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Joan Miller fue conminada a ponerse en pie y, con el terror dibujado en el rostro, la joven balbució tímidamente, corroborando el relato de Betsy. Hardcastle sentía que se adentraba en un terreno femenino e incierto. Miró a la señora Reynolds, y ella asumió el control.

– ‌Betsy y Joan, sabéis muy bien que no os está permitido abandonar Pemberley sin compañía después del anochecer, y es poco cristiano, además de estúpido, creer que los muertos caminan sobre la tierra. Qué vergüenza que hayáis permitido que esas imaginaciones entraran en vuestra mente. Quiero veros a solas en mi saloncito tan pronto como sir Selwyn Hardcastle haya terminado con sus preguntas.

Al magistrado no le cabía duda de que aquella perspectiva las intimidaba más que cualquier pregunta que pudiera formularles él.

– ‌Sí, señora Reynolds -‌murmuraron las dos, antes de sentarse.

Hardcastle, impresionado por el efecto inmediato de las palabras del ama de llaves, pensó que resultaría adecuado que dejara clara su postura mediante una admonición final.

– ‌Me sorprende -‌dijo- que una joven que goza del privilegio de trabajar en Pemberley pueda entregarse a la ignorancia y a la superstición. ¿Acaso no habéis estudiado el catecismo?

Por toda respuesta obtuvo un «sí, señor» murmurado.

Hardcastle regresó a la zona noble de la casa y se reunió con Darcy y Elizabeth, visiblemente aliviados al saber que la única tarea pendiente, más sencilla, era la de llevarse a Wickham de allí. Al prisionero, ya esposado, le ahorraron la humillación de abandonar la casa observado por un grupo de personas, y solo a Darcy le pareció que era su deber estar presente para desearle lo mejor y para presenciar el momento en que el jefe de distrito Brownrigg y el agente Mason lo subían al furgón de la penitenciaría. Entonces, Hardcastle se montó en su carruaje, y antes de que el cochero hiciera chasquear las riendas, sacó la cabeza por la ventanilla y le gritó a Darcy:

– ‌En el catecismo se insta a no caer en la idolatría y la superstición, ¿no es cierto?

Darcy recordaba que su madre le había enseñado el catecismo, pero solo un mandamiento se había fijado en su mente, aquel que decía que debía tener las manos quietas y no robar nada, mandamiento que regresaba a su memoria con embarazosa frecuencia cuando, de niño, George Wickham y él se acercaban en poni hasta Lambton, y los manzanos de sir Selwyn, cargados de frutas, alargaban sus ramas hasta el otro lado del muro.

Y respondió, muy serio:

– ‌Creo, sir Selwyn, que podemos afirmar que el catecismo no contiene nada que sea contrario a los postulados y las prácticas de la Iglesia anglicana.

– ‌Claro que sí, claro que sí. Lo que yo creía. Qué muchachas tan necias.

Entonces, sir Selwyn, satisfecho con el desarrollo de su visita, dio una orden, y el carruaje, seguido por el furgón de la penitenciaría, se alejó lentamente por el camino. Darcy permaneció en su lugar, observándolo, hasta que desapareció. Pensó que ver partir y llegar a los visitantes empezaba a convertirse en una costumbre, aunque la marcha del furgón de la penitenciaría que trasladaba a Wickham levantaría sin duda el manto de horror y zozobra que había cubierto Pemberley. También esperaba no tener que ver más a sir Selwyn Hardcastle hasta que comenzara la investigación formal.

LIBRO IV

LA INVESTIGACIÓN

1

En la familia y en la parroquia, todos dieron por seguro que el señor y la señora Darcy, junto con el servicio, acudirían a la iglesia de Santa María a las once de la mañana del domingo. La noticia del asesinato del capitán Denny se había propagado con extraordinaria rapidez, y no hacer acto de presencia habría equivalido a admitir algún tipo de implicación en el crimen o a divulgar su convicción de que el señor Wickham era culpable. Suele aceptarse que los servicios religiosos ofrecen una ocasión legítima para que la congregación valore no solo la apariencia, el porte, la elegancia y la posible riqueza de los recién llegados a la parroquia, sino la conducta de cualquier vecino que pase por una situación interesante, ya sea esta un embarazo, ya sea su ruina económica. Un asesinato brutal cometido en la finca propia por un hermano político con el que, según es sabido, uno se halla enemistado dará lugar a una importante afluencia al servicio religioso, que en esa ocasión no se perderán siquiera personas impedidas, a las que su estado de salud ha privado durante muchos años de oír misa en la iglesia. Y aunque sea tan descortés como para mostrar abiertamente su curiosidad, es mucho lo que puede deducirse gracias a una hábil separación de los dedos en el momento en que las manos se unen para rezar, o mediante una simple mirada protegida por la visera de un gorrito durante el canto de un himno. El reverendo Percival Oliphant, que antes del servicio ya había realizado una visita privada a Pemberley para transmitir sus condolencias y mostrar su comprensión, hizo todo lo que pudo por evitar molestias a la familia, pronunciando primero un sermón más largo que de costumbre y prácticamente incomprensible sobre la conversión de san Pablo, y reteniendo después al señor y la señora Darcy cuando abandonaban la iglesia, con los que entabló una conversación tan prolongada que las personas que esperaban en ordenada fila, cada vez más impacientes por dar cuenta de su almuerzo a base de fiambres, se conformaron con dedicarles una reverencia o una inclinación de cabeza, antes de dirigirse a sus carrozas y sus birlochos.

Lydia no apareció y los Bingley se quedaron en Pemberley tanto para asistirla como para preparar su regreso a casa, que emprenderían esa misma tarde. Tras la exhibición de vestidos que había hecho la hermana menor desde su llegada, volver a guardarlos en el baúl de un modo que a ella le resultara satisfactorio les llevó bastante más tiempo del que invirtieron en su propio equipaje. Pero todo estaba listo cuando Darcy y Elizabeth regresaron, justo antes del almuerzo, y veinte minutos después de las dos los Bingley ya se montaban en su carruaje. Tras las despedidas, el cochero hizo chasquear las riendas. El vehículo se puso en marcha, enfiló el sendero que bordeaba el río y, tras incorporarse al camino, desapareció. Elizabeth permaneció observando, como si con su mirada hubiera de invocar su regreso. Después, el pequeño grupo dio media vuelta y entró de nuevo en casa.

Una vez en el vestíbulo, Darcy se detuvo y se dirigió a Fitzwilliam y a Alveston.

– ‌Les agradecería que se reunieran conmigo en la biblioteca en media hora. Nosotros tres encontramos el cadáver de Denny, y es muy posible que nos citen para aportar pruebas durante la vista previa. Sir Selwyn me ha enviado un mensaje esta mañana, después del desayuno, para informarme de que el juez de instrucción, el doctor Jonah Makepeace, ha ordenado que dé inicio el miércoles a las once. Quiero verificar que nuestros recuerdos concuerden, sobre todo respecto a lo que se dijo tras el hallazgo del cuerpo sin vida del capitán Denny, y tal vez sea conveniente que abordemos en conjunto cómo hemos de proceder en este asunto. El recuerdo de lo que vimos y oímos resulta tan extraño, la luz de la luna es tan engañosa, que en ocasiones debo decirme a mí mismo que todo aquello ocurrió en realidad.

Los interpelados aceptaron la propuesta con voz queda, y a la hora convenida el coronel Fitzwilliam y Alveston se dirigieron a la biblioteca, donde Darcy ya ocupaba su sitio. Había tres sillas de respaldo alto dispuestas alrededor de la mesa rectangular, que exhibía un mapa, y dos mullidos sillones, uno a cada lado de la chimenea. Tras un momento de vacilación, Darcy les indicó que tomaran asiento en ellos y, tras separar una de las sillas de la mesa, se instaló entre los dos. Notó que Alveston, sentado al borde del sillón, se sentía incómodo, casi avergonzado, sentimiento que distaba tanto de su habitual confianza en sí mismo que a su anfitrión le sorprendió que tomara primero la palabra.