Buckle los acompañó hasta la puerta principal, y Darcy oyó el chasquido de tres cerrojos mientras esperaban, a oscuras, la llegada del carruaje. Sir Selwyn no mostró la menor impaciencia ante la demora, y le formuló una pregunta:
– ¿Dijo algo George Wickham cuando lo encontró arrodillado, como dice, junto al cuerpo del capitán?
Darcy sabía que le formularían aquella pregunta tarde o temprano, y no solo a él.
– Se encontraba en un estado de gran agitación -respondió-. Incluso lloraba, y apenas se mostraba coherente. No había duda de que había estado bebiendo, tal vez en grandes cantidades. Parecía creer que era, en alguna medida, responsable de la tragedia, quizá por no haber disuadido a su amigo de abandonar el carruaje. El bosque es lo bastante denso como para proporcionar refugio a cualquier fugitivo desesperado, y ningún hombre prudente se aventuraría a solas por él después de anochecer.
– Darcy, preferiría oír las palabras exactas. Deben de haber quedado impresas en su mente.
Así era, y Darcy las repitió tal como las recordaba.
– «He matado a mi amigo, a mi único amigo. Es culpa mía.» Tal vez no lo haya dicho en el mismo orden, pero ese es el sentido de lo que oí.
– De modo que contamos con una confesión -aventuró Hardcastle.
– No tanto. No podemos estar seguros de lo que estaba admitiendo, ni del estado en que se encontraba en ese momento.
El impresionante carruaje, antiguo y aparatoso, asomó con estrépito tras doblar la esquina de la casa. Volviéndose para añadir algo más, antes de montarse en él, sir Selwyn dijo:
– No busco complicaciones. Usted y yo llevamos ya varios años trabajando juntos como magistrados, y creo que nos comprendemos mutuamente. Tengo plena confianza en que conoce usted sus deberes como yo conozco los míos. Soy un hombre sencillo, Darcy. Cuando un hombre confiesa, y cuando un hombre no se encuentra sometido a amenazas, yo tiendo a creerlo. Pero ya se verá, ya se verá. No debo teorizar por adelantado sobre los hechos.
Apenas unos minutos después, a Darcy le trajeron su caballo, lo montó y el carruaje se puso en marcha con un chasquido. Ya estaban en marcha.
5
Eran más de las once. Elizabeth estaba segura de que sir Selwyn emprendería el camino apenas tuviera conocimiento del asesinato, y pensó que debía ir a ver cómo se encontraba Wickham. Era muy poco probable que siguiera despierto, pero necesitaba convencerse a sí misma de que todo iba bien.
Sin embargo, cuando se encontraba a cuatro pasos de la puerta vaciló, paralizada por un instante de lucidez que su sinceridad le obligó a aceptar. La razón por la que se encontraba ahí era a la vez más compleja y más ineludible que su mero deber de anfitriona y, quizá, más difícil de justificar. No le cabía duda de que sir Selwyn Hardcastle se llevaría detenido a Wickham, y ella no pensaba presenciar cómo se lo llevaban con escolta policial y posiblemente con grilletes. Al menos esa humillación podían ahorrársela. Una vez que lo detuvieran, era poco probable que volvieran a verse, y a ella se le hacía intolerable pensar que aquella fuera la última imagen que quedara fijada en su mente: el joven apuesto, el galante George Wickham, reducido a una figura deplorable, ebria y ensangrentada, gritando maldiciones mientras lo arrastraban, empujándolo casi, hacia el interior de Pemberley.
Cubrió resuelta la distancia que la separaba de la puerta y llamó con los nudillos. Abrió Bingley, y ella se sorprendió al descubrir que Jane y la señora Reynolds se encontraban de pie junto al lecho. Sobre una silla reposaba un cuenco con agua, teñida de sangre y, mientras observaba, vio que la señora Reynolds terminaba de secarse las manos con un paño y lo colgaba junto al recipiente.
– Lydia sigue dormida -comentó Jane-, pero sé que insistirá en acudir junto al señor Wickham en cuanto despierte, y no quería que lo viera en el estado en que estaba cuando lo han traído. Tiene todo el derecho a ver a su esposo aunque esté inconsciente, pero sería horrible que todavía tuviera el rostro manchado de la sangre del capitán Denny. Es posible que una parte sea suya, tiene dos rasguños en la frente, y algunos más en las manos, pero son superficiales, y seguramente se los ha hecho cuando se abría paso entre los arbustos.
Elizabeth se preguntó si había sido buena idea lavarle el rostro. ¿No era posible que sir Selwyn, a su llegada, esperase ver a Wickham en el estado en que se hallaba cuando lo encontraron inclinado sobre el cuerpo? Con todo, la acción de Jane no la sorprendió, ni que Bingley estuviera presente para mostrar su apoyo. A pesar de toda su dulzura y amabilidad, había en su hermana una determinación interior extraordinaria y, una vez que llegaba a la conclusión de que algo estaba bien, no era probable que ningún argumento la disuadiera de su propósito.
– ¿Lo ha visto ya el doctor McFee? -preguntó Elizabeth.
– Le ha echado un vistazo hará una media hora, y regresará si se despierta. Esperamos que para entonces esté ya más tranquilo y pueda comer algo antes de que llegue sir Selwyn, aunque el doctor McFee lo considera poco probable. Le ha costado mucho convencerlo para que tomara un poco de brebaje, que de todos modos es muy potente y, según él, le asegurará varias horas de sueño reparador.
Elizabeth se acercó a la cama y permaneció unos instantes contemplando a Wickham. Era evidente que la pócima del doctor McFee había surtido su efecto: el aliento hediondo había desaparecido, y dormía como un niño, respirando apenas, como si estuviera muerto. Con el rostro limpio, los cabellos oscuros esparcidos sobre la almohada, la camisa abierta, por la que asomaba la delicada línea del cuello, su aspecto era el de un joven caballero herido, exhausto tras la batalla. Al contemplarlo, Elizabeth fue sacudida por un vaivén de emociones. Su mente regresó, sin quererlo, a unos recuerdos tan dolorosos que solo lograba enfrentarse a ellos a su pesar. Había estado tan a punto de enamorarse de él… ¿Se habría casado con él si hubiera sido rico en vez de pobre? Seguro que no, ahora sabía que lo que había sentido entonces no había sido amor. Él, el seductor de Meryton, el apuesto recién llegado que subyugaba a todas las muchachas, la había escogido a ella como favorita. Todo había sido vanidad, un juego peligroso en el que los dos habían participado. Ella había aceptado y, lo que era peor, había transmitido a Jane sus argumentos sobre la perfidia del señor Darcy, la convicción de que este le había arruinado todas las posibilidades en la vida, lo había traicionado como amigo y había descuidado fríamente las responsabilidades sobre Wickham que su padre le había encomendado. Y ella no se dio cuenta hasta mucho después de lo inapropiadas que habían sido aquellas revelaciones, confiadas por alguien que apenas le conocía.
Ahora, al contemplarlo, sintió renacer la vergüenza y la humillación por haber mostrado tan poco sentido común, tan poco juicio, tan poco discernimiento sobre el carácter de otras personas, del que siempre se había vanagloriado. Con todo, algo sobrevivía, un sentimiento próximo a la compasión que hacía que le resultara desagradable plantearse cuál podría ser su final y, ni siquiera ahora, ahora que ya sabía que era capaz de lo peor, llegaba a creer que fuera un asesino. Además, fuera cual fuese el resultado, su matrimonio con Lydia lo había convertido en parte de su familia, en parte de su vida y en parte de la vida de Darcy. Ahora, todas las ideas sobre él aparecían manchadas por imágenes terroríficas: el griterío de la multitud que cesaba de pronto, cuando la figura esposada abandonaba la cárcel; los grilletes y la soga al cuello. Ella había deseado que se alejara de sus vidas, pero nunca quiso que fuera así. Así no, por Dios.
LIBRO III
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