Выбрать главу

Otra causa de aquel rechazo rayano en enemistad era que Lydia sabía que su hermana había sido escogida por Wickham como su favorita. En una de las visitas de Lydia a Highmarten, Jane la había oído hablar con el ama de llaves. Era la misma de siempre, egoísta e indiscreta: «No, por supuesto que al señor Wickham y a mí nunca nos invitarán a Pemberley. La señora Darcy siente celos de mí, y en Meryton todo el mundo sabe por qué. Cuando él estuvo destinado allí, ella estaba loca por él, y lo habría hecho suyo de haber podido. Pero él escogió a otra… ¡Yo fui la afortunada! Y, de todos modos, Elizabeth nunca lo habría aceptado, no sin dinero; si lo hubiera tenido, hoy sería la señora Wickham por voluntad propia. Solo se casó con Darcy, un hombre horrendo, soberbio y malhumorado, por Pemberley y por su dinero. Eso, en Meryton, también lo sabe todo el mundo.»

Que implicara a un ama de llaves en los asuntos privados de la familia, y la mezcla de falsedades y vulgaridad con la que Lydia chismorreaba sin reparos, hizo que Jane se replanteara la conveniencia de aceptar de tan buen grado las visitas de su hermana, por lo general sorpresivas, y resolvió no alentarlas en lo venidero, tanto por el bien de Bingley y los niños como por el suyo propio. Pero una más sí habría de soportar: le había prometido a Lydia llevarla a Highmarten cuando, según lo dispuesto, Bingley y ella abandonaran Pemberley el domingo por la tarde, y sabía de la gran carga de la que libraría a Elizabeth si esta podía dejar de atender las constantes reclamaciones de atención y compasión, sus impredecibles arrebatos de tristeza combinados con interminables quejas. Jane se había sentido impotente ante la tragedia que se había cernido sobre Pemberley, pero aquel pequeño servicio era lo mínimo que podía hacer por su querida Elizabeth.

4

Elizabeth dormía profundamente, aunque aquellos breves períodos de reparadora inconsciencia quedaban interrumpidos por pesadillas que la despertaban sobresaltada, y entonces a su mente regresaba el verdadero horror que se cernía como un nubarrón sobre Pemberley. Instintivamente, buscó a su esposo, pero al momento recordó que pasaba la noche con el coronel Fitzwilliam en la biblioteca. Sentía una necesidad casi irreprimible de levantarse y ponerse a caminar de un lado a otro del dormitorio, pero se controlaba y procuraba conciliar el sueño una vez más. Las sábanas de hilo, por lo general frescas y cómodas, habían quedado más retorcidas que una soga, y las almohadas, rellenas de suaves plumas de ganso, parecían duras y calientes, y había que ahuecarlas y darles la vuelta constantemente para que proporcionaran algo de comodidad.

Sus pensamientos la llevaron hasta Darcy y el coronel. Le parecía mal que estuvieran durmiendo, o intentando dormir, tan incómodamente, y más después de un día espantoso. ¿Qué le habría pasado por la cabeza al coronel Fitzwilliam para proponer algo así? Ella sabía que la idea había sido suya. ¿Acaso había algo importante que debía comunicar a Darcy, y necesitaba pasar unas horas con él sin que nadie los interrumpiera? ¿Le revelaría algún dato sobre aquel misterioso paseo a caballo o sus confidencias tendrían que ver más bien con Georgiana? Entonces se le ocurrió que, tal vez, su interés en forzar ese encuentro lo motivara su deseo de impedir que Darcy y ella pasaran un rato a solas; desde que habían regresado con el cadáver de Denny, su esposo y ella apenas habían tenido tiempo de conversar en privado. Pero al momento apartó aquella ridícula idea de su mente e intentó dormir un rato más.

A pesar de saber que su cuerpo estaba extenuado, su mente no se había mostrado nunca tan activa. Pensaba en lo mucho que había que hacer antes de la llegada de sir Selwyn Hardcastle. Habría que notificar a cincuenta casas la cancelación del baile. No habría servido de nada enviar notas esa noche, pues la mayoría de los invitados estarían ya acostados. Con todo, tal vez ella debería haberse quedado levantada hasta más tarde y, como mínimo, haber empezado con la tarea. Pero existía una responsabilidad más inmediata que debía atender antes. Georgiana se había acostado temprano, y no sabría nada de la tragedia de la noche. Desde su intento de seducirla, ocurrido siete años atrás, Wickham no había vuelto a ser recibido en Pemberley, y su nombre no se había pronunciado ni una sola vez. Todos habían actuado como si aquello no hubiera sucedido. Ella sabía que la muerte de Denny haría aumentar el dolor del presente y resucitaría la tristeza del pasado. ¿Conservaba Georgiana algo del afecto que había sentido por Wickham? ¿Cómo soportaría verlo, teniendo, como tenía, a dos pretendientes en casa, y más en aquellas circunstancias de sospecha y horror? Elizabeth y Darcy pensaban reunirse con todos los miembros del servicio en cuanto hubieran terminado el desayuno, para informarles de la desgracia, pero resultaría imposible mantener ignorantes de la llegada de Lydia y Wickham a las doncellas, que, ya desde las cinco de la mañana, estarían atareadas limpiando habitaciones y encendiendo fuegos. Ella sabía que Georgiana solía despertarse temprano, y que su camarera descorrería las cortinas y le traería el té, puntualmente, a las siete. Era ella, Elizabeth, la que debía hablar con Georgiana antes de que alguien, sin querer, le revelara la noticia.

Consultó la hora en el pequeño reloj dorado de la mesilla de noche, y vio que eran las seis y cuarto. Y precisamente entonces, cuando era tan importante que se mantuviera despierta, sintió que le llegaba el sueño. Pero no, debía resistir, tenía que levantarse y, diez minutos antes de las siete, encendió una vela y se dirigió en silencio al dormitorio de Georgiana. Elizabeth siempre se despertaba temprano, a medida que los sonidos familiares de la casa cobraban vida, saludando la nueva jornada con las expectativas renovadas de la alegría, las horas por venir llenas de los placeres de una comunidad que vivía en paz consigo misma. Ahora, en cambio, hasta ella llegaban ruidos lejanos, arañazos de ratones que indicaban que las doncellas ya se habían puesto en marcha. No era probable que las encontrara en la planta noble, pero, si lo hacía, esbozaría una sonrisa y se pegaría a la pared para cederles el paso.

Llamó con delicadeza a la puerta y, al entrar, vio que Georgiana ya llevaba puesto el salto de cama y estaba de pie junto a la ventana, contemplando la oscuridad compacta. Casi al momento llegó su camarera. Elizabeth recibió la bandeja y la dejó sobre el velador del dormitorio. Georgiana parecía presentir que algo iba mal. Tan pronto como la doncella se retiró, se acercó a ella y le habló con aprensión en la voz.

– ‌Pareces cansada, querida Elizabeth. ¿No te sientes bien?

– ‌Estoy bien, aunque preocupada. Sentémonos aquí las dos juntas, Georgiana, tengo algo que decirte.

– ‌¿Le ocurre algo al señor Alveston?

– ‌No, no es el señor Alveston.

Y entonces, Elizabeth le contó resumidamente lo que había sucedido la noche anterior. Le dijo que, cuando encontraron el cuerpo sin vida del capitán Denny, Wickham estaba arrodillado junto a él, profundamente alterado, pero no reprodujo las palabras que, según Darcy, había pronunciado. Georgiana permaneció sentada, en silencio, mientras ella hablaba, con las manos apoyadas en el regazo. Al mirarla, Elizabeth vio que dos lágrimas brillaban en sus ojos y descendían sin freno por sus mejillas. Alargó la mano y cubrió con ella las de la joven.