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No, era imposible que nadie, salvo Charlotte, hubiera adivinado la causa de su zozobra, y esta, en algún momento de confidencia conyugal, habría transmitido sus sospechas al señor Collins. Él sin duda no habría perdido el tiempo a la hora de advertir a lady Catherine, y tal vez hubiera exagerado el peligro, convirtiendo la sospecha en certeza. Sus motivos para hacerlo resultaban curiosamente contradictorios. Por una parte, si la boda llegaba a celebrarse, tal vez confiara en beneficiarse de una relación estrecha con el acaudalado señor Darcy. ¿Qué medios económicos no estaría en su poder proporcionarle? Pero la prudencia y el ánimo de venganza seguramente habrían pesado más que otros motivos. Nunca había perdonado a Elizabeth que lo hubiera rechazado. Su castigo por ello debería haber sido la condena a una soltería miserable y solitaria, y no un matrimonio esplendoroso, del que no habría podido mofarse ni la hija de un conde. ¿Acaso no se había casado lady Anne con el padre de Darcy? También era posible que Charlotte hubiera tenido motivos para albergar un resentimiento más justificado hacia ella, pues estaba convencida, como todo el mundo en Meryton, de que Elizabeth odiaba a Darcy. Ella, su única amiga, que se había mostrado crítica cuando Charlotte aceptó casarse por prudencia y por la necesidad de contar con un hogar, había acabado aceptando a un hombre al que detestaba, como era del dominio público, incapaz de resistirse al trofeo que significaba Pemberley. Nunca resulta tan difícil felicitar a un amigo por su buena fortuna como cuando esa buena fortuna parece inmerecida.

El matrimonio de Charlotte podía verse como un éxito, lo mismo tal vez que todos los matrimonios cuando los dos miembros de la pareja obtienen exactamente lo que la unión les prometía. El señor Collins contaba con una esposa y un ama de casa competente, con una madre para sus hijos, y con la aprobación de su patrona, mientras que Charlotte había emprendido el único camino mediante el cual una mujer soltera, carente de belleza y de escasa fortuna, podía aspirar a obtener independencia. Elizabeth recordaba que Jane, amable y tolerante como siempre, le había aconsejado que no culpara a Charlotte por aceptar el compromiso sin recordar qué era lo que con él dejaba atrás. A Elizabeth nunca le habían gustado los hijos varones de los Lucas. Ya de niños resultaban escandalosos, antipáticos y anodinos, y no le cabía duda de que de adultos habrían despreciado y sentido como una vergüenza y una carga a una hermana soltera, y no se habrían molestado en ocultar sus sentimientos. Desde el principio, Charlotte había manejado a su esposo con la misma habilidad con que trataba a los criados y se ocupaba del corral, y Elizabeth, durante su primera visita a Hunsford con sir William y su hija, había visto cómo su amiga minimizaba la desventaja de su situación. Al señor Collins le habían asignado un aposento en el ala delantera de la rectoría, donde la posibilidad de ver pasar a los transeúntes, entre ellos a lady Catherine montada en su carruaje, lo mantenía felizmente sentado junto a la ventana, mientras que pasaba casi todo el tiempo libre del que disponía, con el beneplácito y el aliento de su esposa, dedicado a la jardinería, actividad por la que demostraba talento y entusiasmo. Trabajar la tierra suele considerarse una actividad virtuosa, y ver a un jardinero entregado diligentemente a su tarea provoca, sin excepción, una corriente de simpatía y aprobación, aunque solo sea porque evoca la imagen de unas patatas o unos guisantes a punto de ser desenterrados. Elizabeth sospechaba que el señor Collins nunca le parecía mejor marido a Charlotte como cuando esta lo veía, desde una distancia prudencial, inclinando la espalda sobre su huerto.

Charlotte era la mayor de una familia numerosa, lo que le había dado cierta destreza para enfrentarse a los desmanes masculinos, y el método que seguía con su marido resultaba ingenioso. Le elogiaba sistemáticamente cualidades que no poseía, con la esperanza de que, halagado por sus loas y su aprobación, acabara por adquirirlas. Elizabeth tuvo ocasión de ver ese método en acción cuando, instada con urgencia por su amiga, le dedicó una visita breve en solitario, unos dieciocho meses después de su boda. Los congregados se dirigían de regreso a la rectoría en uno de los carruajes de lady Catherine de Bourgh, cuando la conversación se centró en otro de los invitados, el clérigo de una parroquia vecina ordenado recientemente, y pariente lejano de la patrona.

Charlotte dijo:

– ‌El señor Thompson es, sin duda, un joven excelente, pero parlotea demasiado para mi gusto. Elogiar todos los platos ha resultado innecesariamente servil, y le ha hecho parecer ávido en exceso. Y, una o dos veces, cuando hablaba sin parar, me he percatado de que a lady Catherine no le complacía. Qué lástima que no te haya tomado a ti como ejemplo, amor mío. Habría dicho menos, y habría estado más atinado.

El señor Collins no era lo bastante sutil como para detectar la ironía, ni para sospechar que se trataba de una estratagema. Su vanidad le había llevado a aceptar sin más el elogio, y durante la siguiente cena en Rosings a la que fueron invitados, se pasó casi toda la velada sumido en un silencio tan forzado que Elizabeth temió que lady Catherine diera unos golpecitos en la mesa con la cuchara y le preguntara por qué tenía tan poco que decir.

Durante los últimos diez minutos, Elizabeth había apoyado la pluma en el escritorio y había dejado que su mente vagara hasta sus días de Longbourn, hasta Charlotte y su larga amistad. Ya iba siendo hora de olvidarse de aquellas cartas y de bajar a ver qué había preparado la señora Reynolds para los Bidwell. Cuando se dirigía a los aposentos del ama de llaves, recordó que lady Catherine, en una de sus visitas del año anterior, la había acompañado a llevar a la cabaña del bosque algunos alimentos adecuados para un hombre en estado grave. No la habían invitado a entrar en la habitación del enfermo, y lady Catherine no había mostrado intención de hacerlo, y cuando regresaban a casa se había limitado a comentar:

– ‌El diagnóstico del doctor McFee ha de considerarse altamente sospechoso. Nunca he sido partidaria de las muertes dilatadas. En la aristocracia, son señal de afectación; en las clases bajas, son simples excusas para no trabajar. El segundo hijo del herrero lleva cuatro años muriéndose, supuestamente, pero cuando paso por delante de su negocio lo veo ayudar a su padre, robusto y gozando de muy buena salud. Los De Bourgh nunca hemos sido dados a las muertes prolongadas. La gente debería decidir si quiere vivir o morir, y hacer una cosa o la otra, causando los menores inconvenientes a los demás.

El asombro y la sorpresa de Elizabeth al oír aquellas palabras fueron tales que no logró articular palabra. ¿Cómo podía hablar lady Catherine con semejante desapego de las muertes dilatadas apenas tres años después de haber perdido a su única hija, que había muerto tras una larga enfermedad? Sin duda, tras los primeros momentos de dolor, la dama había recobrado la calma -‌y, con ella, gran parte de su intolerancia anterior-‌ a una velocidad asombrosa. La señorita De Bourgh, una muchacha simple y silenciosa, no había causado demasiado impacto en el mundo mientras vivió, y menos aún al morir. Elizabeth, que para entonces ya había sido madre, había hecho todo lo posible, invitándola afectuosamente a visitar Pemberley, y trasladándose ella misma hasta Rosings, para apoyar a lady Catherine durante las primeras semanas del luto, y tanto sus ofrecimientos como sus muestras de comprensión, que tal vez la madre no esperaba, habían surtido efecto. Lady Catherine seguía siendo, en esencia, la misma mujer que siempre había sido, pero ahora las sombras de Pemberley parecían menos contaminadas cuando Elizabeth emprendía su paseo diario bajo los árboles, y la tía de su esposo parecía más dispuesta a visitar Pemberley que Darcy y Elizabeth a recibirla en su casa.