Amanecía un nuevo día, un día que para Darcy no presagiaba más que el desastre.
El coronel no tardó ni diez minutos en regresar, y lo hizo cuando la señora Reynolds ya se retiraba. Se dirigió directamente a la mesa para servirse café. Acomodándose una vez más en la butaca, dijo:
– Wickham está inquieto, y balbucea cosas, pero sigue dormido, y es probable que así siga un rato más. Volveré a visitarlo antes de las nueve y lo prepararé para la llegada de Hardcastle. A Brownrigg y a Mason les han suministrado alimentos y bebida esta noche. El jefe de distrito estaba adormilado en su silla, y Mason ha comentado que tenía las piernas agarrotadas y debía ejercitarlas. Seguramente lo que le hacía falta era visitar el inodoro, ese aparato infernal que habéis instalado aquí, y que, según creo, ha suscitado el interés obsceno del vecindario, por lo que le he indicado cómo llegar a él y lo he reemplazado hasta su regreso. Por lo que he podido ver, Wickham estará lo bastante despierto a las nueve para que Hardcastle pueda interrogarlo. ¿Es tu intención estar presente?
– Wickham se halla en mi casa, y Denny ha sido asesinado en mi finca. Lo correcto, evidentemente, es que yo no participe en la investigación, que sin duda se desarrollará bajo la dirección del alto comisario cuando Hardcastle se lo haya comunicado, pero no es probable que tome parte activa en ella. Me temo que todo esto va a resultarte inconveniente. Hardcastle querrá iniciar sus pesquisas lo antes posible. Con suerte, el juez de instrucción se encontrará en Lambton, por lo que no debería haber retraso en la selección de los veintitrés miembros de los que ha de salir el jurado. Serán lugareños, aunque no sé si eso constituirá una ventaja. La gente sabe que a Wickham no se lo recibe en Pemberley y no me cabe duda de que los chismosos habrán especulado mucho sobre las razones. Sin duda, los dos tendremos que aportar pruebas y supongo que ello pesará más que tu incorporación a filas.
– Nada puede pesar más que mi deber -precisó el coronel Fitzwilliam-, pero si la instrucción del caso se lleva a cabo pronto, no debería haber problemas. El joven Alveston goza de una posición más propicia: al parecer, no le preocupa descuidar la que se dice que es una carrera muy activa en Londres para disfrutar de la hospitalidad de Highmarten y Pemberley.
Darcy no comentó nada. Tras un breve silencio, el coronel Fitzwilliam prosiguió.
– ¿Qué has planeado para hoy? Supongo que habrá que informar al servicio de lo que ocurre, y prepararlo para el interrogatorio de Hardcastle.
– Primero iré a ver si Elizabeth está despierta, tal como creo, y juntos hablaremos con el servicio. Si Wickham recobra la conciencia, Lydia exigirá verlo, y tiene derecho a ello, por supuesto. Después, claro está, todos deberemos prepararnos para el interrogatorio. Conviene que tengamos las coartadas listas, para que Hardcastle no haya de perder demasiado tiempo determinando quién se encontraba en Pemberley ayer noche. Es seguro que te preguntará cuándo iniciaste tu paseo a caballo, y cuándo regresaste.
– Espero poder responder satisfactoriamente -se limitó a replicar el coronel.
– Cuando la señora Reynolds regrese, infórmale, por favor, de que estoy con la señora Darcy, y de que tomaré el desayuno en el comedor pequeño, como de costumbre.
Dicho esto, se retiró. La noche había resultado incómoda en más de un aspecto, y se alegraba de que hubiera terminado.
3
Jane, que desde el día de su boda no se había separado de su esposo ni una sola noche, pasó muy inquieta las horas nocturnas en el sofá, junto al lecho de Lydia, y sus breves instantes de sopor se vieron interrumpidos en todo momento por su necesidad de comprobar que esta no se hubiera despertado. El sedante que le había administrado el doctor McFee había surtido efecto, y su hermana dormía profundamente, pero a las cinco y media se había desvelado y exigió que la llevaran de inmediato junto a su esposo. Para Jane, aquella era una petición natural y razonable, pero le pareció sensato advertir a Lydia que era poco probable que Wickham estuviera despierto. Su hermana no estaba dispuesta a esperar, y Jane la ayudó a vestirse; fue un proceso dilatado, pues había insistido en que debía estar deslumbrante. Tardaron bastante en rebuscar en el baúl, del que Lydia sacaba algunos vestidos que extendía para que Jane le diera su opinión. Los descartados se iban amontonando en el suelo. El estado de sus cabellos también le preocupaba. Jane no sabía si estaba justificado despertar a Bingley, pero como se acercó a escuchar y no oyó el menor sonido en la habitación contigua, no se decidió a perturbar su sueño. Sin duda, acompañar a Lydia cuando esta viera a su esposo por primera vez tras todo lo ocurrido era asunto de mujeres, y no estaba bien contar con la buena disposición natural de Bingley solo por su propia tranquilidad. Finalmente, Lydia se declaró satisfecha con su aspecto y, llevando las velas encendidas, avanzaron por los largos pasadizos hasta la habitación en la que custodiaban a Wickham.
Fue Brownrigg quien abrió la puerta y, al notar que entraban, Mason, que dormía en una silla, despertó sobresaltado. Después llegó el caos. Lydia se abalanzó sobre la cama, en la que Wickham seguía inconsciente, se arrojó sobre él como si estuviera muerto, y rompió a llorar, sumida en un estado de angustia manifiesta. Jane tardó bastante en arrancarla con delicadeza del lecho, susurrándole, mientras lo hacía, que sería mejor que regresara más tarde, cuando su esposo despertara y pudiera hablarle. Lydia, tras un último estallido de llanto, se dejó arrastrar hasta el dormitorio, donde, al fin, Jane logró que se calmara, llamó al servicio y pidió desayuno para las dos. No fue la doncella habitual, sino la señora Reynolds, quien lo trajo enseguida, y Lydia, observando con evidente satisfacción los manjares que le habían traído, descubrió que la tristeza le había abierto el apetito y comió con avidez. A Jane le sorprendió que no pareciera preocupada por Denny, quien había sido su preferido entre los oficiales que compartían destino con Wickham en Meryton; la noticia de su muerte brutal, que ella misma le había revelado con el mayor tacto posible, no parecía apenas haber sido registrada por su entendimiento.
Una vez que hubo dado cuenta del desayuno, el humor de Lydia iba del llanto a la autocompasión, del terror ante su futuro y el de Wickham al resentimiento hacia Elizabeth. Si ella y su esposo hubieran sido invitados al baile, como procedía, habrían llegado a la mañana siguiente y por el camino principal. Si habían llegado por el bosque había sido porque su llegada había de ser una sorpresa, de otro modo Elizabeth, probablemente, no le habría permitido la entrada. Era culpa suya que hubieran tenido que contratar un cabriolé y pernoctar en la taberna Green Man, que no era precisamente la clase de lugar que a Wickham y a ella les gustaba. Si su hermana hubiera sido más generosa y les hubiera ayudado, habrían podido permitirse alojarse la noche del viernes en el King’s Arms, de Lambton, y uno de los carruajes de Pemberley habría sido enviado al día siguiente a recogerlos para llevarlos al baile, y Denny no habría viajado con ellos, y nada de todo aquello habría sucedido. Jane tuvo que oírlo todo, con gran dolor de corazón. Como de costumbre, intentó aliviar su resentimiento, le aconsejó paciencia y le infundió esperanza, pero Lydia se regodeaba tanto de su desgracia que no atendía a razones ni aceptaba consejos.
En cualquier caso, nada de todo ello la sorprendía. Desde que era niña, Lydia había sentido rechazo por Elizabeth, y jamás habría podido reinar la comprensión o el afecto fraternal entre dos caracteres tan distintos. La menor, escandalosa y desbocada, ordinaria en su expresión y en su conducta, inmune a todo intento de controlarla, había sido fuente continua de bochorno para las dos Bennett mayores. Era, además, la favorita de su madre y, de hecho, su parecido era notorio, pero existían otros motivos para el antagonismo entre Elizabeth y Lydia. Esta sospechaba, con razón, que aquella había intentado persuadir a su padre para que le prohibiera visitar Brighton. Kitty le había contado que había visto a Elizabeth llamar a la puerta de la biblioteca, y que había sido admitida al santuario, raro privilegio, pues el señor Bennett defendía encarnizadamente que la biblioteca siguiera siendo el lugar de la casa donde podía encontrar paz y sosiego. Intentar negar a Lydia cualquier placer que se hubiera propuesto disfrutar figuraba en un puesto de honor de su lista de agravios fraternales, y para ella se trataba de una cuestión de principio que no debía ni perdonar ni olvidar.