»Cuando descubrió que estaba encinta, fue un desastre para los dos. Dejó muy claro, y en un estado de gran alteración, que nadie debía saberlo salvo, por supuesto, su madre, a la que de todos modos no podría ocultarse algo así. Louisa creía que no podía convertirse en motivo de preocupación para su hermano en sus últimos meses de vida, pero él adivinó la verdad y ella confesó. Su mayor preocupación era que su padre no llegara a enterarse. La pobre muchacha sabía que la posibilidad de llevar la deshonra a Pemberley sería peor para él que cualquier cosa que pudiera ocurrirle a ella. Yo no entiendo que uno o dos hijos nacidos del amor hayan de ser una vergüenza, es algo que en las casas importantes sucede constantemente, pero así es como ella lo veía. Fue idea suya trasladarse a la casa de su hermana casada, con el conocimiento de su madre, antes de que su estado resultara visible, y permanecer allí hasta que diera a luz. Pretendía hacer pasar al bebé por hijo de su hermana, y yo le sugerí que regresara con él en cuanto estuviera en condiciones de viajar para enseñárselo a su madre. Debía asegurarme de que, en efecto, existía una criatura viva y saludable, antes de decidir qué hacer. Acordamos que, de un modo u otro, yo conseguiría el dinero con el que convencer a los Simpkins de que acogieran al niño y lo criaran como propio. Entonces envié una súplica desesperada de ayuda al coronel Fitzwilliam, y cuando llegó el momento de que Georgie regresara junto a la hermana de Louisa y su esposo, él me proporcionó treinta libras. Supongo que ya están al corriente de todo esto. Me dijo que actuaba movido por la compasión que le inspiraba un soldado que había servido a sus órdenes, pero sin duda sus motivos eran otros: Louisa había oído rumores entre el servicio según los cuales el coronel podía estar buscando esposa en Pemberley. Los hombres orgullosos y prudentes, sobre todo si son aristócratas, huyen del escándalo, con más razón aún si este nace de algo tan sórdido y vulgar. No le inquietaba menos de lo que habría inquietado al propio Darcy imaginar a mi hijo bastardo jugando en los bosques de Pemberley.
– Supongo que nunca informó a Louisa de su verdadera identidad -intervino Alveston.
– Habría sido una locura que solo habría servido para alterarla más. Hice lo que la mayoría de los hombres hacen en mi situación. Me felicito a mí mismo por haber inventado una historia convincente que tenía todos los visos de despertar la compasión de cualquier mujer sensible. Le dije que era Frederick Delancey (siempre me han gustado esas dos iniciales juntas), y que, siendo soldado, me habían herido en la campaña de Irlanda, lo que era cierto. Había regresado a casa y había descubierto que mi amada esposa había muerto cuando daba a luz a nuestro bebé, que tampoco había sobrevivido. Aquel cúmulo de desgracias hizo que aumentaran el amor y la devoción que Louisa sentía por mí, y yo me vi obligado a adornarlo más aún diciéndole que debía partir a Londres a buscar trabajo, pero que regresaría para casarme con ella. Entonces, los Simpkins nos devolverían a nuestro hijo, y viviríamos los tres juntos, como una familia. A instancias de Louisa, grabé mis iniciales en los troncos de algunos árboles como promesa de mi amor y compromiso. Confieso que fantaseé con la idea de que pudieran ser motivo de confusión. Prometí enviar dinero a los Simpkins tan pronto como encontrara y pagara mi alojamiento en Londres.
– Fue un engaño infame -dijo el coronel- a una muchacha impresionable e inocente. Supongo que, tras el alumbramiento, habría desaparecido para siempre y que, para usted, ese habría sido el final de la historia.
– Admito el engaño, pero el resultado me parecía deseable. Louisa no tardaría en olvidarme y se casaría con su prometido, y el pequeño sería criado por miembros de su familia. En peores manos caen otros bastardos. Desgraciadamente, las cosas se torcieron. Cuando Louisa regresó a casa con el bebé, y nosotros nos encontramos como de costumbre, junto a la tumba del perro, me transmitió un mensaje de Michael Simpkins. El hombre ya no estaba dispuesto a aceptar al bebé de manera permanente, ni siquiera a cambio de un pago generoso. Su esposa y él tenían tres niñas, y sin duda llegarían más hijos, y a él no le gustaría que Georgie fuera el hijo varón de más edad en la familia, con las ventajas que dicha posición le otorgaría respecto a cualquier hijo varón que él pudiera tener en el futuro. Además, según parecía, habían existido tensiones entre las dos hermanas mientras Louisa vivía con ellos esperando el alumbramiento. Sospecho que dos mujeres bajo un mismo techo no pueden llevarse bien. Yo le había confiado a la señora Younge que Louisa había tenido un hijo, y ella insistió en conocerlo y dijo que se vería con Louisa y el pequeño en el bosque. Se enamoró de Georgie al momento, y se mostró decidida a recibirlo en adopción. Yo sabía que deseaba tener hijos, pero hasta entonces no me di cuenta de lo imperioso de su necesidad. El bebé era precioso y, por supuesto, era mío.
A Darcy le pareció que no podía seguir guardando silencio. Había muchas cosas que quería saber.
– Supongo que la señora Younge era esa mujer de oscuro a la que las dos doncellas vieron en el bosque -dijo-. ¿Cómo aceptó implicarla en un plan que tuviera que ver con el futuro de su hijo, implicar a una mujer cuya conducta, hasta donde sabemos, demuestra que se encuentra entre las personas más abyectas y despreciables de su sexo?
Wickham estuvo a punto de saltar de su asiento. Se agarró con tal fuerza a los brazos de la butaca que los nudillos palidecieron y su rostro enrojeció de ira.
– Será mejor que sepan la verdad. Eleanor Younge es la única mujer que me ha querido. Ninguna de las otras, ni siquiera mi esposa, me ha brindado sus cuidados, su bondad y apoyo, ninguna me ha hecho saber que era tan importante para ella como mi hermana. Sí, eso es lo que es. Mi hermanastra. Sé que esto les sorprenderá. Mi padre es recordado por haber sido el secretario más eficiente, más leal y más admirable del difunto señor Darcy, y sin duda lo fue. Mi madre era estricta con él, como lo era conmigo. En nuestro hogar no había risas. Pero era un hombre como los demás y, cuando los negocios del señor Darcy lo llevaban a Londres una semana o más, llevaba una doble vida. Lo ignoro todo de la mujer a la que se unió, pero él, en su lecho de muerte, me confesó que tenía una hija. En su honor debo decir que hizo todo lo que pudo para mantenerla, pero me contaron poco de sus primeros años, solo que la llevaron a una escuela de Londres que no era mejor que un orfanato. Ella escapó a los doce años, y él perdió el contacto con su hija a partir de ese momento. Como la edad y las responsabilidades de Pemberley le pesaban cada vez más, no fue capaz de emprender ninguna búsqueda. Pero la llevó en la conciencia hasta el final y me suplicó que hiciera lo posible por encontrarla. Hacía tiempo que la escuela había cerrado sus puertas, y no se sabía quién era el dueño, pero logré contactar con los habitantes de la casa contigua, que habían trabado amistad con una de las internas y mantenían trato con ella. No se trataba, precisamente, de una mujer desahuciada. Tras un matrimonio breve con un hombre anciano, había enviudado, y su esposo le había dejado suficiente dinero para adquirir una casa en Marylebone, donde recibía a huéspedes, todos ellos hombres jóvenes de familias respetables que dejaban sus casas para trabajar en la capital. Sus cariñosas madres sentían un profundo agradecimiento por aquella dama maternal que prohibía taxativamente la entrada de mujeres, ya fueran estas huéspedes o visitantes.