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– ‌¡Dios mío! Pero ¿qué se cree que hace ese cochero necio? ¡Volcará la calesa! Qué locura. ¿Quiénes diablos son? Elizabeth, ¿esperamos a alguien más esta noche?

– ‌No.

Elizabeth y los demás presentes se agolparon frente a la ventana y desde allí vieron a lo lejos un cabriolé que daba bandazos y cabeceaba por el camino del bosque, en dirección a la casa, las dos farolas centelleantes como pequeñas llamaradas. La imaginación aportaba lo que la distancia impedía observar: las crines de los caballos meciéndose al viento, sus ojos muy abiertos, sus patas tensas, el palafrenero tirando de las riendas. El roce de las ruedas no se oía aún, y a Elizabeth le pareció que contemplaba el espectro de un carruaje de leyenda que flotara, inaudible, en la noche de luna, el espantoso heraldo de la muerte.

– ‌Bingley, quédate aquí con las damas mientras yo voy a ver qué sucede -‌dijo Darcy.

Pero sus palabras fueron devoradas por otro aullido del viento que se colaba por la chimenea, y todos salieron tras él del salón de música, descendieron por la escalera principal y llegaron al vestíbulo. Stoughton y la señora Reynolds ya se encontraban allí. A una indicación del señor Darcy, Stoughton abrió la puerta. El viento entró al momento, una fuerza gélida, irresistible, que pareció tomar posesión de toda la casa, apagando de un soplo todas las velas salvo las de la araña del techo.

El coche seguía avanzando a gran velocidad y, ladeándose, tomó la última curva que lo alejaba del camino del bosque y lo acercaba a la casa. Elizabeth estaba convencida de que no se detendría al llegar a la puerta. Pero ahora ya oía las voces del cochero, y lo veía forcejear con las riendas. Finalmente, los caballos se detuvieron y permanecieron en su sitio, inquietos, relinchando. Al instante, antes siquiera de darle tiempo a desmontar, la portezuela del coche se abrió e, iluminada por la luz de Pemberley, vieron a una mujer que casi cayó al suelo al salir, gritando al viento. Con el sombrero colgando de las cintas que rodeaban su cuello, y con el pelo suelto que se le pegaba al rostro, parecía una criatura salvaje, nocturna, o una loca huida de su reclusión. Durante unos momentos Elizabeth permaneció clavada en su sitio, incapaz de actuar ni de pensar. Y entonces supo que la aparición estridente y desbocada era Lydia, y corrió en su ayuda. Pero ella la apartó con brusquedad y, aun chillando, se arrojó en brazos de Jane y estuvo a punto de derribarla. Bingley dio un paso al frente para asistir a su esposa y, juntos, la condujeron casi en volandas hasta la puerta. Ella seguía gritando y forcejeando, como si no supiera quién la sujetaba, pero, una vez en casa, protegida del viento, consiguieron comprender el significado de sus palabras entrecortadas.

– ‌¡Wickham está muerto! ¡Denny le ha disparado! ¿Por qué no vais tras él? ¡Están ahí, en el bosque! ¿Por qué no hacéis algo? ¡Dios mío, Dios mío, sé que está muerto!

Y entonces los sollozos se convirtieron en gemidos, y Lydia se derrumbó en brazos de Jane y Bingley, que la iban conduciendo despacio hacia la silla más cercana.

LIBRO II

EL CADÁVER DEL BOSQUE

1

Elizabeth se había adelantado instintivamente para ayudar, pero Lydia la había apartado con sorprendente brío, gritando:

– ‌¡Tú no, tú no!

Jane tomó el relevo, se arrodilló junto a la silla y le cogió las dos manos entre las suyas, susurrándole palabras de ánimo y compasión, mientras Bingley, alterado, permanecía a su lado con impotencia. Al poco, el llanto de Lydia se tornó en un gritito entrecortado y raro, como si le faltara el aire, un sonido turbador que no parecía humano.

Stoughton había dejado la puerta principal entornada. El palafrenero, de pie junto a los caballos, parecía demasiado consternado para moverse, y Alveston y Stoughton bajaron el baúl de Lydia del carruaje y lo arrastraron hasta el vestíbulo. Stoughton se volvió hacia Darcy.

– ‌¿Qué hacemos con las otras dos piezas del equipaje, señor?

– ‌Déjelas en el coche. Probablemente el señor Wickham y el capitán Denny reanuden el viaje cuando los encontremos, por lo que no tiene sentido que descarguemos aquí sus pertenencias. Stoughton, por favor, busque a Wilkinson. Despiértelo si está acostado. Pídale que vaya a buscar al doctor McFee. Será mejor que vaya en coche. No quiero que el doctor monte a caballo con este viento. Dígale que lo salude de mi parte y le explique que la señora Wickham se encuentra aquí, en Pemberley, y que requiere su atención.

Dejando que las mujeres se ocuparan de Lydia, Darcy se acercó seguidamente al cochero, que seguía apostado junto a los caballos. Este, que llevaba rato mirando fijamente en dirección a la puerta, enderezó la cabeza y se puso firme. Su alivio al ver al señor de la casa resultaba casi palpable. Había actuado lo mejor que había podido ante una emergencia, y ahora la vida normal se había restablecido y él se limitaba a cumplir con su trabajo, que consistía en custodiar a los caballos mientras esperaba instrucciones.

– ‌¿Quién es usted? -‌le preguntó Darcy-‌. ¿Lo conozco?

– ‌Soy George Pratt, señor, del Green Man.

– ‌Sí, claro. El cochero del señor Piggott. Cuénteme qué ha sucedido en el bosque. Sea claro y conciso, pero quiero saberlo todo, y deprisa.

No había duda de que Pratt estaba impaciente por contarlo, y empezó a hablar a toda velocidad.

– ‌El señor Wickham, su señora y el capitán Denny entraron en la posada esta tarde, pero yo no estaba allí cuando llegaron. Regresé sobre las ocho, y el señor Piggott me dijo que debía llevar a los señores Wickham y al capitán a Pemberley cuando la dama estuviera lista, y que debía tomar el camino de atrás, que atraviesa el bosque. Tenía que dejar a la señora Wickham en la casa para que asistiera al baile, o eso le había dicho ella antes a la señora Piggott. Después, según me habían ordenado, tenía que llevar a los dos caballeros al King’s Arms de Lambton, y regresar con la carroza a la posada. Oí que la señora Wickham le contaba a la señora Piggott que los caballeros proseguirían viaje a Londres al día siguiente, donde el señor Wickham esperaba encontrar empleo.

– ‌¿Dónde están el señor Wickham y el capitán Denny?

– ‌No lo sé bien, señor. Cuando atravesábamos el bosque, hacia la mitad del camino, el capitán Denny me indicó con los nudillos que detuviera el coche y se bajó de él. Gritó algo así como «No quiero saber nada más de eso, ni de ti. No pienso participar», y se internó en el bosque. Entonces el señor Wickham fue tras él, gritándole que regresara, que no fuera insensato, y la señora Wickham empezó a gritarle que no la dejara sola, e hizo ademán de seguirlo, pero una vez bajó del coche lo pensó mejor y volvió a entrar en él. Gritaba cosas terribles, asustaba a los caballos, y a mí me costaba mantenerlos quietos, y entonces oímos los disparos.

– ‌¿Cuántos?

– ‌No podría decirlo exactamente, señor, todo fue tan raro, el capitán bajando del coche y el señor Wickham corriendo tras él, y la señora gritando… Pero estoy seguro de haber oído al menos uno, señor, y tal vez uno o dos más.