Cuando el carruaje de sir Selwyn y el furgón fúnebre se detuvieron frente a la entrada principal de Pemberley, Stoughton se apresuró a abrir la puerta. Al poco, un mozo de cuadras llegó para ocuparse del caballo de Darcy, y el mayordomo y él, tras un breve intercambio de palabras, convinieron que el vehículo del magistrado y el furgón resultarían menos visibles a cualquier posible curioso si se retiraban de la entrada y, a través de los establos, eran conducidos al patio trasero, desde donde el cuerpo sin vida de Denny podría ser retirado más rápida y discretamente, o eso esperaban. A Elizabeth le había parecido adecuado recibir formalmente a un invitado que llegaba tan tarde y que no era precisamente bienvenido en aquella casa, pero sir Selwyn dejó claro desde el primer momento que tenía prisa por ponerse a trabajar, y se detuvo apenas para dedicarle la preceptiva inclinación de cabeza, que fue respondida, por parte de ella, con una reverencia, y para disculparse por lo intempestivo de la hora y lo inapropiado de la visita, antes de anunciar que empezaría visitando a Wickham, acompañado del doctor Belcher y de los dos policías, el jefe de distrito Thomas Brownrigg y el agente Mason.
A Wickham lo custodiaban Bingley y Alveston, quien abrió cuando Darcy llamó a la puerta. La habitación parecía haber sido pensada como trastero. Estaba amueblada parcamente, con gran sencillez, solo con una cama individual bajo una de las ventanas altas, una jofaina, un armario pequeño y dos sillas de madera. Otras dos, algo más cómodas, habían sido llevadas hasta allí e instaladas a ambos lados de la puerta para que quienes montaran guardia durante la noche lo hicieran algo más descansados. El doctor McFee, sentado a la derecha de la cama, se puso en pie al ver a Hardcastle. Sir Selwyn, que había conocido a Alveston en una de las cenas celebradas en Highmarten y, por supuesto, mantenía contacto con el médico, inclinó levemente la cabeza, a modo de saludo, y se aproximó. Alveston y Bingley se miraron, conscientes de que se esperaba que abandonaran la estancia, y así lo hicieron, en silencio, mientras Darcy permanecía de pie, algo más apartado. Brownrigg y Mason se situaron a ambos lados de la puerta, mirando al frente como para demostrar que, aunque en aquella situación no era adecuado que participaran de modo más activo en la investigación, el aposento y la custodia de su ocupante serían, a partir de ese momento, responsabilidad suya.
El doctor Obadiah Belcher era el asesor médico con el que contaba el alto comisario o el magistrado para que ayudara con las investigaciones y había adquirido una reputación siniestra -algo que no podía sorprender, tratándose como se trataba de un hombre más acostumbrado a diseccionar a los muertos que a tratar a los vivos- a la que contribuía su desgraciado aspecto. Sus cabellos, tan finos como los de un bebé, eran de un rubio casi blanco, y se le pegaban a la piel macilenta. Observaba el mundo con ojos desconfiados, enmarcados por unas cejas delgadísimas. Tenía los dedos largos, muy bien cuidados, y la reacción que solía suscitar en los demás la había resumido a la perfección el cocinero de Highmarten al sentenciar: «No pienso dejar nunca que el doctor Belcher me ponga las manos encima. A saber qué es lo que acaban de tocar.»
A su fama de excéntrico y siniestro también contribuía el hecho de que contara con un pequeño aposento en la parte superior de su vivienda, equipado como laboratorio. Allí, según se rumoreaba, llevaba a cabo experimentos sobre el tiempo que tardaba la sangre en coagular en determinadas circunstancias, o sobre el ritmo de los cambios que se operaban en los cuerpos una vez muertos. Aunque teóricamente era médico de cabecera, solo contaba con dos pacientes, el alto comisario y sir Selwyn Hardcastle, y dado que no constaba que ninguno de los dos hubiera estado nunca enfermo, eso no contribuía en nada a mejorar su reputación médica. Sir Selwyn y otros caballeros relacionados con la aplicación de la ley lo tenían en gran consideración, puesto que en los tribunales expresaba su opinión de hombre de ciencia con gran autoridad. De él también se sabía que estaba en contacto con la Royal Society, y que se carteaba con otros caballeros interesados en experimentos científicos. En general, sus vecinos mejor educados se mostraban más orgullosos de su reputación pública que temerosos ante las escasas explosiones que de tarde en tarde sacudían su laboratorio. Rara vez hablaba sin haber meditado antes lo que decía, y ahora se acercó al lecho y permaneció de pie, en silencio, observando al hombre que dormía.
La respiración de Wickham era tan tenue que apenas se oía, y tenía los labios entreabiertos. Estaba tendido boca arriba, con el brazo izquierdo extendido y el derecho curvado sobre la almohada.
Hardcastle se volvió hacia Darcy.
– Evidentemente, no se encuentra en el estado en el que, según usted me ha dado a entender, se encontraba cuando lo trajeron hasta aquí. Alguien le ha lavado la cara.
Tras un momento de silencio, Darcy miró al magistrado a los ojos y dijo:
– Asumo la responsabilidad de todo lo que ha ocurrido desde que el señor Wickham ha llegado a mi casa.
La respuesta de Hardcastle fue sorprendente. Arqueó los labios fugazmente, componiendo lo que, en cualquier otro hombre, podría haberse considerado una sonrisa.
– Muy caballeroso por su parte, Darcy, pero creo que en este punto cabe sospechar de las damas. ¿Acaso no es esa la que ellas consideran su función? ¿Limpiar el desastre en que convertimos nuestras habitaciones y a veces, también, nuestras vidas? No importa. Su personal de servicio aportará pruebas más que suficientes del estado en que se encontraba Wickham cuando fue trasladado hasta esta casa. No parece haber muestras evidentes de lesiones en su cuerpo, salvo por los pequeños rasguños de la frente y los dedos. La mayor parte de la sangre del rostro y las manos habrá sido del capitán Denny. -Se volvió hacia Belcher-. Supongo, Belcher, que sus avispados colegas científicos todavía no han descubierto la manera de distinguir la sangre de un hombre de la de otro, ¿verdad? A nosotros nos vendría muy bien la ayuda, a pesar de que, claro está, a mí me privaría de mi función, y a Brownrigg y a Mason, de sus empleos.
– Me temo que no, sir Selwyn. No nos planteamos ejercer de dioses.
– ¿No? Me alegra oírlo. Yo creía que sí lo hacían.
Como si acabara de percatarse de que la conversación había adquirido un tono excesivamente banal, Hardcastle se volvió con autoridad hacia McFee y se dirigió a él con voz áspera.
– ¿Qué le ha administrado? No parece dormido, sino más bien inconsciente. ¿Acaso no sabía que este hombre podría ser el principal sospechoso en una investigación por asesinato, y que yo querría interrogarlo?
– A mis efectos, señor, este hombre es mi paciente -respondió McFee en voz baja-. Cuando lo he visto por primera vez, su estado de embriaguez era manifiesto, se mostraba violento y había empezado a perder el control de sus actos. Después, antes de que el brebaje que le he administrado surtiera completamente su efecto, se ha mostrado incoherente y asustado, aterrorizado más bien, gritando cosas que carecían de sentido. Al parecer veía cuerpos ahorcados en cadalsos, con los cuellos rotos. Era un hombre sumido en una pesadilla antes incluso de conciliar el sueño.
– ¿Cadalsos? No sorprende, dada su situación. ¿Y esta es la medicación? Supongo que se trata de una especie de sedante.
– Una mezcla que preparo yo mismo y que he usado en numerosos casos. Lo he convencido para que la tome, asegurándole que le calmaría. En el estado en que se encontraba, no habría podido arrancarle usted nada coherente.
– En este estado, tampoco. ¿Cuánto tiempo cree usted que tardará en despertar y en estar lo bastante sobrio como para poder ser interrogado?
– Es difícil precisarlo. En ocasiones, tras un impacto, la mente se refugia en su inconsciencia, y el sueño es profundo y prolongado. Atendiendo estrictamente a la dosis que le he administrado, debería despertar mañana hacia las nueve, tal vez antes, aunque no puedo asegurárselo. Me ha costado convencerlo para que tomara más de un par de sorbos. Si el señor Darcy da su permiso, propongo quedarme hasta que mi paciente recobre el sentido. La señora Wickham también está a mi cuidado.