– ¿Ni siquiera en ésa que acaba de exponer?
– Ya le dije que yo no creo que don Enrique haya matado a don Federico.
– Entonces, ¿cómo se explica…?
– La muerte del Decano no tiene explicación a no ser que se trate de un suicidio.
– Es lo que a mí se me ocurrió, pero hay tantos detalles en contra… ¿Usted tiene alguna razón especial para creer en el suicidio?
– Yo, no; pero no existe nadie que alguna vez no haya tenido una razón para suicidarse.
– ¿Usted, por ejemplo?
– Yo igual que cualquiera. Se tienen motivos aunque se ignoren. No los tiene, por desconocimiento, quien no se mira al interior.
– ¿Qué edad tiene usted?
– Veintiocho años, y, detrás de mí, una guerra que hice valerosamente y en la que no creía.
El Juez se levantó. Sin decir nada, se puso el abrigo y el sombrero. Tendió la mano al estudiante.
– Muchas gracias. Es posible que alguna vez le llame para seguir charlando.
– Como usted quiera. Ya sabe dónde encontrarme.
Se puso también de pie. Al alejarse el Juez, encendió un cigarrillo y empezó a subir las escaleras. Había dejado el whisky sin terminar, volvió sobre sus pasos, apuró el vaso y repitió el ascenso.
El Juez buscó su coche y se marchó.
4
Hacía una mañana oscura y fría.
Habían encendido la luz del zaguán y las de las esquinas; por los ventanales del claustro se veía caer la lluvia sobre los macizos: mansa, pero a veces agitada por una ráfaga breve. Los estudiantes rodeaban a otro, mayor que ellos, que explicaba la aparición del Decano, muerto, en su habitación del Colegio Mayor. Daba detalles, y a la pregunta inevitable de “¿Quién fue?”, salida de todos los labios, respondía encogiéndose de hombros o con un “No se sabe” apenas mascullado. Relataba las pesquisas de la policía, los interrogatorios del Comisario-jefe, que aquella mañana se había personado en el Colegio y había preguntado a todos: estudiantes y camareros, pero también a las chicas del servicio y al mismo Director. Apareció Lisardo saliendo de su cuchitril y le preguntaron si vendría don Enrique, ese al menos. Lisardo se encogió de hombros, pero a uno que hablaba y aseguraba a los recién llegados que el Decano había sido asesinado, le dijo, pasando y sin esperar respuesta: “Estoy tan seguro de que no lo mató nadie como de que no lo maté yo”; y se perdió en las tinieblas finales del claustro, hacia Derecho. Nadie dio a sus palabras otro valor que el de una mera opinión. Cuando llegó don Enrique, le rodearon los estudiantes, le acosaron a preguntas. Por fin pudo decir: “¿Saben que soy el único sospechoso? La policía acaba de estar en mi casa, me han tomado las huellas dactilares y qué sé yo cuántas cosas más… Efectivamente, yo soy la última persona que vio al Decano vivo, pero eso no quiere decir que lo haya matado. ¿Por qué, para qué? Ustedes conocen mi respeto por él, todo lo que le debo… Estoy tan desolado como ustedes, más que ustedes, y ustedes lo comprenderán…” En la cara de don Enrique estaban escritos la sorpresa y el miedo.
Entró en su aula, metió la cabeza entre las manos, los alumnos se fueron acomodando en silencio.
“Comprenderán ustedes que no sepa de qué hablarles…” A la misma hora, los Decanos entraban juntos en el Rectorado: el de Medicina, el de Farmacia, el de Derecho, el de Ciencias.
El Rector les esperaba, con cara de circunstancias.
– Estoy desolado. ¡Un escándalo como éste, en la Universidad, donde jamás pasó nada semejante!
Los decanos se acomodaban en los sillones tapizados de terciopelo rojo. Uno sacó tabaco y ofreció.
– Y no por falta de ganas, puedes creerme. Yo mismo me desharía de buena gana de algún colega…
– ¡Bueno, hombre! ¡A todo el mundo le estorba alguien! Pero de eso a matar… Hay muchas maneras de deshacerse de un enemigo.
– Maneras administrativas. Pero alguno estorba aquí y en Pekín. Yo, a más de uno, le deseo la muerte.
– ¡A ver si has sido tú el que mató a don Federico!
– Ni lo conocía. Por lo que me dijeron de él, no era hombre simpático. Siempre esquivé que me lo presentaran. Lo he visto y lo he oído cuando todos vosotros: en los claustros. Y no puede decirse que fuera muy elocuente.
– Tenía fama de serlo.
– En sus clases. A nosotros nos despreciaba…
El Rector alzó una mano, una mano crispada.
– Por favor… No os he llamado para esto. Tenéis que daros cuenta… Mi situación. Yo tengo que presidir el entierro…
– Lo harás muy bien, con tu acostumbrado empaque. Y si alguno de éstos quiere acompañarte… Yo, no, por supuesto. Acabo de coger una gripe…
El Decano de Medicina simuló un estornudo.
– ¿Veis? Una gripe oportuna.
– No se trata de eso. Es que, si no se arregla lo contrario, el entierro será civil. Hay sospechas de que nuestra colega se haya suicidado. Y eso siempre es un engorro. Hay que hablar con el arzobispo, que, a lo mejor, no da el permiso para que lo entierren en sagrado… Un verdadero engorro. A no ser que…
– ¿Qué? -preguntaron a un tiempo los cuatro Decanos.
– Que ciertas sospechas se confirmen… Un auxiliar anda por el medio. ¿Recordáis? Aquel larguirucho, enlutado, que se sentaba siempre al lado de don Federico… Su propio auxiliar. ¡Y menudo jaleo el que armó para traerlo! Dicen de él que es más que una promesa. Claro que si mató a don Federico… Veinte años no hay quién se los quite.
– Por lo menos, veinte, si al Tribunal no le duele el estómago aquel día. El máximo serían treinta, descartada la pena capital, que, yo no sé por qué, se pide cada vez menos en delitos de esta clase.
– Vamos a suponer que no aparecen implicaciones políticas.
En este momento sonó el teléfono. El Rector corrió a él.
– Pásemelo en seguida -le oyeron decir; y se volvió a los Decanos-. Es el Comisario de Policía. Quedó en llamarme. -Tapaba el micrófono con la mano: lo llevó a la oreja-. Sí, diga… Yo soy. ¿Cómo está, señor Comisario?… Yo, esperando sus noticias… Sí, sí… ¡No sabe usted el peso que me quita de encima! Sí, hágalo cuanto antes… No, a nosotros no nos importa: es un auxiliar temporal, casi no forma parte de la familia universitaria… Sí, gracias.
Colgó el aparato y se volvió a los Decanos.
– Todo resuelto. La Policía presentará ahora mismo en el Juzgado acusación formal de asesinato contra el auxiliar ése…
5
El padre Fulgencio terminó aquella misa que había dicho de prisa, con cierto cargo de conciencia como si se hubiera saltado rúbricas y hubiera consagrado sin convicción. Despachó a dos o tres beatas que le esperaban para confesarse, las despachó con un “Esperen o váyanse”. Al salir, tomó del perchero un paraguas, que no era el suyo habitual, que quizás le resultase un poco grande, pero le daba lo mismo. En la calle orvallaba, un orvallo frío que le estremeció hasta los huesos, un momento. En realidad, no era de los días más fríos, sino un poco fresco. Echó a andar, el paraguas abierto, que no le cubría de la lluvia la punta de los dedos. A la derecha le quedaba la facultad de Medicina, con grupos de estudiantes a la puerta, entrantes o salientes de alguna clase temprana.
Al llegar a la plaza, una bocanada de aire le arremolinó las faldas del hábito: se armó un pequeño lío, al arreglárselas, porque una de las manos tenía que sostener el paraguas abierto. Por fin pudo escapar a la ventolera y subir bajo el arco, donde no llovía pero era tan corto de trayecto que no consideró imprescindible cerrar el paraguas.
Unas calles más arriba, entró en el Juzgado y pidió ver al Juez.
Le mandaron esperar y, después de un rato, un alguacil le vino con el recado de que el Juez tenía muchas ocupaciones urgentes, y que le rogaba volver al día siguiente.
“Dígale que tengo algo importante que decirle acerca de la muerte del señor Decano.” El alguacil salió con el recado y volvió pasado un momento con la respuesta. “Que espere unos cinco minutos.” Fueron pocos. Al cabo de tres o cuatro, el mismo Juez salió a recibirle, le saludó y le mandó entrar. El despacho del Juez era de una tremenda vulgaridad: una mesa como todas, unas estanterías de pino sin pintar cargadas de legajos, tres o cuatro sillas, jirones de humedad en la pared encalada. El Juez le señaló el lugar más cómodo y le pidió que se sentase. “Lo que viene usted a decirme, ¿es una declaración o una confidencia?” “Es una confidencia que puedo convertir en declaración, si usted así lo ordena.” “Empiece.” El Juez se sentó al otro lado de la mesa y encendió un pitillo, después de haber ofrecido al fraile y que éste lo aceptase…
– No sé cómo empezar, pero hay que empezar de alguna manera. El Decano y yo éramos amigos. No me pregunte usted por qué. Nos separaban muchas cosas, pero la simpatía, usted lo sabe, es inexplicable. A mí me era simpático, y supongo que yo le era simpático a él. Lo conocí a principios del curso pasado, y hemos tenido muchas y muy largas conversaciones. Él sin salirse de su ateísmo yo encastillado en mi fe. Ni él pretendía convencerme ni yo a él, pero nos escuchábamos. Hablábamos casi siempre de Historia, de la manera de entenderla. Sólo a finales de junio, cuando se iba de vacaciones, me dijo un día: “¿Sabe usted que alguien quiere matarme?” No sé lo que entonces le contesté y no volvió a mencionar el caso. Pero la primera vez que nos vimos, durante este curso, volvió a referirse al peligro en que se encontraba y al riesgo que corría, siempre sin datos concretos, siempre puras conjeturas y suposiciones. A mí no me sorprendía que aquella mente, más poética e imaginativa que científica, hubiera imaginado una historia en la que él mismo creyera. Pero ayer me dejó preocupado. Dijo que le matarían esa noche y que venía a despedirse. También me entregó unos papeles, un capítulo de una obra que estaba escribiendo y del que, no sé por qué, me hizo depositario. Aquí lo traigo.