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Para Darcy, la enfermedad de Clitheroe resultaba especialmente inoportuna. Sir Selwyn Hardcastle y él, a pesar de respetarse como magistrados, no se sentían cómodos el uno en compañía del otro y, de hecho, hasta que el padre de Darcy heredó Pemberley, las dos casas habían vivido enfrentadas. Las discrepancias se remontaban a la época del abuelo de Darcy, cuando se juzgó a un criado de Pemberley, Patrick Reilly, acusado de haber robado un ciervo del coto de caza que por entonces era propiedad de sir Selwyn y, tras emitirse una sentencia de culpabilidad, fue condenado a morir en la horca.

La ejecución había indignado a los habitantes de Pemberley, que pese a todo aceptaron que el señor Darcy había hecho lo posible por salvar al muchacho, y sir Selwyn y él quedaron clasificados según sus respectivos papeles, públicamente definidos, de defensor a ultranza de la ley el uno, y de magistrado compasivo el otro, distinción a la que contribuía el revelador significado del apellido Hardcastle, castillo duro. Los miembros del servicio siguieron el ejemplo de sus señores, y el resentimiento y la animosidad entre las dos casas se transmitieron de padres a hijos. Solo cuando el padre de Darcy pasó a hacerse cargo de Pemberley hubo un intento de cerrar la herida, que aun así no cicatrizó hasta que este, encontrándose ya en su lecho de muerte, pidió a su hijo que hiciera todo lo que estuviera en su mano para que regresara la armonía, pues el mantenimiento de la hostilidad no convenía ni a los intereses de la ley ni a las buenas relaciones entre las dos casas. Darcy, frenado por su carácter reservado y por la convicción de que tratar abiertamente de un problema era, tal vez, reconocer su existencia, optó por una vía más sutil. Empezó a cursar invitaciones a cacerías y a fiestas, que los Hardcastle aceptaron. Quizás él también fuera cada vez más consciente de los peligros de una enemistad largamente alimentada, pero lo cierto era que la aproximación nunca había dado pie a la intimidad. Darcy sabía que, ante el problema que acababa de presentarse, encontraría en Hardcastle a un magistrado concienzudo y honesto, pero no a un amigo.

Su caballo parecía alegrarse tanto como él de poder aspirar un poco de aire puro y de ejercitarse, y en menos de media hora ya había llegado a la mansión Hardcastle. Un antepasado de sir Selwyn había recibido la baronía en tiempos de la reina Isabel, época en que se había construido la casa. Se trataba de un edificio de grandes dimensiones, sinuoso y complejo, y sus siete altas chimeneas constituían un hito que sobresalía entre los olmos que rodeaban la casa formando una especie de barricada. En el interior, las ventanas pequeñas, y los techos bajos, impedían en gran medida la entrada de luz. El padre del actual baronet, impresionado por algunas de las construcciones de sus vecinos, había añadido un ala elegante pero no armoniosa, que ya apenas se usaba más que como alojamiento del servicio, pues sir Selwyn prefería el edificio original, a pesar de sus muchas incomodidades.

Darcy tiró de la cadena de hierro colgada junto a la entrada e hizo sonar la campana con tal estrépito que habría podido despertar a toda la casa. La puerta la abrió en cuestión de segundos Buckle, el provecto mayordomo de sir Selwyn, que, al igual que su señor, parecía capaz de mantenerse siempre despierto, fuera cual fuese la hora. Sir Selwyn Hardcastle y Buckle eran inseparables, y el cargo de mayordomo de la casa solía considerarse hereditario, ya que el padre de Buckle lo había ejercido antes que él, y antes aún, su abuelo. El parecido físico entre generaciones resultaba notorio: los Buckle eran bajos, corpulentos, de brazos largos y cara de bulldog bueno. El mayordomo cogió el sombrero de Darcy y su casaca de montar y, aunque sabía perfectamente quién era, le preguntó su nombre y lo invitó a aguardar mientras anunciaba su llegada. A Darcy la espera le pareció interminable, pero al fin oyó los pasos lentos del mayordomo acercándose, y llegó el anuncio:

– ‌Sir Selwyn se encuentra en el salón de fumar. Si es tan amable de acompañarme…

Cruzaron el enorme vestíbulo de altos techos abovedados y ventanas de cristales emplomados que albergaba una impresionante colección de armaduras y cornamentas de ciervos, algo mohosas ya por el paso de los años. En él también se exhibían retratos de familia, y con el transcurso de las generaciones los Hardcastle se habían ganado la fama, entre las familias vecinas, de contar con un gran número de ellos, y de gran tamaño, fama basada más en la cantidad que en la calidad. Cada baronet había transmitido al menos un marcado prejuicio u opinión a sus sucesores, entre ellos la creencia, defendida en primera instancia por un sir Selwyn del siglo XVII, de que contratar a un pintor caro para que retratara a las mujeres de la familia era malgastar el dinero. Lo único que hacía falta para satisfacer las pretensiones de los esposos y la vanidad de las mujeres era que el pintor convirtiese en bello un rostro anodino, en precioso un rostro bello, y que dedicara más tiempo y más pintura a los ropajes del modelo que a sus rasgos. Dado que los hombres Hardcastle tendían a admirar el mismo tipo de belleza femenina, la lámpara de araña de tres brazos, colgada muy arriba, iluminaba una hilera de idénticos labios desdeñosos, muy apretados, y de idénticos ojos saltones y hostiles, todos mal pintados, retratos en los que el raso y los encajes tomaban el relevo del terciopelo, la seda reemplazaba el raso, y esta cedía el paso a la muselina. Los varones de la familia habían salido mejor parados. La nariz aguileña característica, las cejas pobladas, de un tono mucho más oscuro que el resto del cabello, y la boca ancha de labios pálidos figuraban en retratos que observaban a Darcy desde las alturas con gesto de superioridad y confianza. Y no costaba creer que allí se encontraba el actual sir Selwyn, inmortalizado a través de los siglos por distintos pintores, y encarnando sus diversos papeles: el de terrateniente y señor responsable, el de paterfamilias, el de benefactor de los pobres, el de capitán de los Voluntarios de Derbyshire, vistosamente ataviado con el fajín propio de su rango y, finalmente, el de magistrado, severo y juicioso pero justo. Eran pocos los visitantes plebeyos de sir Selwyn que, cuando les llegaba el momento de encontrarse en su presencia, no hubieran quedado ya profundamente impresionados y convenientemente intimidados.

Darcy siguió a Buckle a través de un pasadizo estrecho hacia la zona trasera de la casa, y al llegar frente a una pesada puerta de roble, entró sin llamar y anunció con voz estentórea:

– ‌El señor Darcy de Pemberley viene a verlo, sir Selwyn.

Selwyn Hardcastle no se puso en pie. Estaba sentado en una silla de respaldo alto, junto a la chimenea, y llevaba puesta la gorra de fumar. Había dejado la peluca en la mesa redonda sobre la que también reposaban una botella de Oporto y una copa medio llena. Estaba leyendo un libro grueso, que tenía abierto y apoyado en su regazo, y que cerró con evidente pesar tras colocar cuidadosamente el punto en su sitio. La escena parecía casi una reproducción viva de su retrato como magistrado, y a Darcy no le costó imaginar al pintor retirándose discretamente tras la puerta, acabada la sesión. Era evidente que acababan de avivar el fuego, que ardía con fuerza. Darcy hubo de alzar la voz para hacerse oír sobre el crepitar de los troncos, y se disculpó por lo intempestivo de la hora.

– ‌No se preocupe -‌respondió sir Selwyn-‌. Casi nunca termino mi lectura diaria antes de la una de la madrugada. Parece usted descompuesto. Supongo que se trata de una emergencia. ¿Cuál es el problema que afecta ahora a la parroquia? ¿Caza furtiva? ¿Sedición? ¿Insurrección a gran escala? ¿Por fin ha vuelto Boney? ¿Han vuelto a robar en el corral de la señora Phillimore? Pero siéntese, por favor. Dicen que esa silla del respaldo labrado es cómoda, y supongo que aguantará su peso.

Dado que era la que Darcy solía ocupar, estaba convencido de ello. De modo que tomó asiento y le relató lo sucedido, sucintamente pero sin omitir nada, revelando los hechos más destacados sin comentarlos. Sir Selwyn lo escuchó en silencio, sin interrumpirlo.