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Se decía que la mala suerte atacaba a quienes vivían en la cabaña, pero esta había alcanzado a los Bidwell solo en los últimos años. Él todavía recordaba nítidamente, como si hubiera sucedido ayer, la desolación del momento en que, por última vez, se había despojado de la elegante librea de jefe de cocheros del señor Darcy de Pemberley y había dicho adiós a sus adorados caballos. Ahora, desde hacía un año, su único hijo varón, su esperanza de futuro, se estaba muriendo despacio, aquejado de dolores.

Por si eso fuera poco, su hija mayor, la joven que ni su esposa ni él creyeron jamás que fuera a darles problemas, había empezado a ser motivo de preocupación. Con Sarah las cosas siempre habían ido bien. Se había casado con el hijo del posadero de King’s Arms, en Lambton, un joven ambicioso que se había trasladado a Birmingham y había montado una cerería con el dinero recibido en herencia de su abuelo. El negocio prosperaba, pero Sarah se sentía deprimida, y trabajaba demasiado. Llevaba cuatro años casada y esperaba su cuarto hijo, y las cargas de la maternidad, sumadas a su trabajo en la tienda, la habían llevado a escribir una carta desesperada en la que solicitaba la ayuda de su hermana Louisa. Su esposa le había alargado la carta sin comentar nada, pero él sabía que también le preocupaba que su alegre y sensata Sarah, de pechos generosos, hubiera llegado a semejante situación. Él le había devuelto la carta después de leerla, y se había limitado a decir:

– ‌Will echará mucho de menos a Louisa. Siempre han estado muy unidos. ¿Tú puedes prescindir de ella?

– ‌No tengo otro remedio. Sarah no habría escrito si no hubiera estado desesperada. No parece ella.

De modo que Louisa había pasado cinco meses en Birmingham antes del nacimiento del pequeño, ayudando a su hermana a ocuparse de sus hijos, y se había quedado otros tres meses para dar tiempo a Sarah a recuperarse. Había regresado a casa hacía poco, trayendo consigo a Georgie, el recién nacido, tanto para aliviar a su hermana de la carga de cuidarlo como para que su madre y su hermano lo conocieran antes de que Will muriera. A Bidwell nunca le había gustado la decisión. Sentía, lo mismo que su mujer, gran curiosidad por conocer a su nuevo nieto, pero una cabaña en la que se cuidaba de un moribundo no era precisamente el mejor lugar para criar a un bebé. Will estaba tan enfermo que apenas había mostrado interés en el recién llegado, y el llanto del pequeño, por las noches, lo preocupaba y lo desvelaba. Además, Bidwell notaba que Louisa no estaba contenta. Se mostraba inquieta y, a pesar del frío otoñal, prefería caminar por el bosque con el pequeño en brazos que permanecer en casa con su madre y con Will. Y, como si lo hubiera planeado, no había estado presente cuando el reverendo Percival Oliphant, el anciano y erudito rector, había hecho una de sus frecuentes visitas a Will, lo que resultaba algo raro, puesto que a ella siempre le había caído bien el rector, y este se había interesado por ella desde la infancia y le había prestado libros y se había ofrecido a incluirla en sus clases de latín junto a su pequeño grupo de pupilos. Bidwell había rechazado la invitación, pues solo habría servido para que se confundiera sobre su verdadera posición en la vida, pero, aun así, la invitación había existido. Estaba claro que la joven se sentía a menudo inquieta y nerviosa a medida que se acercaba el momento de su boda, pero ahora que Louisa había regresado a casa, ¿por qué no visitaba Joseph Billings la cabaña con la frecuencia con que lo hacía antes? Apenas lo veían. Bidwell se preguntaba si el cuidado del bebé habría hecho ver tanto a Louisa como a Joseph las responsabilidades y los riesgos que entrañaba el matrimonio, y les habría llevado a replantearse su futuro. Esperaba que no fuera así. Joseph era ambicioso y serio, si bien había quien pensaba que a sus treinta y cinco años era demasiado mayor para ella, que, en cualquier caso, parecía apreciarlo. Se instalarían en Highmarten, a apenas diecisiete millas de donde vivían Martha y él, y se integrarían en el servicio de una casa cómoda, de señora benévola y señor generoso, con el futuro asegurado, la vida por delante, predecible, segura, respetable. Teniendo todo aquello en perspectiva, ¿de qué iba a servirle a una joven ir a la escuela y aprender latín?

Tal vez todo volviera a su cauce cuando Georgie regresara con su madre. Louisa iría a llevarlo al día siguiente, y se había dispuesto que ella y el bebé viajaran en calesa hasta King’s Arms, la posada de Lambton, desde donde tomarían el correo de Birmingham, y allí se reuniría con ellos Michael Simpkins, el esposo de Sarah, para llevarlos a casa en su calesa. Louisa regresaría a Pemberley en el correo de ese mismo día. La vida resultaría más descansada para su mujer y para Will cuando el bebé hubiera vuelto a su casa, aunque se le haría raro no ver las manitas regordetas de Georgie tendidas hacia él cuando regresara a la cabaña el domingo, una vez que hubiera acondicionado la casa tras el baile.

Todas aquellas preocupaciones no le habían impedido proseguir con su tarea, pero, casi inapreciablemente, había aminorado el ritmo y, por primera vez, se preguntaba si la limpieza de la plata no se habría convertido en un trabajo demasiado agotador para enfrentarse a él solo. Pero no, esa sería una derrota humillante. Y atrayendo hacia sí, resuelto, el último candelabro, sostuvo un paño de abrillantar limpio, apoyó los brazos cansados en la silla y se inclinó para retomar su labor.

5

Los caballeros no las hicieron esperar mucho en el salón de música, y el ambiente se había relajado algo cuando se acomodaron en el sofá y las butacas. Darcy levantó la tapa del pianoforte, y encendieron las velas dispuestas sobre el instrumento. Apenas todos hubieron tomado asiento, Darcy se volvió hacia Georgiana y, casi formalmente, como si fuera una invitada más, le dijo que sería un gran placer para todos oírla tocar y cantar. Ella se levantó, mirando fugazmente a Henry Alveston, y él la siguió hasta el piano. Volviéndose hacia los presentes, anunció:

– ‌Aprovechando que contamos con un tenor entre nosotros, me ha parecido que sería agradable ofrecer algún dueto.

– ‌¡Sí! -‌exclamó Bingley entusiasmado-‌. Una idea excelente. Queremos oírles a los dos. La semana pasada Jane y yo intentamos cantar sonetos juntos, ¿verdad, amor mío? Aunque no sugiero que repitamos el experimento esta noche. Fue un desastre, ¿no es cierto, Jane?

Su esposa se echó a reír.

– ‌No, tú lo hiciste muy bien. Pero me temo que yo he dejado de practicar desde el nacimiento de Charles Edward. No, no infligiremos nuestro empeño musical a nuestros amigos cuando contamos con la señorita Georgiana, de un talento musical muy superior al que tú y yo podremos aspirar jamás.

Elizabeth intentaba concentrarse en la música, pero sus ojos y sus pensamientos no lograban apartarse de la pareja. Tras las dos primeras canciones se solicitó una tercera, y hubo una pausa mientras Georgiana escogía una partitura y se la mostraba a Alveston. Este pasaba las páginas y parecía señalar los pasajes que, a su juicio, entrañaban mayor dificultad, o tal vez aquellos cuya pronunciación en italiano desconocía. Ello lo miró, y después tocó algunos acordes con la mano derecha, y sonrió ante su benevolencia. Ambos parecían ajenos al público que los esperaba. Fue un momento de intimidad que los encerró en su mundo privado, pero que desembocó en otro en el que se perdieron en su amor compartido por la música. Al contemplar la luz de las velas reflejada en sus rostros arrebatados, sus sonrisas al sentir que el problema quedaba resuelto y Georgiana se disponía a iniciar la pieza, Elizabeth sintió que aquella no era una atracción pasajera basada en la proximidad física, ni siquiera en un amor compartido por la música. Estaban enamorados, no había duda de ello, o tal vez a punto de enamorarse. Se hallaban en ese momento encantado del descubrimiento mutuo, la expectación y la esperanza.