– Mi recuerdo -intervino Alveston- es exactamente el mismo que el del coronel, pero, al igual que él, no me atrevo a interpretar sus palabras. Por el momento coincidimos.
Era el turno de Darcy, que dijo:
– Yo no podría ser tan preciso sobre el orden de sus palabras, pero sí me atrevo a afirmar con total seguridad que Wickham dijo que había matado a su amigo, a su único amigo, y que era culpa suya. También a mí me parecen ambiguas sus palabras, y no intentaría explicarlas a menos que me presionaran para que lo hiciera, y tal vez ni aun así lo haría.
– Es poco probable que el juez de instrucción proceda de ese modo -prosiguió Alveston-. Si formula la pregunta, quizá señale que ninguno de nosotros puede estar seguro de lo que pasa por la mente de otra persona. En mi opinión, y esto es ya pura especulación, lo que quiso decir es que Denny no se habría internado en el bosque ni se habría encontrado con su atacante si no hubieran discutido, y que Wickham se consideraba responsable de lo que fuera que había suscitado la repugnancia de Denny. El caso, sin duda, girará alrededor de lo que Wickham quiso decir con esas palabras.
Parecía que la reunión podía darse ya por concluida, pero, antes de que ninguno de los tres se pusiera en pie, Darcy dijo:
– De modo que el destino de Wickham, su vida o su muerte, dependerá de doce hombres influidos, como no puede ser de otro modo, por sus propios prejuicios, de la fuerza de la declaración del acusado, y de la elocuencia de los abogados defensores.
– ¿De qué otro modo podría abordarse el caso? -preguntó el coronel-. Se pondrá en manos de doce compatriotas, y no puede haber mayor garantía de justicia que el veredicto de doce ingleses honrados.
– Sin posibilidad de apelación -apostilló Darcy.
– ¿Cómo podría haberla? Las decisiones del jurado siempre han sido sagradas. ¿Qué propone usted, Darcy, un segundo tribunal popular, que bajo juramento coincidirá con el primer veredicto o discrepará de él? ¿Y después otro? Eso sería una gran idiotez, y si se llevara ad infinitum, acabaría implicando, posiblemente, que un tribunal extranjero juzgara los casos ingleses. Y eso sería el fin de algo más que de nuestro sistema judicial.
– ¿No podría existir -planteó Darcy- un tribunal de apelación formado por tres, tal vez cinco jueces, que pudiera convocarse si existiera desacuerdo en alguna cuestión legal particularmente compleja?
Alveston intervino entonces.
– No cuesta imaginar la reacción de un jurado inglés ante la propuesta de que su decisión fuera a ser estudiada por tres jueces. Es el juez, durante la vista, quien decide sobre las cuestiones legales, y si es incapaz de hacerlo, entonces no está capacitado para ser juez. Además, hasta cierto punto, ya existe un tribunal de apelación. El juez puede iniciar el proceso para obtener un indulto si no le satisface el resultado, y un veredicto que a la opinión pública le parece injusto siempre puede desembocar en indignación pública y, en ocasiones, en protesta violenta. Le aseguro que no existe nada más poderoso que un inglés justamente indignado. Pero, como sabrá, yo soy miembro del grupo de abogados que se ocupan de examinar la efectividad de nuestro sistema legal, y existe una reforma que sí me gustaría ver realizada: el derecho de los fiscales a pronunciar un discurso final antes del veredicto debería extenderse también a la defensa. No veo motivos para que tal cambio no pueda producirse, y esperamos que se instituya antes del final del presente siglo.
– ¿Cuál podría ser la objeción para implantarlo? -preguntó Darcy.
– Sobre todo, la falta de tiempo. Los tribunales de Londres ya soportan una carga excesiva de trabajo, y son demasiados los casos que se ven con una rapidez indecente. Los ingleses son aficionados a los abogados, pero no hasta el punto de desear pasarse la tarde escuchando más discursos de los que ya escuchan. Se considera que es suficiente con que el acusado hable por sí mismo, y que los interrogatorios a los testigos aportados por la defensa bastan para asegurar un juicio justo. A mí, estos argumentos no me resultan del todo convincentes, pero me consta que se defienden con sinceridad.
– Hablas como un radical, Darcy -intervino el coronel-. No sabía que tuvieras tanto interés por las leyes, ni que estuvieras tan entregado a su reforma.
– Yo tampoco, pero cuando uno se enfrenta, como nosotros ahora, a la realidad que aguarda a George Wickham, y ve la línea tan estrecha que separa la vida de la muerte, tal vez sea natural mostrarse a la vez interesado y preocupado por la ley. -Hizo una pausa antes de proseguir-. Si no tienen nada más que añadir, tal vez podríamos prepararnos para cenar con las damas.
2
Recién estrenado, el martes prometía ser un día agradable, con la esperanza, incluso, de algo de sol otoñal. Wilkinson, el cochero, se había labrado merecidamente la reputación de prever los cambios de tiempo, y dos días atrás había profetizado que el viento y la lluvia darían paso al sol y algún chubasco. Era la jornada que Darcy había escogido para reunirse con su secretario, John Wooller, quien almorzaría en Pemberley y por la tarde se trasladaría a caballo hasta Lambton para ver a Wickham, deber que, sin duda, no sería fuente de placer para ninguno de los dos.
Elizabeth había planeado aprovechar su ausencia para visitar la cabaña del bosque con Georgiana y el señor Alveston, pues deseaban interesarse por el estado de salud de Will y llevarle vino y exquisiteces que ella y la señora Reynolds esperaban que tentaran su apetito. También quería asegurarse de que a su madre y a su hermana no les preocupara quedarse solas cuando Bidwell trabajaba en Pemberley. Georgiana se había ofrecido gustosamente a acompañarla, y Alveston no había dudado en postularse como el escolta masculino que Darcy consideraba esencial, pues sabía que tranquilizaría por igual a las dos damas. Elizabeth estaba impaciente por ponerse en marcha lo antes posible tras un almuerzo temprano: el sol de otoño era una bendición que no estaba destinada a durar y, además, Darcy había insistido en que iniciaran el camino de regreso antes de que atardeciera.
Sin embargo, antes, tenía algunas cartas que escribir y, tras el desayuno, se dispuso a dedicar varias horas a la tarea. Todavía debía responder a algunas notas de afecto e interés enviadas por amigos que habían sido invitados al baile, y sabía que la familia de Longbourn, a la que Darcy había informado por correo expreso, esperaba, al menos, recibir diariamente una carta con las novedades. También estaban las hermanas de Bingley, la señora Hurst y la señorita Bingley, a las que debía comunicarse lo que iba aconteciendo, aunque en ese caso podía, al menos, delegar la tarea en el propio Bingley. Las dos visitaban a su hermano y a Jane dos veces al año, pero vivían tan inmersas en los placeres de Londres, que pasar más de un mes en el campo les resultaba intolerable. Cuando, finalmente, se instalaban en Highmarten, condescendían a visitar Pemberley. Alardear de sus reuniones, de su relación con el señor Darcy, de los esplendores de su residencia, era un placer demasiado intenso como para sacrificarlo por culpa de sus esperanzas truncadas o su resentimiento, aunque, de hecho, ver a Elizabeth como señora de Pemberley seguía siendo una afrenta que ninguna de las dos toleraba sin un doloroso ejercicio de autocontrol y, para alivio de la esposa de Darcy, sus visitas no eran frecuentes.
Ella sabía que Bingley las habría disuadido con tacto de ir a Pemberley en las actuales circunstancias, y estaba segura de que se mantendrían alejadas. Un asesinato en la familia puede aportar una chispa de emoción en las cenas de gala más solicitadas, pero era poco el beneficio social que podía proporcionar la brutal eliminación de un simple capitán de infantería, sin dinero ni posición que lo convirtieran en personaje interesante. Dado que ni siquiera el más huraño se libra de oír los chismes subidos de tono, siempre es mejor disfrutar de aquello que no puede evitarse, y era del dominio público, tanto en Londres como en Derbyshire, que la señorita Bingley se mostraba más que interesada, en aquella ocasión, en no abandonar Londres. Su caza de un caballero viudo de gran fortuna acababa de entrar en la fase más esperanzadora. Sin duda, sin su posición ni su dinero, habría sido considerado el hombre más tedioso de Londres, pero para que a una la llamen «su gracia» debe estar dispuesta a aceptar algún inconveniente, y la lucha por hacerse con sus riquezas, su título, y cualquier otra cosa que pudiera tener a bien ceder, era, comprensiblemente, encarnizada. Había un par de madres avariciosas, con dilatada experiencia en lances matrimoniales, que trabajaban arduamente en representación de sus hijas, y la señorita Bingley no tenía intención de ausentarse de Londres en una etapa tan delicada de la competición.