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Tras unos momentos en silencio, Georgiana se secó los ojos y dijo con calma:

– ‌Debe de parecerte extraño, mi querida Elizabeth, que llore por un joven al que no conozco, pero no puedo evitar acordarme de lo felices que estábamos en la sala de música, pensar que, mientras yo tocaba y cantaba con el señor Alveston, el capitán Denny era brutalmente asesinado a menos de dos millas de casa. ¿Cómo afrontarán sus padres la terrible noticia? Qué pérdida, qué dolor para sus amigos. -‌Y entonces, tal vez al percatarse de la expresión de sorpresa dibujada en el rostro de Elizabeth, añadió-‌: Hermana querida, ¿creías que lloraba por el señor Wickham? Está vivo, y Lydia y él volverán a estar juntos muy pronto. Me alegro por los dos. No me sorprende que él se mostrara tan alterado por la muerte de su amigo, incapaz de salvarle la vida, pero, querida Elizabeth, no pienses, te lo ruego, que me perturba que haya regresado a nuestras vidas. El tiempo en que creí estar enamorada de él ya pasó, y ahora sé que fue solo un recuerdo de lo amable que era conmigo cuando era niña, y que fue gratitud por su afecto, y tal vez causa de la soledad, pero nunca amor. Incluso en aquella época, a mí misma me parecía más una aventura infantil que una realidad.

– ‌Georgiana, él quería casarse contigo. Nunca lo negó.

– ‌Ah, sí, eso sí era totalmente en serio. -‌Se sonrojó-‌. Pero me prometió que viviríamos como hermanos hasta que se celebrase la boda.

– ‌¿Y tú le creíste?

Elizabeth detectó una nota de tristeza en la voz de Georgiana.

– ‌Sí, claro que le creí. Entiéndelo, él no estuvo nunca enamorado de mí, lo que él quería era dinero. Él siempre quería dinero. No le guardo rencor, salvo por los problemas y el sufrimiento que causó a mi hermano. Pero preferiría no verlo.

– ‌Sí, será mucho mejor -‌coincidió Elizabeth-‌, y además no es necesario.

No añadió que, a menos que fuera muy afortunado, George Wickham abandonaría Pemberley algo más tarde custodiado por la policía.

Terminaron el té casi en silencio. Y entonces, cuando Elizabeth se levantaba para irse, Georgiana dijo:

– ‌Fitzwilliam no menciona nunca a Wickham ni lo que ocurrió hace ya años. Resultaría más fácil si lo hiciera. Sin duda es importante que los que se aman sean capaces de hablar abierta y sinceramente sobre las cuestiones que les afectan.

– ‌Creo que así es, aunque en ocasiones resulta difícil. Depende de si se encuentra el momento adecuado.

– ‌Nunca encontraremos el momento adecuado. La única amargura que siento es la vergüenza de haber decepcionado a un hermano querido, y la certeza de que ya nunca volverá a confiar en mi buen juicio. Pero, Elizabeth, el señor Wickham no es un hombre malo.

– ‌Tal vez no, tal vez solo sea peligroso y muy temerario -‌observó Elizabeth.

– ‌Con el señor Alveston sí he comentado lo que ocurrió, y él opina que es posible que el señor Wickham estuviera enamorado de mí, aunque siempre lo motivó su necesidad de dinero. Si puedo hablar abiertamente con el señor Alveston, ¿por qué no puedo hacerlo con mi hermano?

– ‌¿De modo que el señor Alveston conoce el secreto? -‌preguntó Elizabeth.

– ‌Por supuesto, somos muy amigos. Pero el señor Alveston comprenderá, como lo comprendo yo, que no podremos ser nada más mientras este horrible misterio siga ensombreciendo Pemberley. Él no ha declarado sus deseos, y no existe ningún compromiso oculto entre nosotros. Yo nunca te mantendría ajena a algo así, querida Elizabeth, ni a mi hermano, pero los dos sabemos qué sienten nuestros corazones, y esperamos confiados.

De modo que ya había otro secreto más en la familia. Elizabeth creía saber por qué Henry Alveston no le había propuesto matrimonio a Georgiana ni le había dejado claras sus intenciones. De haberlo hecho, habría podido interpretarse que deseaba sacar partido de cualquier ayuda que pudiera ofrecer a Darcy, y Alveston y Georgiana eran lo suficientemente sensibles como para saber que un amor con visos de éxito no puede celebrarse bajo la sombra del patíbulo. De modo que Elizabeth se limitó a besar a Georgiana y a susurrarle lo bien que le caía el señor Alveston, y expresó sus mejores deseos para los dos.

Elizabeth consideró que ya había llegado la hora de vestirse y comenzar el nuevo día. Le agobiaba pensar en lo mucho que quedaba por hacer antes de la llegada del señor Selwyn Hardcastle, prevista para las nueve. Lo más importante era enviar notas a los invitados explicando someramente, sin entrar en detalles, las razones que los llevaban a suspender el baile. Georgiana acababa de decirle que, aunque había pedido que le trajeran el desayuno al dormitorio, se reuniría con los demás en el comedor pequeño para tomar café, y que ayudaría gustosamente en lo que pudiera. A Lydia también se lo habían servido en su cuarto, y Jane seguía haciéndole compañía. Una vez que las dos damas estuvieran vestidas y el dormitorio hubiera sido adecentado, Bingley, impaciente siempre por estar junto a su esposa, acudiría a su encuentro.

Tan pronto como se hubo vestido y Belton se hubo ausentado para ver si Jane requería de sus servicios, Elizabeth salió a buscar a su esposo, y juntos se dirigieron a los aposentos de los niños. Por lo general, aquella visita diaria tenía lugar tras el desayuno, pero ambos sentían el temor supersticioso de que el mal que se cernía sobre Pemberley pudiera llegar a los aposentos infantiles, y querían asegurarse de que todo fuera bien. Pero no, nada había cambiado en aquel pequeño reducto de seguridad. Los niños se mostraron encantados de ver a sus padres antes de la hora acostumbrada y, tras los abrazos de rigor, la señora Donovan llevó a Elizabeth aparte y le dijo:

– ‌La señora Reynolds ha tenido la amabilidad de venir a verme a primerísima hora para informarme de la muerte del capitán Denny. Ha sido una sorpresa enorme para todos nosotros, pero puede estar segura de que no revelaremos nada al señorito Fitzwilliam hasta que el señor Darcy considere que es momento de hablar con él y explicarle lo que un niño ha de saber. No tema, señora, que no permitiremos que las doncellas vengan hasta aquí con sus chismes.

Cuando se iban, Darcy mostró su alivio y agradecimiento al saber que Elizabeth ya se lo había contado todo a Georgiana, y que esta había recibido la noticia con un grado de sorpresa que podía considerarse normal. Con todo, Elizabeth notaba que sus viejas dudas y preocupaciones habían vuelto a aflorar, y que él habría preferido que su hermana se mantuviera ignorante de hechos que, sin duda, la devolverían al pasado.

Poco antes de las ocho, Elizabeth y Darcy entraron en el comedor pequeño, donde constataron que todo estaba prácticamente intacto, y que el único presente era Henry Alveston. Todos bebieron mucho café, pero prácticamente no probaron los alimentos que solían servirse durante el desayuno: huevos, bacon, salchichas y riñones.

El encuentro resultaba algo incómodo, y el comedimiento general, tan atípico cuando se encontraban todos juntos, se vio reforzado con la llegada del coronel, y con la de Georgiana, que se produjo segundos después. Ella se sentó entre Alveston y Fitzwilliam y, mientras aquel le servía café, se dirigió a Elizabeth.

– ‌Si te parece, después del desayuno podemos empezar a escribir las notas. Si tú redactas un modelo, yo puedo dedicarme a copiarlo. Puede ser el mismo para todos los invitados, y no tiene por qué ser largo.

Se hizo un silencio que todos sintieron incómodo, y entonces el coronel intervino, volviéndose hacia Darcy:

– ‌Sin duda la señorita Darcy debería abandonar Pemberley, y pronto. Resulta inapropiado que tome parte en este asunto, o que se vea sometida de un modo u otro a los interrogatorios previos a los que procederán sir Selwyn o los comisarios.

Georgiana empalideció visiblemente, pero se expresó con voz firme.

– ‌Me gustaría ayudar. -‌Se dirigió a Elizabeth-‌. A medida que avance la mañana, te requerirán desde muchos frentes, pero si redactas el modelo, yo puedo escribir las copias, y así solo tendrás que firmarlas.