Mostrarse cariñoso con sus hijos era un atajo seguro hacia el corazón de Jane, y Elizabeth comprendía la atracción que en Highmarten despertaba Alveston. La vida de un soltero en Londres, que trabajaba más de la cuenta, no debía de resultar demasiado atractiva, y Alveston encontraba sin duda en la belleza de la señora Bingley, en su amabilidad, en su voz melodiosa y en la alegre vida doméstica de su hogar, un agradable contraste con la competitividad despiadada y las exigencias sociales de la capital. Alveston, como Darcy, habían asumido siendo muy jóvenes el peso de las expectativas y las responsabilidades. Su empeño en recuperar la fortuna familiar era digno de admiración, y el Tribunal de Justicia, con sus desafíos y sus éxitos, era para él, tal vez, la encarnación de una lucha más personal.
– Espero que ni tú, querida hermana, ni el señor Darcy os sintáis incómodos por su presencia aquí -dijo Jane tras una pausa-. Debo confesar que, viendo el placer evidente que tanto él como Georgiana sienten cuando están juntos, me parece posible que el señor Alveston esté enamorándose, y si ello ha de causar inquietud en el señor Darcy o en Georgiana, nos aseguraremos, claro está, de que las visitas cesen. Pero es un joven de valía, y si mis sospechas son fundadas y Georgiana le corresponde en su interés, estoy segura de que podrían ser felices juntos, aunque tal vez el señor Darcy tenga otros planes para su hermana y, si es así, quizá sea sensato y considerado que el señor Alveston deje de venir a Pemberley. En el transcurso de mis visitas recientes me he percatado de un cambio en la actitud del coronel Fitzwilliam hacia su prima, una mayor disposición a conversar con ella y a pasar tiempo a su lado. Sería una unión magnífica, y ella no desmerecería en absoluto, aunque me pregunto si se sentiría muy feliz en ese inmenso castillo, tan al norte. La semana pasada, en nuestra biblioteca, vi un dibujo del lugar. Parece una fortaleza de granito, y el mar del Norte rompe prácticamente contra sus muros. Y se encuentra tan lejos de Pemberley… Sin duda a Georgiana le entristecería hallarse tan separada de su hermano y de la casa que tanto ama.
– Sospecho que tanto para el señor Darcy como para Georgiana Pemberley es lo primero -admitió Elizabeth-. Recuerdo que, cuando vine de visita con los tíos y el señor Darcy me preguntó qué me parecía la casa, mi evidente entusiasmo le complació. De no haberme mostrado tan sinceramente encantada, creo que no se hubiera casado conmigo.
Jane se echó a reír.
– A mí me parece que sí, querida. Aunque tal vez no debamos tratar más este asunto. Hablar sobre los sentimientos de los demás cuando no los comprendemos del todo, y cuando es posible que ni siquiera los implicados los comprendan, puede ser fuente de zozobra. Tal vez haya hecho mal mencionando al coronel. Sé, querida Elizabeth, lo mucho que quieres a Georgiana, y sé que desde que vive contigo como una hermana ha ganado confianza en sí misma y se ha convertido en una joven más hermosa. Si en verdad tiene dos pretendientes, la decisión, claro está, ha de ser suya, aunque no la imagino aceptando casarse en contra de los deseos de su hermano.
– Tal vez la cuestión se resuelva tras el baile -dijo Elizabeth-, por más que admito que para mí es causa de inquietud. He llegado a querer mucho a Georgiana. Pero dejemos de lado el tema por ahora. Debemos pensar en la cena en familia. No puedo estropeársela a nadie con preocupaciones que pueden ser infundadas.
No añadieron nada más, pero Elizabeth sabía que Jane no veía el menor problema. Ella creía firmemente que dos jóvenes atractivos que gozaban tan claramente de su mutua compañía podían enamorarse de manera natural, y que ese amor debía culminar en un matrimonio feliz. Allí, además, no existían problemas de dinero: Georgiana era rica y el señor Alveston progresaba en el ejercicio de su profesión. Aunque, claro, para Jane el dinero no era nunca un asunto relevante: con tal de que bastara para que una familia viviera cómodamente, ¿qué importaba cuál de los dos miembros de la pareja lo aportara a la unión? Y el hecho, que para otros sería de capital importancia, de que el coronel fuera vizconde y de que su esposa, con el tiempo, hubiera de convertirse en condesa, mientras que el señor Alveston solo llegaría a ser barón, no le importaba lo más mínimo. Elizabeth decidió no recrearse en las posibles dificultades y propiciar la ocasión de hablar con su esposo una vez que pasara el baile. Los dos habían estado tan ocupados que ella apenas lo había visto desde la mañana. No se sentiría justificada para especular con él sobre los sentimientos del señor Alveston a menos que este o Georgiana hablaran del tema, pero sí debía contarle cuanto antes que el coronel tenía intención de comunicarle la esperanza de que Georgiana aceptara ser su esposa. Elizabeth no sabía por qué, pero la idea de aquel enlace, a todas luces esplendoroso, le causaba una inquietud que no conseguía disipar con razonamientos, e intentaba ahuyentar aquella desagradable sensación. Belton había vuelto, y era hora de que Jane y ella se prepararan para la cena.
3
La víspera del baile, la cena se servía a las seis y media, la hora acostumbrada y muy en boga, pero cuando los asistentes eran pocos solía ofrecerse en una sala pequeña, contigua al comedor principal, donde hasta ocho personas podían instalarse cómodamente en torno a una mesa redonda. En años anteriores había hecho falta usar la estancia mayor, porque los Gardiner y en ocasiones las hermanas de Bingley habían acudido a Pemberley para asistir al baile, pero al señor Gardiner le costaba abandonar sus negocios, y a su esposa separarse de sus hijos. Lo que ellos preferían era visitarlos en verano, cuando él podía disfrutar de la pesca y su esposa lo pasaba en grande explorando los alrededores con Elizabeth, montadas en un faetón tirado por un solo caballo. La amistad entre las dos mujeres era antigua y sólida, y Elizabeth siempre había tenido en cuenta los consejos de su tía. Ahora había asuntos para los que le habría gustado contar con ellos.
Aunque la cena era informal, los asistentes se agruparon de forma natural para entrar en el comedor por parejas. El coronel se apresuró a ofrecerle el brazo a Elizabeth, Darcy se colocó junto a Jane, y Bingley con un gesto galante se ofreció a llevar a Georgiana. Al ver que Alveston avanzaba solo tras la última pareja, Elizabeth pensó que deberían haber dispuesto mejor las cosas, aunque lo cierto era que siempre resultaba difícil encontrar a una dama adecuada sin pareja con tan poca antelación, y hasta ese año las convenciones nunca habían importado en aquellas cenas previas al baile. La silla vacía quedaba junto a Georgiana, y cuando Alveston se sentó en ella, Elizabeth se fijó en que esbozaba una fugaz sonrisa de placer.
Mientras los demás tomaban asiento, el coronel dijo:
– Así que la señora Hopkins tampoco nos acompaña este año. ¿No es la segunda vez que se pierde el baile? ¿Es que a su hermana no le gusta bailar o acaso el reverendo Theodore ha expresado alguna objeción teológica contra los bailes?
– A Mary nunca le ha gustado mucho bailar -replicó Elizabeth-, y me ha pedido que la disculpen, pero su esposo no se opone en absoluto a su participación. La última vez que cenaron aquí me comentó que, en su opinión, los bailes organizados en Pemberley y con asistencia de amigos y conocidos de la familia no podían resultar contrarios a la moral ni a las buenas costumbres.