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Todos los días había tareas de las que ocuparse, y en su responsabilidad hacia Pemberley, su familia y la servidumbre Elizabeth hallaba, al menos, un antídoto contra los peores horrores de su imaginación. Esa era una jornada con obligaciones tanto para su esposo como para ella. Sabía que no podía demorar más su visita a la cabaña del bosque. Los disparos en la noche, el conocimiento de que el brutal asesinato había tenido lugar a menos de cien yardas de la cabaña, y mientras Bidwell se encontraba en Pemberley, debían de haber dejado en la esposa de este un poso de espanto y tristeza que se añadiría a su ya pesada carga de dolor. Elizabeth sabía que Darcy había visitado la cabaña el jueves anterior, donde sugirió que Bidwell sería liberado de sus tareas la víspera del baile para que pudiera acompañar a su familia en aquellos momentos difíciles, pero tanto el marido como la mujer se negaron con vehemencia al privilegio, alegando que no era necesario, y Darcy había notado que su insistencia solo había servido para alterarlos más. Bidwell nunca aceptaba nada que pudiera implicar que no era indispensable, aunque fuera temporalmente, para Pemberley y su señor. Desde que había renunciado a su cargo como jefe de cocheros, siempre había pulido la plata la noche anterior al baile de lady Anne y, en su opinión, no había nadie más en la casa a quien pudiera encomendarse la tarea.

Durante el año anterior, cuando la salud del joven Will se debilitó más y menguó la esperanza de que se restableciera, Elizabeth había realizado visitas periódicas a la cabaña, donde, al principio, le permitían la entrada al pequeño dormitorio de la entrada en el que yacía el paciente. Últimamente, se había percatado de que su presencia junto al lecho, en compañía de la señora Bidwell, causaba más vergüenza que alivio al enfermo, y, de hecho, podía interpretarse como una imposición por su parte, por lo que a partir de cierto momento había decidido permanecer en el saloncito, consolando en la medida de sus posibilidades a la desolada madre. Cuando los Bingley se instalaban en Pemberley, Jane la acompañaba siempre, junto a su esposo, y ese día sintió que echaría de menos la presencia de su hermana, y cuánto consuelo le había proporcionado siempre contar con una encantadora y amada compañera a la que poder confiar incluso sus más oscuros pensamientos, y cuya bondad y dulzura aliviaban todas las zozobras. En ausencia de Jane, Georgiana y una de las doncellas de mayor rango la acompañaban, pero aquella, sensible a la posibilidad de que la señora Bidwell hallara mayor consuelo en una conversación confidencial con la señora Darcy, solía presentarle sus respetos brevemente y se sentaba fuera, en un banco de madera fabricado tiempo atrás por el joven Will. Darcy participaba en contadas ocasiones en aquellas visitas rutinarias, puesto que llevar una cesta con exquisiteces preparada por la cocinera de Pemberley se consideraba más bien cosa de mujeres. Ese día, salvo por la visita a Wickham, había manifestado su preferencia por quedarse en Pemberley, por si sucedía algo que requiriera su atención, y durante el desayuno acordaron que un criado acompañaría a Elizabeth y a Georgiana. Fue entonces cuando Alveston, dirigiéndose a Darcy, dijo en voz baja que para él sería un privilegio acompañar a la señora Darcy y a la señorita Georgiana, si a ellas les complacía la idea. Y, en efecto, ellas la recibieron con gratitud. Elizabeth miró fugazmente a su cuñada, y al hacerlo vio en sus ojos una alegría que se apresuró a ocultar, pero que en cualquier caso convirtió en obvia su respuesta afirmativa.

Elizabeth y Georgiana partieron hacia el bosque en un landó pequeño, mientras Alveston, a su lado, las escoltaba montado a lomos de su caballo, Pompeyo. La neblina matutina se había disipado tras la noche, y el día era radiante, frío pero soleado, y el aire estaba impregnado de los aromas dulces y conocidos del otoño: hojas, tierra fresca y un olor lejano a leña quemada. Incluso los caballos parecían disfrutar del tiempo apacible, moviendo la testuz arriba y abajo, y tirando de las bridas. El viento había cesado, pero los restos de la tormenta se amontonaban en el camino. Las hojas secas crujían bajo las ruedas o se arremolinaban a su paso. Los árboles todavía no estaban desnudos, y las ricas tonalidades otoñales, rojizas y amarillas, parecían más intensas bajo el cielo azul tan pálido. En días como ese, a Elizabeth le resultaba imposible no sentir alegría en el corazón, y por primera vez desde que se había despertado, sintió un ligero estallido de esperanza. Pensó que, si alguien los viera, pensaría que salían a comer al aire libre: las crines de los animales al viento, el cochero ataviado con su librea, la cesta con las provisiones, el joven apuesto cabalgando a su lado. Cuando se adentraron en el bosque, constató que las ramas oscuras, entrelazadas en lo alto, que al anochecer transmitían la imagen descarnada del techo de una cárcel, dejaban pasar haces de luz que se posaban en el camino cubierto de hojas y teñían el verde oscuro de los arbustos de un resplandor primaveral.

El landó se detuvo y el cochero recibió la orden de regresar transcurrida una hora exacta. Entonces, Alveston encabezó la expedición, sosteniendo en una mano las riendas de Pompeyo, y en la otra la cesta con las viandas. Los tres caminaron entre los troncos brillantes de los árboles y, por el transitado sendero, llegaron a la cabaña. No llevaban aquellos alimentos por caridad -‌en Pemberley no había ningún miembro del servicio sin techo, comida o ropa-‌, sino que eran exquisiteces que la cocinera preparaba con esmero por si abrían el apetito de Wilclass="underline" consomés hechos con el mejor buey, ligados con jerez, según una receta inventada por el doctor McFee, pequeñas y sabrosas tartaletas que se derretían en la boca, jaleas de fruta, y melocotones y peras madurados en los invernaderos. El enfermo ya apenas toleraba siquiera aquellas delicias, pero eran recibidas con gratitud, y si Will no las comía, su madre y su hermana darían buena cuenta de ellas.

A pesar de avanzar en silencio, la señora Bidwell debió de oírlos, pues esperaba junto a la puerta para darles la bienvenida. Era una mujer menuda y delgada, cuyo rostro, como una acuarela borrosa, seguía evocando la belleza frágil y la promesa de la juventud, aunque últimamente la angustia y la dureza de la muerte lenta de su hijo la habían convertido en una anciana. Elizabeth le presentó a Alveston, quien, sin mencionar directamente a Will, logró transmitirle un sentimiento de auténtica compasión. Le dijo que era un placer conocerla y sugirió que esperaría a la señora y a la señorita Darcy en el banco exterior.

– ‌Lo hizo mi hijo William, señor, y lo terminó la semana antes de caer enfermo. Era un buen carpintero, como verá, y le gustaba crear y fabricar muebles. La señora Darcy tiene en su casa una mecedora, ¿no es cierto, señora?, que Will fabricó la Navidad anterior al nacimiento del señorito Fitzwilliam.

– ‌Así es -‌corroboró Elizabeth-‌. La tenemos en gran estima y siempre pensamos en Will cuando los niños se suben en ella.

Alveston le dedicó una inclinación de cabeza, salió y se sentó en el banco, que estaba situado donde empezaba el bosque y resultaba apenas visible desde la cabaña, mientras Elizabeth y Georgiana lo hacían en el saloncito, en los lugares que les indicaron. Se trataba de una estancia amueblada con sencillez, con una mesa ovalada y cuatro sillas, y otras dos más cómodas a cada lado de la chimenea, rematada por una ancha repisa atestada de recuerdos familiares. La ventana delantera estaba entreabierta, pero aun así el calor resultaba sofocante, y aunque el dormitorio de Will Bidwell se encontraba en la planta superior, la cabaña entera parecía impregnada del olor acre de una larga enfermedad. Junto a la ventana había una cuna-balancín, y a su lado una mecedora. Con el permiso de la señora Bidwell, Elizabeth se acercó a ver al pequeño durmiente y felicitó a la abuela por la belleza y la buena salud del recién llegado. Louisa no se veía por ninguna parte. Georgiana sabía que la señora Bidwell agradecería poder hablar a solas con Elizabeth y, tras preguntar por Will y expresar su admiración por el bebé, aceptó la sugerencia de su cuñada, que las dos habían acordado de antemano, de que saliera a reunirse con Alveston. En un momento vaciaron el cesto, cuyo contenido fue recibido con muestras de agradecimiento, y las dos mujeres se sentaron frente a la chimenea.