«¿Escapar de dónde?», pensó Elizabeth.
– Creo -dijo, impaciente por regresar al landó- que deberíamos regresar a casa. El señor Darcy no tardará en volver de la cárcel y se inquietará si no hemos abandonado el bosque.
Tomaron en sentido inverso el sendero cubierto de hojas hasta llegar al camino en el que el landó estaría esperándolos. Aunque llevaban menos de una hora en el bosque, la promesa radiante de la tarde ya se había extinguido, y Elizabeth, que nunca había sido amante de caminar por espacios cerrados, sintió que los arbustos y los árboles se cernían sobre ella y la oprimían. El olor a enfermedad impregnaba aún sus fosas nasales, y la infelicidad de la señora Bidwell, la falta de esperanza por Will, le causaba un hondo dolor de corazón. Al llegar al camino principal, y cuando su anchura lo permitía, caminaban los tres juntos. Cuando volvía a estrecharse, Alveston se adelantaba unos pasos en compañía de Pompeyo, fijándose en el suelo, y también en lo que veía a ambos lados, como si buscara pistas. Elizabeth sabía que preferiría ir del brazo de Georgiana, pero no iba a permitir que ninguna de las dos damas caminara sola. También su cuñada avanzaba sin decir nada, sumida, tal vez, en la misma sensación de mal presagio y amenaza.
De pronto, Alveston se detuvo y se acercó precipitadamente a un roble. Parecía evidente que algo había llamado su atención. Las dos damas se reunieron con él y leyeron, en el tronco, las iniciales «F. D-Y.», grabadas a unos cuatro pies del suelo.
– ¿No hay otra inscripción similar en ese acebo? -preguntó Georgiana mirando alrededor.
Un rápido examen confirmó que, en efecto, también se distinguían unas iniciales grabadas en otros dos troncos.
– No parecen las clásicas marcas que inscriben los enamorados -comentó Alveston-. A los amantes les basta con dejar constancia de sus iniciales. Quienquiera que haya grabado estas quería por todos los medios que no hubiera duda de que las letras corresponden a Fitzwilliam Darcy.
– ¿Cuándo habrán sido grabadas? -se preguntó Elizabeth en voz alta-. Parecen bastante recientes.
– No tienen más de un mes, eso seguro, y son obra de dos personas. La F y la D son poco profundas, y podría haberlas escrito una mujer. Pero el guión que sigue, y la Y, son muy profundos, y estoy casi seguro de que fueron realizados con un objeto más afilado.
– No creo que ningún enamorado grabara algo así -aventuró Elizabeth-. Opino que las letras las grabó un enemigo con mala intención. Están escritas por odio, no por amor.
Apenas lo hubo dicho, se preguntó si no habría sido insensato preocupar a Georgiana, pero entonces Alveston intervino:
– Supongo que las iniciales podrían corresponder a Denny. ¿Conocemos su nombre de pila?
Elizabeth hizo esfuerzos por recordar si lo había oído pronunciar en Meryton, y finalmente dijo:
– Creo que era Martin, o tal vez Matthew, pero supongo que la policía lo sabrá. Deben de haberse puesto en contacto con sus familiares, si los tenía. Pero, por lo que yo sé, hasta el pasado viernes Denny no había puesto los pies en este bosque, y es un hecho que nunca estuvo en Pemberley.
Alveston hizo ademán de ponerse de nuevo en marcha.
– Informaremos de esto al llegar a casa, y habrá que avisar a la policía. Si los agentes hubieran llevado a cabo una investigación exhaustiva, como debían, tal vez hubieran descubierto estas marcas, y habrían llegado a alguna conclusión sobre su significado. Entretanto, espero que no se preocupen demasiado. Podría tratarse solo de una travesura cometida sin maldad. Tal vez de una muchacha enamorada que vive en alguna cabaña de la zona, tal vez de algún criado metido en un juego necio pero inofensivo.
Sin embargo Elizabeth no estaba convencida. Sin decir nada, se alejó del árbol, y Georgiana y Alveston siguieron su ejemplo. En ese silencio, que ninguno de ellos estaba dispuesto a romper, las dos mujeres siguieron a Alveston por el camino del bosque, en busca del landó, que ya los esperaba. El ánimo sombrío de Elizabeth parecía haberse contagiado a sus acompañantes, y una vez que el caballero hubo ayudado a las damas a subir al carruaje, cerró la portezuela, se montó en su caballo y, juntos, emprendieron el camino de regreso.
4
La prisión municipal de Lambton, a diferencia de la del condado, situada en Derby, intimidaba más por su exterior que por su interior, y había sido construida en la creencia de que era mejor gastar el dinero público disuadiendo a posibles delincuentes que atemorizándoles una vez que ya habían sido encarcelados. No se trataba de un edificio desconocido para Darcy, que alguna vez lo había visitado en su condición de magistrado, sobre todo con motivo del suicidio de un interno con las facultades mentales perturbadas, ocurrido hacía ocho años. El hombre se había ahorcado en su celda, y el alcaide había mandado llamar al único magistrado disponible para proceder al levantamiento del cadáver. La experiencia había sido tan desagradable que había dejado a Darcy un horror permanente por la horca, y nunca había podido regresar a la cárcel sin que a su memoria regresaran las vívidas imágenes del cuerpo suspendido y el cuello alargado. Ese día, la visión regresaba a él con más fuerza que nunca. El celador de la cárcel y su ayudante eran hombres compasivos, y aunque ninguna de las celdas podía considerarse espaciosa, no se ejercía en ellas ningún maltrato deliberado, y los presos que podían pagarse la comida y la bebida podían recibir visitas con cierto grado de comodidad, y no tenían muchos motivos de queja.
Dado que Hardcastle había advertido con vehemencia que no sería prudente que Darcy se reuniera con Wickham antes de que concluyera la investigación, Bingley, con su bonhomía habitual, se había ofrecido voluntariamente a hacerlo en su lugar, y había ido a ver al preso el lunes por la mañana, después de que sus necesidades básicas hubieran sido satisfechas y de que le hubieran facilitado una cantidad suficiente de dinero para asegurarle el alimento y las comodidades imprescindibles para que su estancia resultara, como mínimo, soportable. Pero, tras pensarlo mejor, Darcy había decidido que era su deber visitar a Wickham, al menos una vez antes de que concluyera la investigación. No hacerlo habría sido visto en Lambton y en la aldea de Pemberley como una señal inequívoca de que consideraba culpable a su cuñado, y era de aquellas dos localidades de las que saldrían los miembros del jurado. Tal vez no pudiera hacer nada por evitar ser llamado a declarar como testigo por la acusación, pero como mínimo podía demostrar, con su gesto silencioso, que creía que Wickham era inocente. Lo movía, además, otra preocupación más personaclass="underline" temía en gran medida que pudiera especularse sobre las razones del distanciamiento familiar, y que existiera el riesgo de que la propuesta de fuga de Wickham a Georgiana saliera a la luz. De modo que su visita a la cárcel era, a la vez, un acto justo y esperado.
Bingley le había contado que se había encontrado con un Wickham taciturno, poco colaborador y propenso a soltar improperios contra el magistrado y la policía, exigiendo que se redoblaran los esfuerzos para descubrir quién había matado a su gran, su único amigo. ¿Por qué se estaba pudriendo él en el calabozo mientras nadie se dedicaba a buscar al culpable? ¿Por qué la policía no dejaba de interrumpir su descanso para acosarlo con preguntas absurdas e innecesarias? ¿Por qué le habían preguntado por qué había dado la vuelta al cuerpo de Denny? Para verle la cara, por supuesto; se trataba de una acción absolutamente natural. No, no se había percatado de la herida en la cabeza de Denny, probablemente estuviera cubierta por el pelo y, además, él estaba demasiado alterado para fijarse en detalles. Y también le habían preguntado qué había hecho entre el momento en que se oyeron los disparos y el momento en que la expedición de búsqueda había encontrado el cadáver. Pues dar tumbos por el bosque, intentando atrapar al asesino, que era lo que deberían hacer ellos, en vez de perder el tiempo agobiando a un hombre inocente.