El capitán Denny yacía boca arriba, el ojo derecho cubierto de sangre, el izquierdo congelado, fijo, ciego, iluminado por la luna lejana. Wickham se encontraba arrodillado sobre él, las manos ensangrentadas, su propio rostro una máscara llena de salpicaduras. Hablaba con voz ronca y gutural, pero las palabras brotaban con claridad de su boca.
– ¡Está muerto! ¡Dios mío! ¡Denny está muerto! ¡Era mi amigo, mi único amigo, y lo he matado! ¡Es culpa mía!
Antes de que pudieran decir nada, se echó hacia delante y rompió en sollozos, unos sollozos ahogados, que se quebraban en su garganta, y se desplomó sobre el cuerpo de Denny. Los dos rostros ensangrentados casi se tocaron.
El coronel se inclinó sobre Wickham, antes de incorporarse.
– Está borracho -declaró.
– ¿Y Denny? -preguntó Darcy.
– Muerto. Mejor no tocarlo. Reconozco la muerte cuando la veo. Subámoslo a la camilla y yo ayudaré a transportarlo. Alveston, seguramente usted sea el más fuerte de los tres. ¿Puede ayudar a Wickham a llegar al coche?
– Diría que sí. No pesa demasiado.
En silencio, Darcy y el coronel levantaron el cuerpo sin vida de Denny y lo posaron sobre la camilla de lona. El coronel, entonces, retrocedió y ayudó a Alveston a poner en pie a Wickham, que se tambaleó pero no opuso resistencia. Su aliento, que liberaba entre sollozos entrecortados, contaminaba el aire del claro del bosque con su hedor a whisky. Alveston era más alto y, una vez consiguió levantar la mano derecha de Wickham y colocársela sobre el hombro, pudo sostener su peso muerto y arrastrarlo unos pasos.
El coronel había vuelto a agacharse, y en ese momento se incorporó. Sostenía una pistola en la mano. Olió el cañón y dijo:
– Supuestamente, esta es el arma con la que se han hecho los disparos.
Entonces Darcy y él agarraron las varas de la camilla y, no sin esfuerzo, la levantaron. La triste procesión inició el trabajoso camino de regreso al coche, la camilla primero y después Alveston, unos pasos más atrás, cargando con gran parte del peso de Wickham. Su tránsito reciente por el camino resultaba evidente, y no tuvieron problemas para desandar sus pasos, pero el regreso resultaba lento y tedioso. Darcy caminaba detrás del coronel con gran desolación de espíritu, y en su mente bullían tantos temores e inquietudes que le impedían pensar racionalmente. Jamás se había preguntado si Elizabeth y Wickham habían intimado mucho en los días de su amistad en Longbourn, pero, ahora, las dudas y los celos, que sabía injustificados e innobles, se agolpaban en su mente. Durante un instante terrible deseó que fuera el cuerpo de Wickham el que ocupara la camilla, y ser consciente, aunque fuera solo un segundo, de que deseaba la desaparición de su enemigo le causó espanto.
El alivio de Pratt al verlos llegar fue evidente, pero al descubrir la camilla empezó a temblar de miedo, y hasta que el coronel lo conminó imperiosamente, no logró controlar los caballos, que, al olor de la sangre, habían empezado a encabritarse. Darcy y el coronel posaron la camilla en el suelo y aquel cubrió el cuerpo de Denny con una manta que había sacado del coche. Wickham se había mantenido en silencio durante el camino, pero ahora parecía cada vez más beligerante, y Alveston, con gran alivio y ayudado por el coronel, logró que se subiera al cabriolé y se sentó a su lado. El coronel y Darcy levantaron la camilla una vez más y, con hombros doloridos, cargaron con ella. Pratt consiguió al fin controlar a los caballos y, en silencio y con gran cansancio de cuerpo y espíritu, Darcy y el coronel siguiendo al coche, iniciaron el largo camino de regreso a Pemberley.
3
Tan pronto como convenció a Lydia, algo más calmada, de que debía acostarse, Jane pudo dejarla al cuidado de Belton, y regresó junto a Elizabeth. Juntas corrieron hasta la puerta principal, a tiempo de ver partir a la expedición de rescate. Bingley, la señora Reynolds y Stoughton ya se encontraban allí, y los cinco permanecieron contemplando la oscuridad hasta que del cabriolé solo se distinguían las dos luces lejanas. Entonces el mayordomo cerró la puerta y pasó los cerrojos.
La señora Reynolds se volvió hacia Elizabeth.
– Me quedaré con la señora Wickham hasta que llegue el doctor McFee, señora. Espero que le administre algo que la calme y le permita dormir. Sugiero que la señora Bingley y usted regresen al salón de música a esperar. Allí estarán cómodas, y la chimenea está encendida. Stoughton permanecerá junto a la puerta, montando guardia, y en cuanto aparezca el coche se lo hará saber. Y si encuentran al señor Wickham y al capitán Denny por el camino, en el cabriolé hay sitio para que regresen todos, aunque tal vez no sea el viaje más cómodo de su vida. Imagino que a los caballeros les vendrá bien tomar algo caliente cuando regresen, pero dudo, señora, que el señor Wickham y el capitán Denny deseen quedarse a compartir el refrigerio. Una vez que el señor Wickham sepa que su esposa está sana y salva, su amigo y él preferirán, sin duda, reemprender la marcha. Creo que Pratt ha dicho que se dirigían a la posada King’s Arms de Lambton.
Aquello era exactamente lo que Elizabeth deseaba oír, y pensó que tal vez la señora Reynolds lo decía, precisamente, para tranquilizarla. La posibilidad de que Wickham o el capitán Denny se hubieran torcido un tobillo durante su forcejeo en el bosque y tuvieran que quedarse en casa, aunque fuera solo una noche, la perturbaba profundamente. Su esposo nunca le negaría refugio a un hombre herido, pero aceptar a Wickham bajo el techo de Pemberley le resultaría aberrante, y podría tener consecuencias que temía imaginar siquiera.
– Iré a cerciorarme de que todo el servicio que trabaja en los preparativos del baile de mañana se haya acostado ya -dijo la señora Reynolds-. Sé que a Belton no le importa quedarse despierta por si hace falta, y que Bidwell sigue trabajando, pero él es absolutamente discreto. Nadie tiene por qué enterarse de la aventura de esta noche hasta mañana, y eso solo en la medida en que resulte imprescindible.
Empezaban a subir la escalera cuando Stoughton anunció que el carruaje que habían enviado en busca del doctor McFee regresaba ya, y Elizabeth decidió recibirlo y explicarle sucintamente lo sucedido. Al médico siempre se le brindaba una cálida acogida en aquella casa. Se trataba de un viudo de mediana edad cuya esposa había muerto joven, dejándole una fortuna considerable, y aunque podía permitirse usar su propio coche, prefería realizar sus visitas a caballo. Con el cuadrado maletín de piel atado a la silla, era una figura bien conocida en los caminos y las calles de Lambton y Pemberley. Tras tantos años cabalgando con buen y con mal tiempo, tenía las facciones curtidas, pero, aunque no se lo consideraba un hombre apuesto, poseía un rostro franco en el que se dibujaba la inteligencia y en el que la autoridad y la benevolencia se daban la mano de tal modo que parecía destinado a ser médico rural. Según su filosofía de la medicina, el cuerpo humano contaba con una tendencia natural a curarse por sí mismo si los pacientes y los doctores no conspiraban para interferir en el proceso, y, aunque reconocía que la naturaleza humana requiere de pastillas y pociones, confiaba en las pócimas que él mismo preparaba y por las que sus pacientes demostraban una fe absoluta. La experiencia le había enseñado que los familiares de los enfermos molestaban menos si se los mantenía ocupados para bien de los suyos, y había ideado unos brebajes cuya eficacia era proporcional al tiempo que se tardaba en prepararlos. Su paciente ya lo conocía, pues la señora Bingley lo llamaba siempre que su esposo, hijos, amigos de paso o criados mostraban la menor señal de indisposición, y se había convertido en amigo de la familia. Era un alivio inmenso que visitara a Lydia, quien lo recibió con una nueva retahíla de recriminaciones y desgracias, pero se calmó casi tan pronto como él se acercó a su lecho.