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– ¿Algo nuevo?

– Cosas de trámite, nada más. Hasta ahora, cualquiera puede ser el asesino, incluso este portero. ¿Qué hizo usted desde que salió don Enrique hasta que se descubrió el cadáver?

El portero se había aturullado: daba vueltas a los dedos de la mano izquierda con la derecha.

– Yo, señor Comisario…

El Comisario se echó atrás en la silla riendo. El portero cogió al vuelo el sombrero que caía.

– Se le caía el sombrero…

– Gracias. Póngalo ahí. Y no pase cuidado, hombre, que, de momento, está usted fuera de toda sospecha. Puede volver a su rincón.

– Gracias, señor Comisario.

El policía se volvió hacia el Juez:

– Carente de motivos. Todo asesinato tiene un motivo, y hay que buscarlo.

– En alguna parte he leído que el crimen perfecto carece de motivos. Y todo crimen acaba descubriéndose, aunque muchas veces los autores, o el autor, no lleguen a dominio público… por cualesquiera razones.

El policía se aproximó al Juez, confidencial.

– ¿Sabe usted, o sospecha, que podemos hallarnos ante un caso de crimen político?

– Ni lo sabía, ni lo sospecho.

– El Decano era un rojo conocido. No podemos descartar ese detalle. Una cosa sería si le mató uno de los suyos, otra si le mató uno de los nuestros.

– ¿Los nuestros? ¿Quiénes son los nuestros? Para mí no hay más que delincuentes o inocentes. El matiz político no hace al caso.

Se acercaban el Rector y el Director del Colegio. El Juez se levantó; el Comisario lo hizo también, unos segundos después. El Director del Colegio los presentaba. El Rector parecía muy impresionado. El muerto, famoso profesor en España y en el Extranjero, era una de las glorias de la Universidad que él tenía el honor inmerecido de presidir… Aunque el auxiliar del difunto, y su presunto sucesor, don Enrique Flórez, no le fuese a la zaga, pero es todavía una promesa.

El Comisario se había entretenido en cargar la pipa, en encenderla. Echó al aire una buena bocanada.

– ¡No sabe usted, señor Rector, que ese presunto sucesor del asesinado, es también nuestro único presunto asesino… al menos de momento!

El Rector le miró de soslayo, con fingida consternación.

– ¡El profesor Flórez! ¡Se refiere usted al profesor Flórez!

– ¿Le conoce usted?

– Personalmente, no. Alguna vez le he visto y le he oído, de lejos, en un Claustro. Don Enrique Flórez según lo que sé de él es incapaz de matar un mosquito… si hay por medio un mosquitero o un insecticida. Todas las muertes de que sería capaz don Enrique Flórez son muertes dialécticas.

– Pues ésta habrá sido una de ellas.

– Según me ha dicho el Di… el señor Director, parece que hay venenos por medio, y un cordón al cuello del Decano.

– Lo del cordón no está claro todavía. Lo del veneno es más verosímil. Cianuro potásico.

– De mi farmacia no salió, eso puedo asegurárselo, -dijo el Rector bastante apurado. Y se retiró unos pasos atrás, disculpándose con que no quería estorbar los trámites de la Justicia. El Comisario se sentó de nuevo, y se puso el sombrero. La pipa continuaba entre sus dientes, y de vez en cuando dejaba salir de la boca un humillo perfumado.

– ¿El señor Juez quiere asistir a mis interrogatorios o se desentiende?

Por respuesta, el Juez recabó una silla y se sentó al costado de la mesa. El Comisario interrogó a dos camareros. En el entretanto, vinieron gentes del laboratorio y fotógrafos, a los que dio instrucciones. El Juez se levantó con el pretexto de inspeccionar el trabajo de los subalternos. Hizo alguna indicación acerca de las fotografías que había que tomar, y desde dónde. Corrigió la prisa del que guardaba en un frasco los restos de té y envolvía la taza y el plato.

Cuando volvió al vestíbulo, el Comisario interrogaba a dos estudiantes, alumnos, al parecer, del Decano. Uno se había puesto un abrigo por encima del pijama; el otro, de gafas muy destacadas, un albornoz rojo fuerte. A ninguno de los dos estudiantes parecía verosímil que el Decano se hubiera suicidado, pero tampoco hallaban muy explicable el asesinato. “Como no haya sido por sus ideas políticas…”, dijo uno de ellos.

– ¿Qué quiere usted decir con eso de las ideas políticas? -preguntó, muy a tiro, el Comisario.

– Lo único que quiero decir es que el señor Decano no estaba muy de acuerdo con el régimen. Era monárquico.

– Y, usted, ¿cómo lo sabe? ¿Lo decía en clase?

– Esas cosas se notan, aunque no se mencionen.

El Comisario hizo un jeribeque en el aire con la pipa y volvió a dejarla en los labios.

– Por ausencia o por presencia, ¿no?

– Usted lo sabrá.

El Comisario pareció que iba a replicar, pero retiró el gesto, se levantó de la mesa.

– Puede retirarse.

El Juez medio se levantó en el asiento.

– Yo quisiera hablar con usted -dijo al de los dos que más había hablado, al del albornoz rojo-. ¿Le importa que le robe un rato a su sueño?

– ¡Para lo que voy a dormir…!

El Juez le cogió del brazo y lo llevó aparte. Le preguntó si a aquellas horas se podía tomar algo.

El estudiante dijo que quizá, que toda vez que aquellas eran horas extraordinarias, en una situación extraordinaria, que sí… Se apartó del Juez, habló al oído a uno de los camareros, que dormitaba de pie, el camarero se acercó al Juez y éste pidió dos whiskies.

– A estas horas es lo menos dañino.

Pero en el bar no había whisky, y el camarero sugirió que podía servirse del del Director, que total… El estudiante consultó al Juez con una mirada; el Juez le respondió con un gesto de indiferencia. El estudiante lo interpretó como señal de asentimiento, y dijo que sí al camarero. El Director puso su whisky a disposición de los presentes, e invitó por su cuenta al Rector y al Comisario, pero el Rector no bebía, seguía hablando de las cosas del Colegio.

Se oyó fuera el ruido de un coche, era una ambulancia. El Juez dirigió las operaciones de levantamiento del cadáver, y cuando se lo hubieron llevado, anunció en voz alta que cada cual era libre de ir a dónde fuese. Uno, a uno, fueron desfilando: el Rector, el Director, los camareros, el Comisario y sus inspectores guardianes… Quedaba sólo el portero. El Juez ordenó que se retirase después de haber cerrado, pero el portero era a la vez vigilante nocturno, y aquél era su puesto. Finalmente quedó él en su puesto, y, en un rincón, con los vasos de whisky intactos, el Juez y el estudiante del albornoz rojo vivo.

– ¿Usted era alumno del Decano? Perdone que le llame así, pero no me acostumbro a llamarle el muerto o el difunto.

– Se llamaba don…

– Sí. Creo haberlo oído. Usted, ¿era su alumno?

– Sí, este curso por segunda vez. Era un profesor extraordinario. Una de esas personas que atraen y le tienen a uno sujeto al banco sólo por la fuerza de su palabra. Sabía mucho, pero, cómo lo decía… No crea exagerar. Aunque dijera tonterías, daba gusto oírle. Llegaba siempre sin abrigo y sin sombrero, seguramente los dejaba en el decanato. Llegaba, digo, se sentaba en una esquina de la mesa, y sentarse es un decir, se apoyaba, se dirigía a nosotros, nunca a uno determinado. Solía encender un pitillo, si no venía fumando. Este curso lo dedicaba a la literatura histórica, novelas y dramas, quiero decir. Habló primero de Shakespeare, después, de Lope de Vega y de Schiller. Finalmente empezó con las novelas, las más conocidas, las que leyó todo el mundo: Bulwer Lytton, Merejowsky, Victor Hugo… Una novela de Merejowsky la comparó con Ibsen: se veía su simpatía por Juliano el Apóstata. Y en esto estaba.

– Y a don Enrique, ¿lo ha escuchado usted?

– También. Es otra cosa. Si lo comparamos con don Federico, éste sabía más que él, pero don Enrique es más profundo, más serio. Don Enrique llegaba a clase como pidiendo perdón, sacaba media docena de fichas, las leía y las comentaba. La diferencia mayor era cuando uno y otro ponían diapositivas. El Decano hablaba a oscuras; don Enrique permanecía callado, después de habernos ilustrado sobre los detalles en que debíamos fijarnos. Luego, al hacerse la luz, los comentaba. Siempre como si le diera vergüenza. Solía, a veces, preguntar si el Decano había tratado el mismo tema, aunque fuera de refilón, y si advertíamos algún desacuerdo… No recuerdo que lo hubiera más que una vez: se apresuró a rectificar su propio pensamiento, pidiendo perdón por el desliz… Hubo muchos testigos de esto, yo soy uno de ellos, y le aseguro que lo que decía don Enrique de su cosecha, era más profundo, aunque menos brillante…

– Si se demostrara que don Enrique mató al Decano, ¿usted lo creería?

– No, aunque…

– ¿Aunque, qué…?

El estudiante pareció meditar la respuesta. Echó al coleto un buen trago de whisky, carraspeó.

– Mire, señor Juez: ese mundo de los sabios no es como el nuestro. Se rigen por otras leyes y por otros valores. Por eso, a nadie sorprende que tanto el uno como el otro no fuesen del régimen. Aunque más alejado don Enrique que el Decano. Esto no quiere decir que yo crea que lo mató por razones políticas, no. A nadie le cabrá en la cabeza que don Enrique haya matado a alguien, un tipo pusilánime… Sin embargo, hay otra clase de razones. Para nosotros no lo serán, para ellos, sí. Imagine usted que don Enrique tenía hecha una idea del Decano, no tanto de lo que era como de lo que debía ser, y que un día descubre que el Decano va por otro camino, que él, don Enrique, no encuentra apropiado, o lo encuentra peligroso para la figura intelectual de su maestro…, pongamos por caso, y eso pudiera deducirlo perfectamente alguien que le hubiera escuchado durante este curso, imagine que proyecta abandonar la Filosofía de la Historia por la novela histórica. No es que el Decano lo haya anunciado, es un decir. Entonces, su discípulo favorito, su hijo intelectual, al ver que la figura ideal se tuerce, va y lo mata, para que al menos conserve la figura que tuvo hasta ahora mismo. Pero también pudiera suceder lo contrario, aunque éste no sea el caso, porque el muerto es el Decano y don Enrique… Se lo digo para que vea cuántas hipótesis son posibles, aunque yo no crea en ninguna.