El primer baile en el que Elizabeth ejerció junto su esposo de anfitriona, apostada en lo alto de la escalinata para recibir a los invitados que ascendían por ella, había supuesto, visto en perspectiva, una dura prueba, pero ella había sobrevivido triunfante a la ocasión. Bailar le encantaba, y ahora ya podía afirmar que la cita anual le causaba tanto placer como a sus invitados. Lady Anne, con elegante caligrafía, había dejado sus planes por escrito: su cuaderno, de hermosas cubiertas de piel en las que había grabado el emblema de los Darcy, seguía usándose, y aquella mañana permanecía abierto frente a Elizabeth y la señora Reynolds. La lista de invitados seguía siendo esencialmente la misma, pero a ella se habían añadido los nombres de los amigos de Darcy y Elizabeth, incluidos los de los tíos de esta, los Gardiner, mientras que Bingley y Jane acudían sin necesidad de ser convocados. En esa ocasión, al fin, acudirían acompañados de su invitado, Henry Alveston, un joven abogado apuesto y vivaz, que era tan bien acogido en Pemberley como en Highmarten.
Elizabeth no albergaba ningún temor sobre el éxito del baile. Sabía que todos los preparativos estaban ultimados. Se habían cortado suficientes troncos para alimentar las chimeneas, sobre todo las del salón de baile. El pastelero aguardaría a la mañana para preparar las delicadas tartas y demás exquisiteces que tanto deleitaban a las damas, y ya se habían sacrificado y puesto a colgar las aves y las demás piezas con las que se cocinarían los platos más sustanciosos que sin duda los hombres esperaban. De las bodegas ya habían subido los vinos, y se habían molido las almendras que se incorporarían en abundancia a la apreciada sopa blanca. El ponche, que mejoraría enormemente su sabor y potencia, y que contribuiría notablemente a la alegría general, se añadiría en el último momento. Las flores y las plantas habían salido ya de los invernaderos, listas para ser dispuestas en cubos y llevadas a la galería, donde Elizabeth y Georgiana, la hermana de Darcy, supervisarían su arreglo la tarde siguiente; e incluso Thomas Bidwell, llegado ya desde su cabaña del bosque, estaría sentado en la despensa, sacando brillo a las docenas de candelabros que harían falta en el salón de baile, la galería y la estancia reservada a las damas. Bidwell había sido jefe de cocheros del difunto señor Darcy, lo mismo que su padre lo había sido de los predecesores de Darcy. Ahora, el reuma que le atenazaba rodillas y espalda le impedía trabajar con los caballos, pero sus manos seguían siendo fuertes, y se había pasado todas las tardes de la semana anterior al baile abrillantando la plata, ayudando a quitar el polvo a las sillas para las carabinas, y haciéndose indispensable. Mañana, los carruajes de los terratenientes y los coches contratados de los invitados más humildes se acercarían hasta la entrada para que de ellos desembarcaran las animadas pasajeras, con sus vestidos de muselina y sus brillantes tocados bien protegidos del frío del otoño, dispuestas una vez más a gozar de los memorables placeres del baile de lady Anne.
En todos los preparativos, la señora Reynolds había sido la infalible mano derecha de Elizabeth. Se habían conocido cuando, en compañía de sus tíos, ella había visitado Pemberley por vez primera, y el ama de llaves los había recibido y les había mostrado la casa. Conocía a Darcy desde que era un niño, y había pronunciado tantos elogios hacia su persona, como señor y como hombre, que Elizabeth se preguntó entonces por primera vez si sus prejuicios contra él no habrían sido injustos. Nunca habían hablado del pasado, pero el ama de llaves y ella habían congeniado enseguida, y la señora Reynolds, con su apoyo discreto, había sido una pieza valiosísima para Elizabeth, que ya antes de su llegada a Pemberley como recién casada había comprendido que ser dueña de una casa como aquella, responsable del bienestar de tantos empleados, era muy distinto de la labor que su madre desempeñaba en Longbourn. Pero su amabilidad y el interés que demostraba en la vida de los sirvientes convencieron a estos de que la nueva señora velaría por ellos, y todo resultó más fácil de lo que ella había supuesto, menos oneroso, en realidad, que ocuparse de Longbourn, puesto que los criados de Pemberley, la mayoría de ellos muy experimentados, habían sido instruidos por la señora Reynolds y por Stoughton, el mayordomo, para que nunca importunaran a la familia, que merecía recibir un servicio irreprochable.
Elizabeth añoraba poco de su vida anterior, pero era a los sirvientes de Longbourn a quienes recordaba con más frecuencia: Hill, el ama de llaves, que había tenido acceso a todos sus secretos, incluida la escandalosa fuga de Lydia; Wright, la cocinera, que jamás se quejaba de las peticiones algo descabelladas de la señora Bennet; y las dos doncellas, que además de cumplir con sus obligaciones ejercían de camareras privadas de Jane y de ella misma, y las peinaban antes de los bailes de gala. Habían llegado a formar parte de la familia, algo que jamás sucedería con los criados de Pemberley, pero ella sabía que era precisamente Pemberley, la casa y los Darcy, lo que mantenía a la familia, al personal de servicio y a los arrendatarios unidos por una misma fidelidad. Muchos de ellos eran los hijos y los nietos de sirvientes anteriores, y la casa y su historia corrían por sus venas. Y sabía también que el nacimiento de los dos niños guapos y sanos que se encontraban arriba, en el cuarto de juegos -Fitzwilliam, que tenía casi cinco años, y Charles, que acababa de cumplir dos-, constituía su triunfo definitivo, la seguridad de que la familia y su herencia seguirían proporcionándoles empleo a ellos, a sus hijos y a sus nietos, y de que seguiría habiendo Darcys en Pemberley.
Casi seis años atrás, la señora Reynolds, mientras repasaba la lista de invitados, el menú y las flores con Elizabeth, antes de la primera cena con invitados que organizara esta, dijo:
– Para todos nosotros fue un día feliz, señora, cuando el señor Darcy trajo a su esposa a casa. El mayor deseo de mi señora fue vivir para ver casado a su hijo. No pudo ser. Yo sabía lo mucho que le inquietaba, tanto por él como por Pemberley, que sentara cabeza y fuera feliz.
La curiosidad de Elizabeth pudo más que su discreción. Movió algunos papeles del escritorio, sin levantar la vista, y en voz baja dijo:
– Pero tal vez no con esta esposa. ¿Acaso lady Anne Darcy y su hermana no habían dispuesto la unión del señor con la señorita De Bourgh?
– No niego, señora, que lady Catherine pudiera tener en mente ese plan. Traía hasta aquí a la señorita De Bourgh cuando sabía que Darcy se encontraba en casa. Pero jamás habría podido suceder. La pobre señorita De Bourgh estaba siempre indispuesta, y para lady Anne la salud de una novia era de la máxima importancia. Oímos, sí, que lady Catherine esperaba que el otro primo de la señorita De Bourgh, el coronel Fitzwilliam, le hiciera una proposición, pero de ello tampoco surgió nada.