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Elizabeth y Jane quedaron libres para montar guardia en el salón de música, cuyas ventanas ofrecían una vista despejada del camino que se internaba en el bosque. Aunque ambas intentaban descansar en el sofá, ninguna de las dos resistía la tentación de acercarse constantemente a la ventana, o de caminar de un lado a otro de la estancia. Elizabeth sabía que estaban pensando en lo mismo, y finalmente fue Jane quien lo expresó con palabras.

– ‌Querida Elizabeth, no debemos esperar que regresen pronto. Supongamos que Pratt tarde unos quince minutos en identificar los árboles en los que el capitán Denny y el señor Wickham han desaparecido en el bosque. En ese caso tendrían que buscarlos durante otros quince minutos, o más, si en verdad los dos caballeros están perdidos, y hemos de contar también con el tiempo que tarden en regresar al cabriolé y en volver hasta aquí. Tampoco debemos olvidar que uno de ellos tendrá que acercarse hasta la cabaña del bosque para comprobar que la señora Bidwell y Louisa están bien. Son tantos los imprevistos que podrían dilatar su excursión… Debemos ser pacientes. Calculo que puede transcurrir una hora hasta que veamos aparecer el coche. Y, claro está, también es posible que el señor Wickham y el capitán Denny hayan encontrado por fin el camino y hayan decidido regresar a la posada a pie.

– ‌Yo no creo que hayan hecho eso -‌intervino Elizabeth-‌. Tendrían que caminar mucho, y le han dicho a Pratt que, una vez que Lydia estuviera en Pemberley, ellos seguirían hasta la posada King’s Arms de Lambton. Además, les hará falta su equipaje. Y seguro que el señor Wickham querrá asegurarse de que Lydia ha llegado sana y salva. En cualquier caso, no sabremos nada hasta que regrese el cabriolé. Existe la esperanza de que los encuentren a los dos en el camino, y de que asistamos pronto al regreso del coche. Entretanto, lo más sensato es que descansemos tanto como podamos.

Pero no lo conseguían, y a cada momento se acercaban a la ventana. Trascurrida una hora, perdieron toda esperanza de un rápido regreso del grupo de rescate, aunque siguieron de pie, sumidas en la callada agonía del miedo. Sobre todo, al recordar que se habían oído disparos, temían ver aparecer el cabriolé avanzando despacio, como un coche fúnebre, seguido a pie por Darcy y el coronel transportando la camilla. En el mejor de los casos, Wickham o Denny irían en ella heridos, no de gravedad, pero sí lo bastante para no poder soportar los brincos del vehículo. Ambas hacían esfuerzos por apartar de su mente la imagen de un cuerpo cubierto por una sábana, y la tarea ingrata de explicar a la alterada Lydia que sus peores temores se habían confirmado y que su esposo estaba muerto.

Llevaban una hora y veinte minutos esperando y, cansadas de hacerlo de pie, se habían alejado de la ventana cuando Bingley apareció acompañando al doctor McFee.

– ‌La señora Wickham estaba agotada de tanto llorar y angustiarse, y le he administrado un sedante. No tardará en dormir plácidamente, espero que durante varias horas. Belton, la doncella, y la señora Reynolds están con ella. Yo puedo acomodarme en la biblioteca y subir más tarde a ver cómo sigue. No necesito que nadie me asista.

Elizabeth le dijo que se lo agradecía mucho. Y cuando el doctor, acompañado por Jane, abandonó la estancia, Bingley y ella regresaron a la ventana.

– ‌No debemos abandonar la esperanza de que todo esté bien -‌comentó Bingley-‌. Tal vez los disparos fueran de algún cazador furtivo, o tal vez Denny disparó su arma para advertir a alguien que acechaba en el bosque. No debemos permitir que nuestra mente cree imágenes que la razón nos dirá, sin duda, que son fantasiosas. No puede haber nada en el bosque que haya de atraer a nadie con malas intenciones hacia Wickham ni hacia Denny.

Elizabeth no respondió nada. Ahora, incluso aquel paisaje conocido y amado le resultaba ajeno, el río serpenteaba como un hilo de plata fundida bajo la luna, hasta que una ráfaga de viento lo devolvió a la vida, tembloroso. El camino se perdía en lo que parecía el vacío eterno de un paisaje fantasmagórico, misterioso e irreal, en el que nada humano podía vivir ni moverse. Y solo cuando Jane entraba de nuevo en el salón de música, el cabriolé, finalmente, apareció a lo lejos, al principio apenas una forma móvil definida por el débil parpadeo de sus luces distantes. Resistiendo la tentación de bajar corriendo hasta el portón, permanecieron a la espera, atentos.

Elizabeth no pudo evitar que la desesperación hiciera mella en su voz, y dijo:

– ‌Avanzan despacio. Si todos estuvieran bien, lo harían más deprisa.

Al pensar en ello, no pudo resistir más junto a la ventana, y bajó la escalinata a toda prisa, seguida de Jane y Bingley. Stoughton debía de haber visto el coche desde la ventana de la planta baja, porque la puerta principal ya estaba entornada.

– ‌¿No sería más sensato -‌se aventuró a sugerir el mayordomo-‌ que regresaran al salón de música? El señor Darcy compartirá con ustedes las noticias en cuanto esté aquí. Hace demasiado frío para esperar fuera, y hasta que llegue el cabriolé nadie podrá hacer nada.

– ‌La señora Bingley y yo preferimos esperar junto a la puerta, Stoughton -‌replicó Elizabeth.

– ‌Como deseen, señora.

Acompañadas de Bingley, salieron al exterior y allí, de pie, siguieron aguardando. Nadie dijo nada hasta que el coche se encontró a escasa distancia de la puerta y al fin pudieron ver lo que tanto temían: el bulto en la camilla, cubierto por la manta. Sopló una ráfaga de viento, y el rostro de Elizabeth quedó cubierto por sus cabellos. Sintió que se desplomaba, pero logró agarrarse a Bingley, que le pasó un brazo protector por los hombros. En ese preciso instante, el aire levantó un pico de la manta, y todos distinguieron la casaca escarlata del oficial.

El coronel Fitzwilliam se dirigió entonces a Bingley.

– ‌Puede informar a la señora Wickham de que su esposo está vivo. Vivo pero no en condiciones de ser visto. El capitán Denny ha muerto.

– ‌¿De un disparo? -‌preguntó Bingley.

Fue Darcy quien respondió.

– ‌No, de un disparo no. -‌Se volvió hacia Stoughton-‌. Vaya a buscar las llaves de las puertas interior y exterior de la armería. El coronel Fitzwilliam y yo llevaremos el cadáver por el patio norte y lo depositaremos sobre la mesa. -‌Se volvió una vez más hacia Bingley-‌. Por favor, acompaña a casa a Elizabeth y a la señora Bingley. Aquí no pueden hacer nada, y tenemos que sacar a Wickham del cabriolé y entrarlo en casa. Les perturbaría verlo en sus presentes condiciones. Tenemos que acostarlo en alguna cama.

Elizabeth se preguntó por qué su esposo y el coronel se resistían a dejar la camilla en el suelo, pero lo cierto es que permanecieron clavados donde estaban hasta que Stoughton, transcurridos unos minutos, regresó con las llaves y se las entregó. Entonces, casi con ceremonia, precedidos por el mayordomo, que parecía un sepulturero mudo, avanzaron por el patio y, doblando la esquina, se dirigieron a la parte trasera de la casa, hacia la armería.

Ahora el cabriolé se agitaba violentamente, y entre las ráfagas de viento, Elizabeth oyó los gritos descontrolados e incoherentes de Wickham, que clamaba contra quienes lo habían rescatado y acusaba de cobardes a Darcy y al coronel. ¿Por qué no habían atrapado al asesino? Llevaban un arma. Sabían cómo usarla. Por Dios, él había disparado una o dos veces y estaría allí en ese momento si ellos no lo hubieran dejado escapar. Después siguió una retahíla de juramentos, los más graves camuflados por el viento, seguida de un estallido de llanto.