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– ‌Lo que demuestra -‌le susurró Bingley a Georgiana-‌ que nunca ha probado la sopa blanca de Pemberley.

Los demás oyeron su comentario, que provocó sonrisas y alguna carcajada. Pero aquella alegría no iba a durar. En la mesa se notaba la ausencia de la chispa habitual en las conversaciones, y una apatía que ni siquiera el buen humor de Bingley parecía capaz de sacarlos. Elizabeth intentaba no mirar con demasiada asiduidad al coronel, pero cuando lo hacía notaba la frecuencia con que los ojos de este se posaban en la pareja que estaba sentada enfrente. A ella le parecía que su cuñada, con su sencillo vestido de muselina blanca, con la ristra de perlas que adornaba sus cabellos oscuros, nunca había estado tan encantadora, pero en los ojos del coronel captaba una mirada que era más de indagación que de admiración. Sin duda, la joven pareja se comportaba de manera impecable: Alveston no le demostraba más atenciones de las naturales, y Georgiana se volvía por igual hacia este y hacia Bingley para pronunciar sus respuestas, como una joven que se esmerara en seguir las convenciones sociales durante su primera cena con invitados. Aunque, a decir verdad, sí hubo un momento que Elizabeth esperaba que a Fitzwilliam le hubiera pasado por alto. Alveston estaba mezclando para Georgiana el agua con el vino y, durante un segundo, sus manos se rozaron, y Elizabeth vio el rubor asomarse débilmente a las mejillas de la joven, antes de disiparse.

Al observar a Alveston ataviado con sus ropas más formales, a Elizabeth le asombró una vez más constatar lo extraordinariamente apuesto que resultaba. No podía ignorar por completo que, cada vez que entraba en un salón, todas las mujeres dirigían sus miradas hacia él. Llevaba su pelo, castaño y fuerte, simplemente recogido en la nuca. Sus ojos eran de un marrón más oscuro, y tenía las cejas rectas. En su rostro había una franqueza y una fuerza que frenaban toda posible acusación de exceso de belleza, y se movía con una gracia natural, confiada. Elizabeth sabía bien que por lo general era un invitado vivaz y divertido, pero esa noche incluso él parecía afligido por un aire general de incomodidad. Pensó que tal vez todos estuvieran cansados. Bingley y Jane habían viajado solo dieciocho millas, pero el viento les había obligado a detenerse en varias ocasiones, y tanto para Darcy como para ella el día anterior al baile solía ser muy ajetreado.

La tormenta que había estallado fuera no ayudaba a animar el ambiente. De vez en cuando el viento aullaba desde la chimenea, el fuego silbaba y chisporroteaba como un ser vivo y, ocasionalmente, algún tronco ardiendo se liberaba del resto lanzando llamas espectaculares, que proyectaban sobre los rostros de los comensales, durante un momento, destellos rojizos que les conferían un aspecto febril. Los criados entraban y salían sin hacer ruido, pero Elizabeth sintió alivio cuando la cena terminó por fin, y pudo hacerle una seña a Jane para que, junto a Georgiana, se trasladaran al salón de música, situado frente al comedor.

4

Mientras la cena se servía en el comedor pequeño, Thomas Bidwell seguía en la despensa del mayordomo sacando brillo a la plata. Ese había sido su trabajo desde que los dolores de rodillas y espalda le habían impedido seguir manejando los coches de caballos, y se sentía muy orgulloso de desempeñarlo, sobre todo la noche anterior al baile de lady Anne. De los siete inmensos candelabros que se alinearían sobre la gran mesa, durante el banquete, ya había abrillantado cinco, y los dos restantes quedarían listos también esa misma noche. Se trataba de una labor tediosa, lenta y, aunque no lo pareciera, cansada, y cuando terminara le dolerían la espalda, los brazos, las manos. Pero no era aquella una ocupación para las doncellas, ni para los muchachos. Stoughton, el mayordomo, era el responsable último, pero estaba muy ocupado escogiendo los vinos y supervisando los preparativos del salón de baile, y consideraba que su deber se limitaba a inspeccionar los candelabros una vez limpios, por lo que no se dedicaba personalmente ni siquiera a las piezas más valiosas. Durante la semana que precedía al baile se esperaba que Bidwell se pasara casi todos los días, a menudo hasta bien entrada la noche, con el mandil puesto, sentado a la mesa de la despensa y con la cubertería y la plata de la familia Darcy extendida ante éclass="underline" cuchillos, tenedores, cucharas, candelabros, fuentes en las que se servirían los platos, fruteros. Mientras les sacaba brillo, imaginaba los candelabros con sus altas velas reflejándose en las piedras preciosas que adornarían las cabezas, en los rostros acalorados y en las flores temblorosas de los jarrones.

Nunca le preocupaba dejar sola a su familia en la cabaña del bosque, ni a ellos les asustaba quedarse allí. La vivienda había permanecido desolada y decrépita durante años, hasta que el padre de Darcy la había restaurado y acondicionado para que la usara algún miembro del servicio. Sin embargo, a pesar de resultar demasiado grande para un criado, y de ofrecer mucha intimidad y sosiego, eran pocas las personas dispuestas a vivir en ella. La había construido el bisabuelo del señor Darcy, un ermitaño que había vivido casi en total soledad, acompañado solo por su perro, Soldado. En aquel retiro se preparaba incluso algunas comidas sencillas, leía y se sentaba a contemplar los gruesos troncos y los arbustos enmarañados del bosque, que eran su baluarte contra el mundo. Más tarde, cuando George Darcy tenía ya sesenta años, Soldado enfermó mortalmente, y empezó a sufrir horrores. Fue el abuelo de Bidwell, a la sazón un niño que ayudaba con los caballos de la casa, quien acudió a la cabaña a llevar leche fresca y halló muerto a su señor. Darcy le había pegado un tiro al perro, y se había pegado otro él.

Los padres de Bidwell habían vivido en la cabaña antes que él. Aquella historia no les había echado atrás, y a él tampoco. La creencia de que el bosque estaba encantado nacía de una tragedia más reciente, ocurrida poco después de que el abuelo del actual señor Darcy asumiera la propiedad de la finca. Un joven, hijo único, que trabajaba como ayudante de jardinero en Pemberley, había sido acusado de cazar ciervos furtivamente en los terrenos de un magistrado vecino, sir Selwyn Hardcastle. La caza furtiva no era un delito grave, y la mayoría de los magistrados hacía la vista gorda en época de hambrunas, pero robar un ciervo en un coto privado de caza se castigaba con la pena capital, y el padre de sir Selwyn se mostró inflexible y exigió que se aplicara estrictamente. El señor Darcy había suplicado clemencia, pero sir Selwyn no la había concedido. Una semana después de que el muchacho fuera ejecutado, su madre se ahorcó. El señor Darcy había hecho todo lo que había podido, pero se decía que la mujer muerta lo había considerado el principal responsable de lo sucedido. Ella había pronunciado una maldición sobre la familia Darcy, y se extendió la superstición de que se podía ver su fantasma vagando y aullando de dolor entre los árboles las personas lo bastante insensatas como para adentrarse en el bosque después del anochecer, y que su aparición vengadora presagiaba siempre una muerte en la finca.

Bidwell no tenía paciencia para aquellas tonterías, pero la semana anterior había llegado a sus oídos que dos de las doncellas, Betsy y Joan, habían afirmado entre susurros, en el cuarto de servicio, que habían visto al fantasma tras adentrarse en el bosque con motivo de una apuesta. Él les había advertido que no propagaran aquellas patrañas que, de haber llegado a oídos de la señora Reynolds, habrían podido tener consecuencias graves para las muchachas. Aunque su hija, Louisa, ya no trabajaba en Pemberley, pues se la necesitaba en casa para que cuidara de su hermano enfermo, se preguntaba si, de un modo u otro, aquella historia habría llegado a sus oídos. Lo cierto era que su madre y ella se habían mostrado más cuidadosas que nunca a la hora de cerrar la puerta de la cabaña con llave, y le habían pedido que, cuando llegara tarde de Pemberley, les advirtiera de su presencia dando tres golpes fuertes con los nudillos, seguidos de otros cuatro más flojos, antes de insertar la llave.