego llamó al Rector. Se puso la criada. Le dijo con quien quería hablar, que era urgentísimo.
– Soy el Director del Colegio Mayor. Venga en seguida: el Decano de Historia acaba de aparecer muerto en su cuarto. A primera vista parece un suicidio, pero, no sé por qué, lo encuentro algo raro. Sí, el cordón con el que se ahorcó se soltó al caer el cuerpo. Ya está avisada la policía.
El Rector le respondió que iría en seguida, en cuanto encontrara un taxi.
El Comisario llegó: apenas había salido de su despacho el Director del Colegio. Venía acompañado de dos inspectores jóvenes que se quedaron a la puerta.
El Comisario se identificó: era un cuarentón bien conservado, un poco calvo y un poco gris el pelo que le quedaba. Al abrirse el abrigo, se le vio en la solapa una estrella de alférez. Venía fumando una pipa muy profesional.
– Me han ido a buscar a casa por el asunto éste. Menos mal que aún no me había acostado…
Estaban en el vestíbulo, en círculo: el portero, dos camareros y una camarera huidiza.
– El Director, ¿es usted?
– Profesor Viñals, de la Facultad de Derecho. Este es el portero de noche, estos dos, camareros de guardia. Puede usted preguntar lo que quiera.
– Ante todo, ¿qué ha sucedido? ¿Dónde está el muerto?
Iba a hablar un camarero, pero el Director le detuvo con un gesto.
– El muerto es el Decano de la Facultad de Historia, don Federico Daoíz Perales. Quizás le conociera usted…
– No le conocía, pero he oído hablar de él. Un sabio, ¿no?
– De eso tenía reputación. Yo puedo añadirle que era un genio. He hablado mucho con él, casi todas las noches. Solíamos tomar juntos una taza de té. Precisamente hoy…
El Comisario le interrumpió.
– ¿Puede usted enseñarme el cadáver?
– Muy cerca de aquí en esta misma planta. Como le iba diciendo…
– Espere a que yo le pregunte. ¿Dónde está?
– Aquí, como le decía… Es esta planta. Sígame.
El Director del Colegio torció hacia la habitación del Decano. Le siguió el Comisario. Los demás, mudos, no se movieron. El Director, al salir, les había dicho:
– Ustedes, esperen.
Abrió la puerta de la habitación. El cuerpo del Decano seguía en el suelo.
– Ahí lo tiene. Nadie ha entrado, ni nadie ha tocado nada. Está como yo le vi cuando abrí la puerta.
– Usted, ¿para qué abrió la puerta?
– Le dije antes que solíamos tomar juntos una taza de té. Hoy me había citado para mi regreso. Estaba muy tranquilo: nadie diría que iba a suicidarse.
– ¿Por qué supone usted que se suicidó?
– No hay más que ver, esa cuerda alrededor del cuello. No parece verosímil que don Enrique se la haya puesto, ¿me comprende?
– ¿Don Enrique? ¿Quién es don Enrique?
– Don Enrique Flórez su auxiliar, un muchacho muy despierto, según dicen. Estaba con él cuando yo entré a decirle…
– Todavía no le he preguntado por lo que le dijo. Hábleme de ese don Enrique.
– Sé poco de él. Todo el mundo le tenía por su sucesor. Don Enrique va a hacer oposiciones, y el Decano aspiraba a una cátedra de Madrid. Era lógico, un hombre como él…
– Tampoco le he preguntado lo que era lógico. Para sacar las consecuencias lógicas estoy yo aquí.
El Comisario había entrado en la habitación. Inspeccionó el cuello del Decano, le abrió los ojos, cogió con mucho cuidado la taza del té y la dejó en el mismo sitio. Después examinó los objetos de la mesa…
– ¿Fumaba, el Decano?
– Él, sí. Yo, no. Ese puro con toda la ceniza quemada es el suyo. Presumía de no soltar la ceniza hasta arrojar la colilla. El otro medio puro y la ceniza en varios pedazos debe de ser de don Enrique. No sabía fumar puros, a lo que se ve.
– ¿Y este vaso?
– No lo sé. El Decano, a veces, bebía. Un poco de whisky con agua. Pero hoy no le vi con el vaso.
El Comisario cogió el vaso, lo olió y lo devolvió a su sitio.
– ¿Y esa ventana abierta?
– El Decano solía abrirla: la calefacción del colegio le resultaba muy fuerte. Aquí, en el Colegio, tenemos muy buena calefacción.
– ¿Vivía hacía mucho el muerto en este Colegio?
– Desde que lo destinaron a esta Universidad, el curso pasado, cuando se abrieron los estudios. Venía algo así como castigado.
El Comisario torció el morro.
– ¿Un rojo?
– No tanto como rojo, pero tampoco muy adicto al régimen. Un intermedio de esos, ya sabe usted. Un intelectual de los que no emigraron.
– Ya.
Se volvió hacia el Director.
– Voy a dar una vuelta por los alrededores. ¿Han avisado a alguien más?
– Al juez, por supuesto, y también al Rector, como es natural.
– Al juez es natural que se le avise. Al Rector… no tiene jurisdicción penal, ¿lo sabía usted?
– Pero es el Rector, y el muerto era un Decano… El Decano de Filosofía y Letras, nada menos.
El Comisario se ponía los guantes y se acomodó la bufanda.
– ¿Y cómo hicieron Decano a un rojo?
– Ya le dije que no lo era del todo. Un desafecto. Nada indicado para Rector, pero un Decano, ¿qué más da?